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Los dioses se van
Esta es la hora dramática y
sin precedentes para todos los pueblos hispánicos, de perder los
maestros, de que se nos deshagan los modelos. Llegar a la
mayoría de edad y recibir las borlas doctorales en la
Universidad de la vida es también dramático, pero acaece en el
curso natural de las cosas. Lo que no tiene ejemplo es quedarse
sin maestros en el momento de seguir sus lecciones con más
aplicación. Y esto es precisamente lo que en estos años nos
ocurre. Los pueblos que hemos tenido por modelos se hallan en la
hora actual en situación tan crítica y penosa que ya no pueden
mostrar a ningún otro los caminos de la prosperidad.
Cuando Simón Bolívar proclamaba en su discurso de Angostura
(1819) que Francia e Inglaterra aleccionaban a las demás
naciones en "toda especie en materia de gobierno" y que
su revolución, "como un radiante meteoro", inundaba al
mundo "con tal profusión de luces políticas, que ya todos
los hombres conocían cuáles son sus deberes, en qué consiste
la excelencia de los Gobiernos y en qué consisten sus
vicios", las palabras del libertador no expresaban sino el
mismo sentimiento de admiración al extranjero que, de la propia
España, habían llevado a Venezuela, con sus libros, los pilotos
y negociantes de la Compañía del Cacao. Virreyes borbónicos y
clérigos jansenistas lo siguieron difundiendo por los pueblos de
América en el siglo XVIII. Las maravillas de la historia en
otros países lo arraigaron con tal fuerza en el siglo XIX que
sobrevivió en 1918 a los horrores de la gran guerra, y aun en
medio de las perplejidades de la post-guerra ha querido
prolongarse en los descaminados panegíricos de la Rusia
soviética o en los encomios, más justificados, que de los
Estados Unidos se hacían hasta hace tres años, porque los
mismos hispanoamericanos o españoles que, como Rodó, se
atrevían a burlarse del norteamericano Marden, por considerar el
éxito material como la finalidad suprema de la vida, admiraban y
aun envidiaban a los compatriotas de Washington y Lincoln por
haberlo alcanzado.
¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no
hallemos la estampa del fracaso? Lo grave no es que inviernen
estos años los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer
con sus doce millones de obreros sin trabajo. Lo grave es que no
se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con sus inventos
y sus máquinas y sistematizaciones el esfuerzo humano, porque
ahora vemos, claro como la luz, que el ahorro de trabajo tiene
que llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las
máquinas que los sustituyen les aseguren la pitanza. Tampoco
Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en la
que supo atraerse la enemiga de veintidós naciones y de haber
imitado tan servilmente el sistema norteamericano de la
producción en masa que ha obtenido el mismo resultado de dejar a
sus obreros sin trabajo. Tampoco es envidiable la situación de
Francia con su déficit de más de doce mil millones de francos,
sus tributos asfixiantes, que alejan de sus tierras a las
multitudes de viajeros que antes la enriquecían, y su capacidad
de entenderse con sus vecinos descontentos, que la amenazan con
la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado
y sus tres millones de obreros sin trabajo. De otra parte, el
sueño socialista, que había servido de ideal a tres
generaciones sucesivas de europeos, se desvanece ante el ejemplo
de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al mundo; y toda la
inspiración que nos inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón
por alimentar poblaciones excesivas para sus angostos
territorios, no consigue acallar nuestra pena por la gran
estrechez en que sus hijos viven.
Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que
padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el
resultado de algún error fatal, inherente a los principios
básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su
genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se deduce
la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la
consecuencia indeclinable de esta exageración de sus
peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por
otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no
es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El
aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para
todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no
son ya escudos, sino cánceres que la devoran.
Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos,
sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido
para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las
Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder
público que, lejos de regatear recursos al Erario, no tienen
más anhelo que el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco
los partidos políticos están interesados, sino de un modo
genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de
un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores,
más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos
gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista
civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un
deficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con
otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933
excede, con mucho, de los siete mil; Inglaterra tiene que saltar
del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien millones de
libras, y Alemania se queja de que 35.000 millones de marcos de
oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos anuales de su
pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y
los Seguros sociales.
Ahora bien, a medida que aumentan los presupuestos de los Estados
disminuyen los beneficios del comercio, de la industria, de la
agricultura y del ahorro transformado en capital, lo que quiere
decir que se va estrechando la posición de los industriales, de
los agricultores, de los comerciantes y de los capitalistas, con
lo que se hacen inseguras y poco codiciables las profesiones
productoras de riqueza y se acrece el ansia de buscar asilo en
las carreras y oficinas del Estado, cuyo anhelo mueve a diputados
y gobernantes a volver a aumentar el presupuesto de gastos, con
lo que se forma el círculo vicioso, que empieza por absorber las
energías de la sociedad, pero que acaba indefectiblemente con la
soberanía del Estado, que es el fin de los cánceres: matarse
cuando matan.
No hay quien custodie a los custodios; no hay quien nos proteja
contra el Estado que debe protegernos. Y es el ideal mismo que
inspiró la creación de los Estados modernos lo que está en
entredicho. La Edad Media se fundaba en una armonía de
sociedades (communitas communitatum), que era también un
equilibrio de principios, en el que se contrapesaban la autoridad
y la libertad, el poder espiritual y el temporal, el campo y las
ciudades, los reinos y el Imperio. Se rompió la armonía. Cada
principio quiere hacerse absoluto; cada voluntad, soberana. Así
han tratado de reinar como déspotas, por medio de un Estado
omnipotente, la libertad ilimitada y la autoridad arbitraria, la
nación y las jerarquías, el progreso y la tradición, el
capital y el trabajo, y todavía sueñan los hombres con que el
triunfo total de su doctrina favorita hará expandirse al
infinito el poderío de su voluntad, que identifican con la de su
nación o su Liga de Naciones, la del proletariado o sus
correligionarios. Sólo que las mentes reflexivas desconfían. Ya
no es hora de utopías. Se está hundiendo el terreno donde se
alzaban. Y por primera vez desde hace dos siglos se encuentran
los pueblos hispánicos con que no pueden ya venerar a esos
grandes países extranjeros que, como ha dicho Alfredo Weber,
"sólo piensan en sí mismos, en su expansión y en su
seguridad", como los reverenciaban cuando pensaban o
parecía que pensaban por todas las naciones de la tierra.
Alemania, que no paga a nadie; Francia, que no paga a los Estados
Unidos; Inglaterra, que sólo paga a los Estados Unidos, en
dinero señal, porque no cobra de Alemania y no sabe si cobrará
de Francia; los Estados Unidos, que quieren cobrar de todo el
mundo... Pero, ¿son estas las "luces políticas" que
"inundan el mundo como radiante meteoro" y que cegaban
a Simón Bolívar? Y si resucitara Sarmiento, el enemigo más
encarnizado que han tenido los ideales hispánicos, ¿qué
pensaría de estos países, que fueron sus dioses?
Escribo la palabra "dioses" deliberadamente. Era ayer
todavía, el 2 de septiembre de 1888, cuando moría Faustino
Domingo Sarmiento en la Asunción del Paraguay, y se envolvía su
cadáver en las banderas de los cuatro pueblos a que había
servido: la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Sobre su tumba
fue grabado el epitafio por él elegido: "Una América
libre, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos
libres para todos." ¿Qué dioses eran esos: Confucio,
Budha, Odin, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento
creyó toda la vida que el mal de los pueblos hispánicos de
América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su
formación española. A principios de 1841 escribía en El
Nacional estas palabras: "Treinta años han transcurrido
desde que se inicio la revolución americana; y, no obstante
haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia,
vese tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos
Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan
limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual,
material o moral de los pueblos, que los europeos... miran a la
raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a
mancharse de todo género de delitos y a ofrecer un país
despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva
colonización europea." De estos juicios deducía remedios
adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y
educación popular, cuya suma e integración realizaba su ideal
antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes
cantidades, hasta que la sangre extranjera sustituyera a la
española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar
el mismo oficio en el plano moral, porque lo que le parecía
fundamental era infundir a los pueblos de América ideales
extranjeros, sobre todo mediante la difusión de la Vida de
Franklin por todas las escuelas, en calidad de texto obligatorio,
aunque jamás se haya producido entre nosotros un tipo de hombre
que se parezca a Franklin, y eso que se han escrito veinte o
treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos
Sarmientos en todos nuestros pueblos, porque Sarmiento, con su
soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su
antiespañolismo, es un ejemplar neto y castizo de la raza; así
como también las personas de su intimidad a quienes trata
Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y
respeto, y hasta reverencia, son su santa madre, guardadora
celosa de las imágenes de los dos grandes predicadores
españoles: Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer, y el
sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la
guerra de la Independencia besando alternativamente el Crucifijo
y la imagen de Fernando VII el Deseado; que no se habían educado
en la vida de Franklin, ni la conocían, sino que se habían
hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de "una
partícula del espíritu de Jesucristo", que por "la
enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno de
nosotros para mejorar la naturaleza moral", lo cual ha de
tenerse en cuenta para cuando se escriban nuevas Vidas de
Sarmiento, en la esperanza de que los Sarmientos que produzcan no
tengan por dioses a los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y
Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a
San Vicente y a San Ignacio y a San Francisco Javier, y sean
enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de
sus antepasados, lo que no impedirá que de ellos diga Júpiter a
Juno, como del Piadoso Eneas -piadoso por la fidelidad con que
guardaba el culto de sus padres- que subirán al Olimpo y
encontrarán su asiento por encima de las estrellas.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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