POSTURAS ABORTISTAS Y RESPUESTAS
Durante el proceso ontogenético. El comienzo de la vida. Declaraciones médicas política y morales.
Centrando nuestra atención en el aborto propiamente dicho, es decir, en el que se ha venido calificando, según la doctrina recibida, como criminal, al proponerse la eliminación voluntaria por medios artificiales del «nasciturus» (Ve. sentencia del Tribunal supremo de 30 de enero de 1984), la primera cuestión capitalísima, por cierto que se ofrece a nuestro examen en el clima en el que hoy nos movemos es el de su licitud moral y, como subsiguiente, el de su legalización por el ordenamiento jurídico.
Para defender las posturas abortistas se esgrime:
a) que no siendo persona el «nasciturus», porque sólo lo es el nacido, el aborto no puede ser calificado ni moralmente de ilícito ni criminalmente de delito;
b) que el «nasciturus» goza sólo de una vida «in fieri», sujeta a un proceso de hominización en la que el ser humano como tal sólo surge en la última etapa intrauterina;
c) que la colisión de derechos entre el «nasciturus» y la madre ha de resolverse a favor de la última, por ser superiores los de ésta a los de aquél;
d) que, en último término, no se trata de imponer el aborto, sino de respetar, en este campo como en tantos otros, la libertad de conciencia «pro elección» inherente a una sociedad democrática y pluralista.
Vamos a examinar la argumentación expuesta:
Durante el proceso ontogenético se dice no hay más que aquello que los romanos definieran como «pars» o «portio viscerum matris», es decir, un apéndice del organismo de la madre, de no mayor significación que cualquiera de sus órganos no vitales. La «cosa», por llamarlo de alguna manera, que la mujer guarda en su seno forma parte de su cuerpo, y no es más, al menos inicialmente, como ha escrito entre nosotros el profesor Gimbernat ordeig («Por un aborto libre», en «Estudios de Derecho Penal», pág. 43), que un coágulo de sangre, del que la mujer, como de algo propio y que le estorba, se puede libremente deshacer.
La verdad es que el fruto de la concepción no es «algo», sino que es alguien, no es «portium matris», sino que es un otro, un «tú» frente a un «yo», como asegura con acierto Julián Marías. Afirmar que la «cosa» no deviene persona hasta el momento de la separación total del seno materno ni siquiera se puede mantener en el campo de lo jurídico formal. Por ello, nuestro Código civil, sin perjuicio de establecer que el nacimiento confiere la personalidad, proclama que al concebido se le tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables (arts. 29 y 30), y no cabe la manor duda que la primaria aplicación de este tratamiento favorable consiste en proteger la vida del «nasciturus» («infans conceptur pro nato habetur») y no eliminarla, precisamente para que acquiera no el carácter de persona, biológicamente hablando que aquí no se discute, sino la personalidad, en la órbita acotada del derecho.
El fruto de la concepción, como dato científico experimental, constituye, por lo tanto, un ser nuevo (analizaremos má tarde si ese ser nuevo es tan sólo «spes hominis» o un hombre en desarrollo). Este ser nuevo tiene, y no cabe dudarlo, un vida dependiente, pero vida dependiente no quiere decir vida indiferenciada o confundida o identificada con la vida de la madre. La vida dependiente del «nasciturus» desde momento de la fertilización es una vida distinta, como prueban los hechos siguientes:
1) el fenómeno del rechazo subsiguiente a la implantación, que obliga al germen, por anidarse, a un esfuerzo increíble que conlleva la detenció del período materno;
2) la vitalidad del embrión, producto de las fecundaciones «in vitro», fuera del claustro materno
3) la necesidad de que los abortos voluntarios hayan d producirse no a través del organismo materno, sino mediate una actuación occisiva directa sobre el «nasciturus»;
4) invocación del embarazo para conseguir el retraso en aplicación de la pena capital en algunos ordenamientos juridicos;
5) el indulto que, por ejemplo, concedió Franco a varias mujeres terroristas condenadas a muerte, en atenciòn no a ellas, que la habían merecido, sino a las criaturas inocentes que llevaban en su seno;
6) el hecho de que canon 871, del nuevo Código de Derecho canónico, de 25 enero de 1983, ordene que «en la medida de lo posible, debe bautizar a los fetos abortivos, si viven» (la Congregación del santo oficio declaró, en 1870, que si la madre fallece se debe sacar al ser que lleva en su seno -cesárea «post mortem» para bautizarlo, cualquiera que sea el tiempo de la gestación).
Ahora bien, descartada la tesis de la «pars vis rum matris» y admitido que nos hallamos ante una vida nueva, cabe plantear si esa vida nueva, pendiente pero distinta, del «nasciturus» es, realmente y en todo momento, una vida humana, individualizada y personalizada, o se trata tan sólo de una «spes vitae» o «spes hominis», de una vida que por hallarse en gestación, «in fieri», o en proceso de hominización, no puede equipararse al hombre en acto o «in facto esse», exigiendo idéntica proteccion.
El tema, aunque supone una retirada de la primera línea, en la que se niega significación biológica diferenciada a la vida prenatal, no deja de ser apasionante, pues incide en la consideración que merece una vida diferenciada, que se admite, pero a la que se niega la calidad y la dignidad de vida humana propiamente dicha.
El tratamiento diferenciado del nacido y del «nasciturus», que hasta hace algún tiempo podía defenderse apoyándose en la incertidumbre teológico-moral derivada de un conocimiento reducido de la biología, se halla hay en día superado.
Ya no es posible salvo que se incurra en retraso científico defender las antiguas fórmulas del «corpus informatus» y del «corpus formatus», que permitieron sostener a santo Tomás («in generatione hominis prius est vivum, deinde animal, ultimo autem home», «summa Theologica», 2, 2, q. 64-1), entre otros, y siguiendo a Aristóteles, Hipócrates y Galeno, que en el proceso ontogenético la vida «in fieri» iba siendo animada por la infusión sucesiva, según el grado de desarrollo, de un alma vegetativa, primero, sensitiva, después, y humana más tarde. si ello fuese así, y podía, con presunción moral reputada como cierta, fijarse el momento de la animación humana, era lógico que la ilicitud moral y la sanción como delito del aborto fuera distinta según existiera o no alma humana en el «nasciturus» abortado. Tal era la tesis de la animación gradual, sucesiva o retardada, que se fijó para las mujeres a los 80 días, y en 40 para los varones, y su aplicación al derecho penal de la época en que dicha tesis imperaba. En este sentido, nuestro Fuero Juzgo castigó el aborto de la «spes hominis», es decir, del «nasciturus» sin alma humano, con la confinación, y la del «nasciturus» con alma humana, hombre en acto, con la pena de muerte a que se hacía acreedor el homicida.
Pero la ciencia biológica ha demostrado hasta la saciedad que la tesis de la animación gradual o retardada no es cierta, que en el proceso ontogenético no van apareciendo sucesivamente tres almas distintas, sino que el alma que infunde la vida al óvulo fertilizado es única, y que esa sola y única alma vitalizante del ser promueve su epigénesis o desarrollo durante la vida intrauterina, y después de ella hasta la muerte No habiendo, pues, como se ha escrito con acierto (Pauer «Temas candentes para el cristiano», Edit. Herder, Barcelona, 1976, pág. 22), modificaciones del ser, sino modificaciones de las manifestaciones del ser, el hombre es el mismo antes y después, «in radice» y «a posteriori», «ad ova usque ad mortem», y el código genético instalado en el germen garantiza la identidad de un sujeto «sari iuris», absolutamente irrepetible e infungible, que en la humanidad toda no encontrará otro que le sea igualable. Tal fue la postura de la animación inmediata de san Alberto Magno, y la que hay se fortalece con las aportaciones experimentales de biólogos genetistas En este sentido, el famoso «rey del aborto», el doctor Bernard Nathanson, ha dicho «Dramáticamente tengo que reconocer que el feto no es un trozo de cama, sino un paciente»; el profesor Jerome Lejeune ha escrito que «no es una afirmación metafísica, sino, simplemente, una verdad experimental, que con la fecundación un nuevo ser viene a la existencia», y Jiménez Vargas y López Garcia («¿qué se llama aborto?», Edit. Magisterio Español, Madrid 1975, pág. 48) aseguran que «desde la fertilización esta viviendo una persona humana (y) que si el comienzo de la vida no se sitúa en la fecundación, no queda referencia ninguna para concretar en qué momento se produce».
En esta línea de pensamiento se pronuncian una serie larga de declaraciones médicas, políticas y morales, de la que entresacamos las siguientes:
Declaraciones médicas
La Real Academia Española de Medicina, en Conclusión de 10 de abril de 1973, proclama: «Prescindiendo de toda razón moral y teológica, sólo desde el punto de vista de la biología, el huevo fecundado es una vida independiente y dotada de individualidad propia. Desde el punto de vista biológico, pues, cualquier práctica abortiva, por temprana que sea, debe ser considerada como un homicidio »
El Código Deontológico de la profesión médica española prescribe, en su artículo 114, que «el médico está obligado a respetar la vida humana en gestación».
Las Resoluciones de Ginebra, de 1948, y de oslo, de 1970, de la Asociación Médica Mundial, desean que cada facultativo se comprometa a guardar «respeto absoluto a la vida humana desde la concepción».
La Conferencia International sobre el aborto, celebrada en Washington en 1967, declara que «entre la fecundación y el nacimiento no hay instante precise en el cual pueda decirse que no hay vida humana (y que) los cambios hasta el adulto son grados diversos de desarrollo y maduración»
Declaraciones politicas
La Resolución de 4 de octubre de 1982, del Consejo de Europa, subraya que «la ciencia y el sentido común prueban que la vida humana comienza en el momento de la concepción y que en ese mismo momento están presentes en potencia todas las propiedades biológicas del ser humano»
La «Declaración de los derechos del niño no nacido», de 6 de octubre de 1979, de la Asamblea del Parlamento Europeo, reza así: «La ciencia biológica y genética establece que la vida de cada ser humano, con todas sus características propias, empieza desde el momento de su concepción (estando de acuerdo al afirmarlo así) no sólo los que reconocen la vida como un don de Dios, sino también... aquellos que no comparten esta convicción.»
Declaraciones morales
«Casti Connubii» habla del «delito gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole encerrada en el claustro materno» (número 23).
«Humanae vitae», en su número 14, declara ilícita «la interrupción directa de la generación ya iniciada y sobre todo el aborto directamente querido y procurado».
«Mater et Magistra» señala que «la vida humana es sagrada desde que aflora».
«Gaudium et spes» (51,3) dice que «la vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables».
La Declaración de la Congregación para la doctrina de la fe, de 5 de mayo de 1980, subraya que «nada ni nadie puede autorizar la supresión de la vida de un ser humano inocente, feto o embrión. Habría en ello una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona humano, un crimen contra la vida, un atentado contra la humanidad».
Pío XII, con la transparencia de su pensamiento clarividente, proclamó «hasta que un hombre no es declarado culpable, su vida es intocable, y, por tanto, es ilícito cualquier acto que tienda directamente a destruirla (aunque se trate de una vida embrional)»; «la vida humana inocente... está sustraída desde el primer instante de su existencia a cualquier ataque voluntario y directo. Este es un derecho fundamental de la persona humana válido... para la vida escondida en el seno de la madre» (12-XI-1944).
Juan Pablo II, con apostólica insistencia, ha dicho: «si se rompe el derecho del hombre a la vida en el momento en que empieza a ser concebido en el seno materno se ataca indirectamente todo el orden moral» (8-VI- 1979; 7-X- 1979; 19II-1981); «la vida humana es sagrada... desde el momento de la concepción hasta el último instante de la existencia natural» (26-IV-1980); «si desde el momento de la concepción... toda vida humana es sagrada ., todo aquel que intente destruir la vida humana en el seno materno no solamente viola la sacralidad de un ser humano... oponiéndose así a Dios, sino que también ataca a toda la sociedad minando el respeto por toda vida humana» (l9-II-1981); «quien negare la defensa a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. se minaría el mismo fundamento de la sociedad. ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega, incluso, a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas?» (Alocución en Madrid, plaza de Lima, de 2-XI-1982).
Por su parte, en los textos sagrados hay tres auténticas joyas sobre el tema que nos ocupa, el del Exodo (21,22), que prescribe: «si algunos riñeren e hirieren a una mujer embarazada y ésta abortara, pagará vida por vida»; el de Job (31,15): «in utero fecit me», y el del salmo 139: «Tu me hiciste en el vientre de mi madre. Mi embrión vieron tus ojos.»
Finalmente, tanto el antiguo como el actual Código de Derecho Canónico comparten la misma idea y recordando, sin duda, la carta de san Bernabé, en la que leemos «no matarás a tu hijo en el seno de la madre» (Libro de Horas, III, pág. 376), castigan con la pena de excomunión a los que procuran y no solamente realizan materialmente el aborto; el primero, en su Canon 2350, al decir: «procurantes abortum, matre non excepta, incurrunt, effectu secuto, in excomunicationem latae sententia ordinario reservatam», y el segundo, en su Canon 1398, conforme al cual «qui abortum procurat, effectu secuto, in excomunicationem latae sententiae incurrit». *
Autorizada la reproducción total o parcial de estos documentos siempre citando la fuente y bajo el criterio de buena fe.