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La "política indiana"
A la obra de los extraños ha
de irse añadiendo, como es natural, la de los propios. El
esfuerzo gigantesco de Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha
de ser estéril. La traducción de las Relecciones del padre
Vitoria ha revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en
que los españoles éramos originales y señalábamos direcciones
nuevas al pensamiento universal. Lo extraordinario es que hayan
pasado siglos enteros en que estuvo olvidado en España el nombre
de Francisco de Vitoria, porque el creador del derecho
internacional no era tan solo un pensamiento alado y rápido,
certero y genial, sino que por tal fue reputado y por maestro
inimitable le tenían los letrados de los siglos XVI y XVII.
Olvidarnos los españoles de Vitoria es como si los ingleses
prescindieran de Bacon o los franceses de Descartes o los
alemanes de Leibnitz.
La Compañía Iberoamericana de Publicaciones reimprimió no hace
mucho un libro que por sí mismo se bastaría, no ya a justificar
la existencia de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones
como casa editora, sino la de España como nación: la
"Política Indiana", de Solórzano Pereira. Ningún
hombre culto pasará un par de días en hojearlo sin que se le
esclarezca el sentido histórico de España. Es toda una
enciclopedia de nuestro sistema colonial, escrita por un hombre
de saber más que enciclopédico, porque lo orientan e iluminan
la fe y el patriotismo. "La conservación y el aumento de la
fe es el fundamento de la Monarquía", dice sencillamente al
comenzar la parte que dedica a las cosas eclesiásticas y
Patronato Real de las Indias. El libro está hecho por una cabeza
nacida expresamente para el trabajo intelectual. Diríase que el
autor ha tenido tres o cuatro vidas y que ha dedicado todas
ellas, por partes iguales, al estudio de los libros y a la
observación de la realidad. Buena parte de la fama de sabio de
Montaigne se debe a las dos mil citas de clásicos que hay en sus
"Ensayos". Las que hace Solórzano en los cinco
volúmenes de su obra no bajaran de veinte mil. Y estas citas no
son alarde vano de personal erudición, sino el método mismo de
la obra. Se trata de un libro de Derecho, como lo dice su título
en la lengua latina en que primeramente se escribió: "De
indiarum jure". Según la concepción predominante en los
tiempos modernos, el Derecho no es sino la expresión de la
voluntad soberana, sea del rey, del Parlamento o de quien fuere,
por lo que la misión del jurista se reduce a buscar el lugar en
donde esa voluntad se hace explícita y mostrar su vigencia. En
cambio, para el antiguo espíritu español, el Derecho no era
hijo de la voluntad, sino de la inteligencia. No era una voluntad
quien lo declaraba en primer término, sino la inteligencia la
que descubría la "ordenación racional enderezada al bien
común", que es la definición que Santo Tomás había dado
del Derecho. Y para hacer ver que su entendimiento no se
equivocaba, el jurista debía compulsar su propio juicio con el
de los expertos, y mostrar el acuerdo de su criterio, con las
respuestas de los prudentes ("responsa prudentium") del
Derecho romano, cuya prudencia, a se vez, se contrastaba con la
de los grandes escritores y moralistas de las lenguas clásicas,
los Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras.
Hay, además, en este libro la defensa de la obra de su patria.
Lo escribe un hombre que sabía muy bien que en el extranjero se
propagaba ya que España "va de caída" y que no podía
cerrar los ojos al espectáculo de despoblación y pobreza que en
tiempos de Felipe IV ofrecía la Península, pero que hallaba su
consuelo en el progreso y prosperidad de las razas de América,
obra de España, por lo que escribía con patriótico y legítimo
orgullo hablando de su libro:
"Donde justamente encarezco el cuidado y vigilancia en
procurar la salud y defensa corporal de los indios, y en
despachar y promulgar casi todos los días leyes y penas
gravísimas contra los transgresores obrando en esta parte cuanto
pudo y puede alcanzar la prudencia y providencia humana, y
apresurando e igualando los castigos con los excesos, que es solo
el modo que se halla para enmendarlos."
Y para demostrar que en este punto no sufría variantes la
política de los reyes de España, se refirió a la Real Cédula
del 3 de julio de 1627, en la que, no contento don Felipe IV con
las penas y apercibimientos de su Real Supremo Consejo de las
Indias, para que se quitasen y castigasen las injurias y
opresiones a los indios, "puso de su real mano y letra las
palabras siguientes: Quiero me deís satisfacción a Mí y al
mundo del modo de tratar ese mis vasallos, y de no hacerlo (con
que en repuesta de esta carta vea Yo executados exemplares
castigos en los que hubieren excedido en esta parte) me daré por
de servido. Y aseguraos que, aunque no lo remediéis, lo tengo de
remediar, y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones
de ésto, por ser contra Dios y contra Mí, y en total
destruición de esos Reynos, cuyos naturales estimo, y quiero
sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la
Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado."
La "Política Indiana" no puede compendiarse, porque es
tan esencial en ella la meticulosidad en los detalles como la
grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que
fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el
celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza.
La primera de todas, las instrucciones que los Reyes Católicos
dieron a Colón, en la primera de sus expediciones,
encomendándole la conversión a la fe de los moradores de las
tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate
"muy bien y amorosamente a los dichos indios". Lo mismo
dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de 1493. Al
conceder el señorío de las nuevas tierras a los Reyes de
Castilla y León, el Papa les manda enviar hombres buenos y
sabios, que instruyan a los naturales en la fe y les enseñen
buenas costumbres. Confirma este propósito el testamento de
Isabel la Católica. "Nuestra principal intención" fue
convertir los pueblos de las nuevas islas y tierra firme a
"Nuestra Santa Fe Católica". Y lo mismo repiten, en
infinitas cédulas y ordenanzas, todos los reyes españoles,
encareciéndolo a sus virreyes con toda clase de amenazas para
los desobedientes.
No puede darse cordura mayor que la de Solórzano al tratar el
problema de los indios. Lejos de compartir las ilusiones del
padre Las Casas, se da cuenta de que se trata de "criaturas
miserables" dignas, por ello, de nuestra compasión, lo que
no le impide afirmar, sin ambages que: "pues las fieras se
amansan, los indios se harán políticos", porque: "la
educación excede a la naturaleza". No puede darse tampoco
fe más plena en la capacidad de los indios para el progreso. Lo
mismo opina de los mestizos, mulatos y zambos. Solórzano se da
cuenta de sus vicios, de sus debilidades, de la inmoralidad que
se sigue a la ilegitimidad del nacimiento de muchos de ellos.
Señala prudentemente el matrimonio como el camino más seguro
para su dignificación como raza, aunque también reconoce a los
hijos naturales la posibilidad de la virtud. Y en cuanto a los
criollos, cuya capacidad pretendían negar algunos españoles, no
puede darse defensa más cumplida que la que hace Solórzano de
los muchos que en el Perú había conocido, tan significados por
sus virtudes y talentos como los mejores europeos.
Su tratado de las Encomiendas destruye la leyenda que ha querido
contraponer la bondad y abnegación de los misioneros a la
codicia y crueldad de los encomenderos. Las encomiendas fueron
nuestro feudalismo, es decir, una escuela de lealtad y de honor,
al mismo tiempo que el brazo secular para el adoctrinamiento de
los indios. En el libro que dedica al régimen de la Iglesia en
América se ha podido ver como un intento de convertir el
Patronato de los reyes españoles -con el derecho anejo de
nombrar Arzobispos, Obispos, Prebendados y Beneficiados, que les
había conferido la Bula de Julio II el 5 de agosto de 1508-, en
un Vicevicariato, que, naturalmente, no podía reconocer el
Vaticano, porque a los reyes piadosos y celosos de la fe podían
suceder otros que entregaran el gobierno de sus reinos a hombres
como el conde de Aranda y Roda, más amigos de Voltaire y de
Rousseau que del Cristianismo. Pero el hecho de que el más
voluminoso de los Tratados de Solórzano se dedique al régimen
eclesiástico da por sí solo carácter a nuestra dominación en
América.
El Tratado de la gobernación secular muestra la escrupulosidad
con que se atendía a la Administración de justicia. La
institución de los visitadores y de los juicios de residencia a
virreyes y oidores, al cesar en su cargo, corrobora ese celo. El
propio Solórzano es en sí mismo ejemplo del cuidado con que se
atendía a la formación y preparación de hombres públicos que,
después de haber descollado en los estudios universitarios y de
pasar sus buenos años en América, pudieran dar al Consejo de
Indias la plena sazón de sus experiencias y talentos. Lo que no
hay en la obra de Solórzano es un tratado militar de la defensa
de las Indias, y sí solamente un capítulo en que se dice:
"Que si se considera las historias, más lugares y
provincias se hallará haber perdido Gobernadores de capa y
espada que letrados". Y es que la dominación española en
América vino a ser un Imperio romano sin legiones, porque la
defensa del país estaba principalmente comisionada a los
encomenderos, y los militares no aparecen sino en pequeño
número en los años de la conquista y en número mayor cuando el
Nuevo Mundo se separó de la Metrópoli.
Es imposible leer "La Política Indiana" sin
estremecerse ante la fuerza intelectual y la energía moral que
revela, no sólo en el autor, sino en el pueblo y en el régimen
de que es intérprete oficial. Se me ha escapado ya la
comparación con el Imperio de Roma. Ante la obra de Solórzano
se comprende mejor a Maine, cuando termina sus ensayos de
derechos romanos afirmando que las dos materias de pensamiento
que hay capaces de emplear todas las facultades y potencias del
espíritu humano son las investigaciones metafísicas, que no
tienen límite, y las del Derecho, que son tan extensas como los
negocios del género humano. Muchos críticos han dicho que las
energías mentales del mundo civilizado quedaron paralizadas
desde que terminó la era de Augusto hasta que surgieron las
polémicas del Cristianismo. Maine protesta del aserto y dice que
lo que sucedió fue que las provincias orientales del Imperio se
dedicaron a la metafísica, mientras que las occidentales
encontraron en el estudio y práctica del Derecho "una
ocupación capaz de compensarlas de la ausencia de cualquier otro
ejercicio mental y puedo añadir que los resultados obtenidos no
fueron indignos del trabajo continuo y exclusivo que se empleó
en producirlos".
Lo mismo podemos decir los españoles e hispanoamericanos al leer
a Solórzano. Su "Política Indiana", antes de que la
Compañía Iberoamericana de Publicaciones la editara, era una
obra agotada y conocida solamente por los especialistas de
estudios americanos, a pesar de lo que dice Ricardo Levene sobre
la influencia que ejerció entre los próceres de la
Independencia. En regla general puede decirse que nuestros
hombres cultos no han oído ni el nombre de don Juan de
Solórzano Pereira. No importa. En su obra se cuenta que al
advertir los indios mensajeros que los españoles distantes y
ausentes se entendían por lo que iba escrito en las cartas,
creyeron eran éstas alguna cosa vivas. Tenían razón, en cierto
modo. Y hay papeles que no sólo son vida, sino algo superior. La
"Política Indiana" es vida y algo más. Al tropezarse
con Solórzano han de sentir los hombres cultos que también por
los pueblos hispánicos ha soplado el espíritu, y no sólo en
las cabezas privilegiadas, sino en su régimen, en sus
instituciones, en su obra colectiva. Y entonces se evidencia
que...*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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