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Las Luchas de Hispanoamérica
Todos los países de
Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales, aparte
de la suya. La una es Rusia, la Rusia soviética; la otra, los
Estados Unidos. Hoy es Guatemala; ayer, Uruguay; anteayer, el
Salvador; mañana, Cuba; no pasa semana sin noticia de disturbios
comunistas en algún país hispanoamericano. En unos los fomenta
la representación soviética; en otros, no. Rusia no la necesita
para influir poderosamente sobre todos, como sobre España desde
1917. Es la promesa de la revolución, la vuelta de la tortilla,
los de arriba, abajo; los de abajo, arriba; no hay que pensar si
se estará mejor o peor. Sus partidarios dicen que tenemos que
pasar quince años mal para que más tarde mejoren las cosas.
Sólo que no hay ejemplo de que las cosas mejoren en país alguno
por el progreso de la revolución. Sólo mejoran donde se da
máquina atrás. La revolución, por sí misma, es un continuo
empeoramiento. No hay en la historia universal un solo ejemplo
que indique lo contrario.
Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general,
y de los empréstitos, particularmente. Algunos periódicos se
quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de
Washington, sobre la contratación de empréstitos para países
de la América hispánica, hayan descubierto que algunos bancos
de Nueva York han impuestos reformas fiscales y administrativas,
que varias repúblicas aceptaron. Ningún escrúpulo se había
alzado contra la ingerencia de los banqueros norteamericanos en
la vida local. Los banqueros se han convertido en colegisladores.
Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que
todavía hace falta apretar mucho más las clavijas de los
países contratantes, si han de evitarse suspensiones de pagos, y
eso que las últimas falencias hispanoamericanas más se deben al
acaparamiento del oro por los Estados Unidos y Francia, que a la
falta de voluntad de los deudores.
He ahí, pues, dos grandes señuelos actuales. Para las masas
populares, los inmigrantes pobres y las gentes de color, la
revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los
empréstitos norteamericanos. De una parte, el culto de la
revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es
verdad que los Estados Unidos y Rusia son, por lo general,
incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es
la supresión de los valores espirituales, por la reducción del
alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, su
monopolio, por una raza que se supone privilegiada y superior.
Rusia es la abolición de todos los imperios, salvo el de los
revolucionarios; los Estados Unidos, al contrario, son el imperio
económico, a distancia. Dividida su alma por estos ideales
antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos
no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad. No
podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les
trate como a repúblicas de "la banana". Tampoco con la
revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se
mantiene. El Fuero Juzgo decía magníficamente que la ley se
establece para que los buenos puedan vivir entre los malos. La
revolución, en cambio, se hace para que los malos puedan vivir
entre los buenos.
De cuando en cuando se alzan en la América voces apartadas,
señeras, que advierten a sus compatriotas que no debían de ser
tan malos los principios en que se criaron y desarrollaron sus
sociedades, en el curso de tres siglos de paz y de progreso. A la
palabra mejicana de Esquivel Obregón responde en Cuba la de
Aramburu, en Montevideo la de Herrera y la de Vallenilla Lanz en
Venezuela. Son voces aisladas y que aún no se hacen pleno cargo
de que los principios morales de la Hispanidad en el siglo XVI
son superiores a cuantos han concebido los hombres de otros
países en siglos posteriores y demás por venir, ni tampoco de
que son perfectamente conciliables con el orgullo de su
independencia, que han de fomentar entre sus hijos todos los
pueblos hispánicos capaces de mantenerla. En página que siguen
hemos de mostrar la fecundidad actual de esos principios. Hay una
razón, para que España preceda en este camino a sus pueblos
hermanos. Ningún otro ha recibido lección tan elocuente. Sin
apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos
dominios no se ponía el sol. Pero se le nubló la fe, por su
incauta admiración del extranjero, perdió el sentido de sus
tradiciones y cuando empezaba a tener barcos y ha enviar soldados
a Ultramar se disolvió su Imperio, y España se quedó como un
anciano que hubiese perdido la memoria. Recuperarla, ¿no es
recobrar la vida? *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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