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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

La historia de España en el extranjero

Don Julían Juderías publicó la primera edición de "La Leyenda Negra" a principios de 1914, inspirado en un sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los prejuicios protestantes, primero, y revolucionarios, después, crearon y mantuvieron la leyenda de una "España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas y enemiga del progreso y de las innovaciones"; y como este concepto ofendía su patriotismo, el Sr. Juderías escribió su obra con el modestísimo propósito de mostrar que sólo habíamos sido intolerantes y fanáticos cuando los demás pueblos de Europa también "habían sido intolerantes y fanáticos", y que, merecedores de "la consideración y el respeto de los demás", teníamos derecho a que, cuando se nos estudiara, se hiciera seriamente "sin necios entusiasmos y sin injustas prevenciones", como había pedido Morel-Fatio. El Sr. Juderías no podía sospechar entonces que empezaba para los grandes pueblos extranjeros: Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos -que la mayoría de los españoles cultos veneraban como a dioses potentes y sabios- un proceso de crisis, de angustia, de inseguridad, de crítica profunda, de completa revisión de valores, en que tenía que rehacerse también su concepto de la España histórica, porque del mismo modo que nuestro fracaso había sido su éxito, sus perplejidades implicaban el comienzo de nuestra reivindicación.

La segunda edición de "La Leyenda Negra" se publicó en el año 1917. El prólogo está fechado precisamente en marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a liquidarse la Revolución, con mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el significado de la revolución rusa, porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años de esclavitud y de miseria el pueblo de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes hambres que se anuncian, lo que ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus buenos siglos por alejar de sí los fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma no puede ya merecer otro juicio que el obra previsora y benéfica. Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es posible que los extranjeros elogien de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros mismos, nuestro arte barroco, que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos, que defiendan, en suma, nuestra historia más decididamente que nosotros.

Tengo sobre la mesa de trabajo la "Historia de España", del académico francés M. Bertrand; la "Isabel la Católica", del inglés Mr. W. T. Walsh; el "Felipe II", del inglés David Loth; "Libertad y Despotismo en la América española", del inglés Cecil Jane, que viene a ser una paráfrasis de aquel opúsculo maravilloso sobre: "El fin del Imperio español en América", del cónsul francés Marius André. ¿Qué valor puede tener esta reivindicación de los valores históricos de España que se hace en el extranjero, y especialmente en Francia e Inglaterra, que tanto han hecho por obscurecerlos y denigrarlos? ¿Es que no somos ya por un peligro para nuestros seculares enemigos? Así es, en efecto; no lo somos, pero ello realza el valor científico de estas obras. Si fuéramos una gran potencia actual no se hablaría de nosotros con la palabra ecuánime en que se escriben estos libros. Un elogio de Alemania por un francés o de Francia por un alemán ha de ser inevitablemente polémico, lo que hará, en la mayoría de los casos, menos veraz que estas historias.

La de Bertrand pinta a España esencialmente como la campeona de la Cristiandad frente al Islam. En estos años nos habíamos acostumbrados a leer en libros y periódicos desaforados elogios de los árabes. Los españoles cristianos, según ellos, fueron unos bárbaros, cuya intransigencia les había impedido fundirse con sus compatriotas moros, compatriotas tan españoles como los cristianos, según estos arabizantes, pero infinitamente más tolerantes y civilizados. La historia de M. Bertrand, que ha pasado buena parte de su vida entre los moros y españoles de Argelia, vuelve a poner las cosas en su punto. Los árabes, a pesar de sus grandes poetas y místicos, fueron unos salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por ellos: sirios, egipcios, persas y españoles. Su crueldad fue siempre tan notoria como la relajación de sus costumbres. Y en el siglo XV, cuando los echamos de Granada, nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros sentimientos europeos como ocho siglos antes, al entrar en España. Con lo que M. Bertrand viene a reforzar el concepto tradicional que los españoles tenemos de los moros, pero que los extranjeros -y algunos compatriotas- querían desvirtuar.

Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición. En su libro sobre Isabel, Mr. Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200.000 judíos practicantes y unos tres millones de judíos conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica, aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los turcos. El pueblo se revolvía contra ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo sobre los practicantes que sobre los conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los israelitas y evitar que las iras populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel lo pensó mucho. Sabido es lo que hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos sinceros de los insinceros, encomendó las averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.

A Felipe II se le trató en su tiempo como el "demonio del Mediodía" y la "araña del Escorial". El libro de David Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le falta vuelo imaginativo para entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para sentir el espíritu español, que estaba creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano excepcionalmente bondadoso para todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con absoluta abnegación, demasiado lento en adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso ¿No es ésta una figura de que debemos enorgullecernos? ¿Que sacrificó el interés egoísta de España a la Contrarreforma? Perfectamente; la gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse que el protestantismo venciera en toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países, porque, como ha dicho recientemente un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que pudiera verse con toda claridad que el protestantismo conduce al paganismo.

Y en cuanto a las guerras de la independencia de América, que hasta ahora se nos definían como un episodio en la lucha de la revolución contra la reacción y del progreso contra la barbarie, los libros de André y de Jane demuestran que en ellas combatieron principalmente los hispanoamericanos por los principios españoles de los siglos XVI y XVII y contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III.

Ahora bien: estas cosas no ocurren sin motivo. Que en Francia e Inglaterra se reivindiquen los principios de la Hispanidad, cuando España misma parece avergonzarse de ellos, sería inexplicable si no fuera porque la razón de ser de la Historia es la perenne necesidad de realzar valores que se habían negado o relegado a segundo término y de rebajar otros injustamente ponderados.

Si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo XVI es porque creyó en la verdad objetiva y en la verdad moral. Creyó que lo bueno debe ser bueno para todos, y que hay un derecho común a todo el mundo, porque el favorito de sus dogmas era la unidad del género humano y la igualdad esencial de los hombres, fundada en su posibilidad de salvación. En los siglos XVIII y XIX han prevalecido las creencias opuestas. Por negación de la verdad objetiva se ha sostenido que los hombres no podían entenderse. En este supuesto de una Babel universal se han fundamentado la libertad para todas las doctrinas y, así postulada la incomprensión de todos, ha sido necesario concebir el derecho como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien común.

Ello ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos. En lo interno, a la guerra de clases; en lo exterior, a la guerra universal, seguida de la rivalidad de los armamentos, que es la continuación de la guerra pasada y la preparación de la venidera. Y como la España del siglo XVI, frente a este caos, representaba, con su Monarquía católica, el principio de unidad -la unidad de la Cristiandad, la unidad del género humano, la unidad de los principios fundamentales del derecho natural y del derecho de gentes y aun la unidad física del mundo y la de la civilización frente a la barbarie-, los ojos angustiados por la actual enciérrense de los pueblos tienen que volverse a la epopeya hispánica y a los principios de la Hispanidad, por razones análogas a las que movieron a la Iglesia durante la Edad Media, a resucitar, en lo posible, el Imperio romano, con lo que fue creado el Sacro Romano Imperio, en la esperanza de que se sobrepasará a las arbitrariedades de pueblos y de príncipes.

No se rehizo la Roma antigua, sino que se elaboró un mundo nuevo, porque así procede la civilización; para crear el porvenir se inspira en el pasado. Y es que la Historia es el faro de la Humanidad. De cuando en cuando los ojos de un profeta rasgan el velo del futuro para revelarnos algún aviso de la Providencia. A los hombres normales el porvenir es un misterio impenetrable. Por eso nos orientamos en la Historia. Y es que no nos movemos meramente por impulsos ciegos, sino por deseos, que llamamos ideales, porque para desear hay que tener idea de lo deseado y aun de lo deseable. Como el porvenir no nos la da, habremos de buscarla en los ejemplos del pasado
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