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La vuelta del pasado
Ante el fracaso de los países
extranjeros, que nos venían sirviendo de orientación y guía,
los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que preguntarse
lo que son, lo que anhelaban, lo que querían ser. A esta
interrogación no puede contestar más que la Historia.
Pregúntese el lector lo que es como individuo, no lo que él
tenga de genérico, y no tendrá más remedio que decirse:
"Soy mi vida, mi historia, lo que recuerdo de ella." El
mismo anhelo de futuro que nos empuja todo el tiempo no podemos
decir si es nuestro, personal o colectivo o cósmico. ¿Cuál no
será entonces la sorpresa de los pueblos hispánicos al
encontrar lo que más necesitan, que es una norma para el
porvenir, en su propio pasado, no el de España precisamente,
sino el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el
XVII? Así es, sin embargo. En estos dos siglos -también en los
siguientes, pero no ya con la plena conciencia y deliberada
voluntad que en ellos-, los pueblos de la Hispanidad, lo mismo
españoles que criollos, lo mismo los virreyes y clérigos de
España, que la feudal aristocracia criolla, constituida en las
tierras de América por los descendientes de conquistadores y
encomenderos, realizaron la obra incomparable de ir incorporando
las razas aborígenes a la civilización cristiana; y sólo se
salvará la Hispanidad en la medida en que sus pueblos se den
cuenta de que esa es su misión y la obra más grande y ejemplar
que pueden realizar los hombres de la Tierra.
Son conceptos que parecen exagerados, sobre todo cuando se piensa
que existe en todos los países un patriotismo territorial que no
necesita fundarse en valores de Historia Universal. El teatro
popular suele expresarlo en esas obras de carácter nacionalista
-no necesita éste ser muy acentuado- en que uno diría que la
tierra nativa se hace espíritu al ser evocada por la voz de una
actriz y todos los espectadores sienten al escucharla el
estremecimiento de una emoción patriótica, que parece bastarse
para asegurar la eternidad a las naciones. Pero también suele
haber en los pueblos minorías cultivadas, que se dan cuenta de
que ese patriotismo territorial es común a todos los países y
sienten por ello la necesidad de reforzar y justificar su lealtad
con razones de Historia Universal precisamente, es decir, con el
convencimiento de que su patria significa, para las otras
patrias, un valor universal por ella mantenido y que sólo ella
siente la vocación de seguir manteniendo. Y en este punto se
convierte en sencilla verdad la paradoja de que el porvenir de
los pueblos depende de su fidelidad a su pasado. Digo la
paradoja, porque también hay verdad en los proverbios que dicen:
"lo pasado, pasado" y "agua pasada no muele
molino", aparte de la experiencia universal y dolorosa que a
todos nos persuade de que no volveremos a ser jóvenes. Pero ello
es decir que hay dos clases de pasado: uno que no vuelve y otro
que no pasa o que no debe pasar y puede no pasar. La vida fluye y
no volveremos a ser jóvenes, pero cuando decimos, con el poeta:
"Juventud, primavera de la vida", ya hemos traspuesto
la dimensión del tiempo, ya estamos en la orilla, viendo correr
las aguas, ya somos espíritu. ¿En qué consiste, entonces,
aquel pasado que no pasa?
Por lo que hace a los individuos, Otto Weininger mostró en su
genial "Sexo y Carácter" que cuanto más profundamente
se siente un hombre a sí mismo en el pasado, tanto más fuerte
es su deseo de seguir sintiéndose en el porvenir; que la memoria
es lo que da eternidad a lo sucedido; que, en general, no se
recuerda sino lo que vale; lo que quiere decir que es el valor lo
que crea el pasado, que lo que vale está por encima del tiempo,
que las obras del genio son inmortales y que no es el temor a la
muerte, como groseramente se ha pensado en la España
contemporánea, lo que crea el ansia de inmortalidad, sino el
ansia de inmortalidad, surgida de la conciencia del valor, lo que
produce el temor a la muerte y el propósito de luchar contra
ella. La vida de los pueblos, lo hemos de ver más adelante, es
más espiritual que la de los individuos. En rigor, no viven sino
como conciencia de valores comunes. Y por lo que hace a un grupo
de naciones independientes, como la Hispanidad, su historia y
tradición no son meramente esa conciencia de sus valores, sino
la esencia de su ser. Jactarse de la muerte de la tradición es
no saber lo que se está diciendo o continuar la gran locura de
la Hispanidad en el siglo XVIII y aun en el XIX: la de Bolívar,
la de Sarmiento, la de todos o casi todos nuestros
reformadores... La gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII
consistió en querer ser más fuertes que hasta entonces, pero
distinta de lo que era. Una de sus expresiones póstumas ha de
encontrarse en el opúsculo que yo compuse en mi juventud, y que
se titulaba "Hacia otra España". Yo también quería
entonces que España fuera, y que fuese más fuerte, pero
pretendía que fuese otra. No caí en la cuenta, hasta más
tarde, de que el ser y la fuerza del ser son una misma cosa, y
que querer ser otro es lo mismo que querer dejar de ser. Para
aumentar la fuerza no hay que cambiar, sino que reforzar el
propio ser. Para ello ha de eliminarse o atenuarse todo lo que
hay de no ser en nosotros, es decir, todos los vicios, todo lo
que cada ser tiene de negativo. Y ya no es preciso añadir que lo
que hay de positivo en el ser de un pueblo se va expresando en
los valores de su historia.
El valor histórico de España consiste en la defensa del
espíritu universal contra el de secta. Eso fue la lucha por la
Cristiandad contra el Islam y sus amigos de Israel. Eso también
el mantenimiento de la unidad de la Cristiandad contra el sentido
secesionista de la Reforma. Y también la civilización de
América, en cuya obra fue acompañada y sucedida por los demás
pueblos de la Hispanidad. Si miramos a la Historia, nuestra
misión es la de propugnar los fines generales de la humanidad,
frente a los cismas y monopolios de bondad y excelencia. Y si
volvemos los ojos a la Geografía, la misión de los pueblos
hispánicos es la de ser guardianes de los inmensos territorios
que constituyen la reserva del género humano. Ello significa que
nuestro destino en el porvenir es el mismo que en el pasado:
atraer a las razas distintas a nuestros territorios y moldearlas
en el crisol de nuestro espíritu universalista. ¿Y dónde, si
no en la historia, en nuestra historia, encontraremos las normas
adecuadas para efectuarlo?
¿Que es principalmente lo que necesitan los pueblos hispánicos
para cumplir con su misión? Lo primero de todo es la confianza
en la posibilidad de realizarla. Ahí está su religión para
infundírsela, pero ha de entenderse, como el padre Arintero,
que: "No hay proposición teológica más segura que esta: A
todos, sin excepción, se les da -próxime o remote- una gracia
suficiente para la salud...", porque, como lo más envuelve
lo menos, la gracia para la salud implica la capacidad de
civilización y de progreso. De esta potencialidad de todos los
hombres para el bien se deriva la posibilidad de un derecho
objetivo que no sea la arbitrariedad de una voluntad soberana
-Príncipe, Parlamento o pueblo- sino una "ordenación
racional enderezada al bien común", según las palabras de
Santo Tomás, en que fundaban su concepto del derecho los jurista
clásicos de la Hispanidad, como Vitoria o Suárez. Y ya no hará
falta sino emplazar la administración de justicia por encima de
las luchas de clases y partidos, como se hizo en los siglos XVI y
XVII y se deshizo en el XVIII, para encontrar en el pasado
hispánico la orientación del porvenir, como la Edad Media la
halló en el Imperio Romano y el Renacimiento en la Antigüedad
clásica.
Este universalismo del espíritu español era, por supuesto, el
de todo el Occidente, el de toda la Cristiandad en la Edad Media,
si bien en España lo exacerbaron las luchas seculares contra
moros y judíos. Por la necesidad de ese universalismo no se
habla ahora en los libros de mayor importancia, sino de la vuelta
a la Edad Media, a "una nueva Edad Media", como diría
Berdiaeff. No es solamente Massis quien lo propone al término de
su "Defensa de Occidente", sino que los hechos nos
muestran la necesidad de que vuelva a rehacerse la unidad de la
Cristiandad, si queremos salvar la civilización frente a las
muchedumbres del Oriente, que viven realmente una vida animal de
hambre continua e insaciada, que necesitan de la levadura de
espiritualidad del Occidente para poder levantar los ojos de la
tierra, pero que producen aspavientos de poeta, como Rabindranath
Tagore, y fantasmas de profeta, como Gandhi, para ponerse a creer
que se remediará su situación el día en que se lancen contra
los pueblos decadentes de América y Europa.
De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más
cercano a la Edad Media que el nuestro. En España vivimos la
Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII. Esta es la
explicación de que nuestros reformadores hayan renegado
radicalmente de todo lo español, vuelto las miradas al resto del
mundo occidental, como a un Cielo del que estaban excluidos, y
tratado de hacernos brincar sobre nuestra sombra, en la esperanza
de que un salto mortal nos haría caer en las riberas de la
modernidad... Pero el ansia de modernidad se ha desvanecido en el
resto del mundo. Y los mejores ojos se vuelven hacia España.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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