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Contra moros y judíos
Si nos creemos inferiores a
otros pueblos, es por ignorancia de nuestra Historia. Cuando
ésta nos muestre la perspicacia de nuestros genios, el
magnífico sentido de justicia de nuestra instituciones
tradicionales, el espíritu moral de nuestra civilización, las
mentes escogidas pensarán, con Menéndez y Pelayo, que la
extranjerización de nuestras almas es la razón de nuestra
decadencia. Al revés de los norteamericanos de vieja cepa,
enteramente dedicados en estos años, según nos los pinta André
Siegfried, a defenderse de los gérmenes heterogéneos:
católicos, judíos y aun orientales, que sienten crecer en su
seno y contradicen su tradición, los españoles e
hispanoamericanos se dieron sin reservas, a partir del siglo
XVIII, a la admiración de lo extranjero y, a pesar de las
protestas de Menéndez y Pelayo y de los tradicionalistas, no
habrían cejado en este enajenamiento, si no fuera porque los
países que quieren imitar han caído en situación tan
deplorable, que ya no pueden servir de modelo ni suscitar
envidias.
De otra parte, esa extranjerización nuestra ha sido puramente
accidental. No pudo evitar la Casa de Austria que Francia se
constituyera como gran Estado nacional, y consecuencia de su
fracaso fue el cambio de dinastía, el afrancesamiento de la
corte y de la aristocracia y, más tarde, el de nuestros
intelectuales. Pero la merecida quiebra de la política
antifrancesa de los Austria no quiere decir que los franceses nos
fueran superiores, como tampoco el hecho de que los indios de
América se dejasen matar por el "vaho" de los
españoles significa que sean incapaces de civilización, sino
que sus cuerpos no estaban habituados a los microbios de las
enfermedades que resistían nuestros hombres. Ya se han
habituado, y ahora hay probablemente más indios en América que
cuando la conquista; algunos españoles hemos aprendido a
defendernos de las tendencias extranjerizadoras; lo que fue, en
un momento dado, razón de inferioridad, no necesita serlo
siempre. Si nuestro espíritu universalista, nos permitió creer
en la superioridad de otros países, ese mismo espíritu nos
hará volver en nosotros mismos, cuando esos pueblos se nos
muestren incapaces de salir de los egoísmos que originan su
parálisis económica y su descrédito progresivo.
El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra
los moros y contra los judíos. Frente al fatalismo musulmán se
ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del
hombre, de su capacidad de conversión. No digo con ello que
entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas de las
nuestras sobre el libre albedrío. En la práctica, no cabe duda
de que los musulmanes atribuyen menos valor a la voluntad humana
que nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se
habla del fatalismo musulmán. "Islam", según
Spengler, "significa precisamente la imposibilidad de un yo
como poder libre que se enfrente al divino". Y yo no soy
entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que
"islam" es el infinitivo, y "muslim", el
participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar
algo o alguien a otro, es decir, volverse completamente a Dios en
la oración o en el culto, con exclusión de todo otro objeto, lo
que confirma lo que dice Spengler, si ya no lo corroborasen a
diario el abandono de los mahometanos y la práctica de sus
instituciones fundamentales, como la administración de justicia.
Es sabido, en efecto, que en los países mahometanos no se
persigue el robo o el homicidio, sino a instancias de parte, y si
el perjudicado perdona el delito, perdonado queda. En general se
perdona mucho, setenta veces siete, porque Alah es esencialmente
el Compasivo, el Misericordioso. Nuestras leyes exigen a los
hombres cierta medida de perfección. Por lo menos, no han de ser
ladrones; no han de ser homicidas. Esta exigencia es la
expresión de nuestra creencia en la capacidad de bondad de los
hombres, en su libertad fundamental. Por eso castigan los
Tribunales a los culpables, aunque los directamente perjudicados
los hayan perdonados. Apreciamos las circunstancias atenuantes,
pero suponemos que los hombres pueden siempre sobreponerse a
ellas para dejar de cometer un crimen. El Islam concede más
importancia que nosotros a las circunstancias y menos a la
libertad del hombre. En su perdón va envuelta la creencia de que
el acusado no ha podido proceder de otro modo. Nosotros en
cambio, frente al imperio de las circunstancias, que es el de
Dios, afirmamos la libertad del hombre, porque la libertad del
español es la capacidad de hacer el bien, la que el Señor nos
prometió cuando nos dijo que la verdad nos hará libres,
explicándonos inmediatamente después que ello significa
libertarse de la servidumbre del pecado.
Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la
tierra, se forjó nuestro sentimiento de catolicidad, de
universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es
mantener la pureza de la raza. No es verdad que los judíos
constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una
raza. Creen en su propia sangre y no en ninguna otra. Son la raza
más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse
con las otras desde los tiempos de Esdras, a quien llamaban los
hebreos "príncipe de los doctores de la ley", y en
cuyo libro de la Biblia puede verle el lector rasgándose las
vestiduras de indignación al oír que los judíos se habían
casado con gentiles, por lo que les dice que las otras tierras
son inmundas: "Y, por tanto, no deís vuestras hijas a sus
hijos, ni recibáis sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis
jamás su paz ni su prosperidad" (IX, 12), y, finalmente les
exhorta a que: "Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios,
que echaremos todas las mujeres (extranjeras) y los que de ellas
hayan nacido" (X, 3).
La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término,
es que no quieren prosélitos. Cuenta Israel Friedlander que,
cuando se admitieron, fue siempre: "Bajo la condición
expresa de que con ello abandonaban el derecho a ser judíos de
raza". Por esta causa fueron rechazados los samaritanos, que
profesaban su religión, pero que no procedían de su sangre. Y,
de otra parte, un judío sigue siendo judío cuando abjura de su
fe. Por ello precisamente nos obligaron a establecer la
Inquisición. No podíamos confiarnos en su conversión supuesta,
porque la Historia enseña que los judíos pseudocristianos,
pseudopaganos o pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así les
convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en
cuanto se les presenta ocasión favorable, y aunque tengan que
esperarla varias generaciones. Cuenta el historiador Walsh, que
en 1284 pagaron a Castilla 853.951 judíos varones y adultos el
impuesto de tres maravedises por cabeza, lo que indica que el
número total de judíos era de cuatro a cinco millones, en una
población total que se calcula en 25 millones de habitantes, y
que la peste negra redujo a la mitad.
Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se
mezcló con los españoles, no tardó su ortodoxia en volver,
como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación
de razas. Son el ejemplo que ofrecen los mejores antropólogos
para demostrar que el influjo de la herencia es más poderoso que
la adaptación al medio en el destino de una raza. Cuando abri-
gaban el intento de alzarse con España, no era para convertirnos
a su religión o igualarnos a ellos, sino para poder cumplir
mejor con los preceptos del "Deuteronomio", que
establece, de una vez para siempre, la duplicidad de su moral:
"Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado
de ninguna". "Al extraño cobrarás intereses; al
hermano no se los cobrarás". Y fue por la repulsión que
produjo esta doble moral entre los españoles, a medida que se
fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su
intentó de alzarse por Israel con la Península. San Pablo lo
había dicho ya: "et omnibus hominibus adversantur" (y
son enemigos de todos los hombres) (I. Tes. 2, 15).
Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo
tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su
contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono
de los moros, apenas interrumpido de cuando en cuando por
rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por
reacción la firme convicción que el español abriga de que
cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino,
según el concepto de Cervantes. El exclusivismo israelita es, en
cambio, lo que ha arraigado en su alma la convicción de que no
hay razas privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo
que cualquiera otra. Estos dos principios son grandes y ciertos,
y por serlo hemos podido propagarlos por todos los pueblos que
han estado bajo nuestro dominio. Pero acaso no sean suficientes
para el éxito, porque no han evitado que cayéramos en la
superstición de valorar exageradamente las cosas extranjeras, en
detrimento de las nuestras. Todos los pueblos hispánicos hemos
padecido y seguimos padeciendo eso que ahora se llama
"complejo de inferioridad", que ha constituido positiva
amenaza para nuestra independencia. En vista de lo mucho que
admirábamos a Francia, creyó Napoleón que era fácil empresa
conquistarnos. Y no me cabe duda que durante muchos años se ha
cometido en Washington el mismo error respecto de los países
hispanoamericanos que Napoleón acerca de España.
Espero que para estas fechas se estará disipando, y que a ello
obedece la retirada de tropas norteamericanas de Nicaragua y
Santo Domingo y, en parte, la concesión de la independencia a
Filipinas. Y es que, en tanto que se nos respete nuestro derecho,
podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielo, pero en
cuanto otro pueblo nos quiere atropellar, en nombre de una
pretendida superioridad, se nos sale de lo más profundo del
espíritu ese concepto de libre albedrío y de igualdad esencial,
que hemos ido elaborando en el curso de siglos de lucha,
advertimos que nuestros principios son superiores a los de los
extraños, y oponemos al atropello una resistencia que hace vana,
por demasiado costosa, cualquier tentativa de sojuzgarnos,
incluso, como se está viendo en esta temporada, la del
imperialismo económico y la explotación a distancia, porque por
mucho que valgan los intereses de la casa Guggenheim en Chile,
costaría mucho más a los Estados Unidos invadir Chile y lograr
por la fuerza de las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio
que pensaba.
Por eso no es ya tanto de temer que a los países hispánicos se
los conquiste con ejércitos y escuadras, como que ellos se dejen
caer en el naturalismo, que es el letargo del espíritu.
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"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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