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Rubén Darío y los talentos
Siempre ha habido en la
América española personas inteligentes afectas a España, sólo
que eran generalmente escritores puristas, caballeros de otra
época, espíritus reputados de arcaicos, apartados de la
corriente general de las ideas, que nos era hostil casi siempre,
quizás por oposición a la secreta, pero profunda simpatía
popular. Es curioso que el cambio empezara a operarse
precisamente en el año 98 de nuestros pecados, y que lo iniciase
Rubén Darío, precisamente el más antiespañol de los
escritores de América. Y esto no lo digo yo, sino el propio
Rubén al describir en su Autobiografía su acción en Buenos
Aires, durante los años anteriores a su venida a España:
"Yo hacía todo el daño que me era posible al dogmatismo
hispano, al anquilosamiento académico, a la tradición
hermosillesca, a lo pseudoclásico, a lo pseudoromántico, a lo
pseudorealista y naturalista, y ponía mis "Raros" de
Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de
Bélgica, y aún de Holanda y de Portugal, sobre mi cabeza".
Y en prueba de que este antihispanismo de Rubén alcanzaba
éxito, el poeta recuerda la necrología que le hizo en Panamá
cierto sacerdote, con motivo de haber circulado la falsa noticia
de su muerte: "Gracias a Dios que ya desapareció esta plaga
de la literatura española... Con esta muerte no se pierde
absolutamente nada."
El prestigio de que gozaba Rubén en América hacia el año 1898
no se debía únicamente al valor de sus poesías, sino al hecho
de marchar a la cabeza del movimiento extranjerizante y
naturalista, pero antiespañol, en ambos casos, de la literatura
hispanoamericana. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Lo que le
acontecía a Rubén en América era análogo a lo que le sucedía
a Galdós en España, salvo que en Galdós se compensaban el
fondo extranjero y naturalista de los ideales con el españolismo
del lenguaje y de los personajes de sus obras, mientras que
Rubén estaba afrancesado hasta la médula. Ya nos lo dice en su
Autobiografía: "París era para mí como un paraíso en
donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra.
Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre
todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño".
Rubén vino a España, sin embargo, por una de esas razones del
corazón que la razón ignora. La Nación, de Buenos Aires,
buscaba una persona que pudiera informarla sobre la situación de
"la madre patria" al término de la guerra con los
Estados Unidos, y se ofreció Rubén. Lo natural es que hubiera
ido a Cuba, para saludar en nombre de la América del Sur a la
nueva nación independiente y dar testimonio de sus primeros
pasos por la historia; o a los Estados Unidos, para aprender de
la poderosa nación "libertadora" la magistratura
política y económica. Prefirió venir a España y poner en
guardia a los pueblos de la América española contra el peligro
norteamericano.
Rubén no se dio cuenta clara del impulso que le trajo a España
al terminar el 98. Tampoco intenta explicárnoslo en su
Autobiografía. Pero su obra posterior nos dice que sintió
confusamente, desde el primer momento, lo que los españoles solo
vimos muchos años después. Y es, que la guerra de España y los
Estados Unidos fue un episodio del secular conflicto entre la
Hispanidad y los pueblos anglosajones, y aunque los españoles
nos defendimos, en punto a propaganda periodística, tan
desdichadamente, que parecía que no peleábamos en las Antillas
y Filipinas, sino por el proteccionismo arancelario y el derecho
a seguir nombrando los empleados públicos, cosas en las que
acaso no tuviéramos razón, la verdad es que estábamos librando
la batalla de todos los pueblos hispánicos, y que el día en que
arriamos la bandera del Morro de la Habana, empezó a cernerse
sobre todos los pueblos españoles de América la sombra de las
rayas y estrellas de los Estados de la Unión.
En la emoción de la España vencida se inspiró Rubén para sus
Cantos de Vida y Esperanza. ¡Qué título, para puesto al
contraste de las prosas regeneracionistas que la catástrofe
suscitó en España! El primero de esos Cantos es la
"Salutación del optimista", único himno
hispanoamericano que tenemos. Si un instinto de salvación nos
quisiera mover a preparar el espíritu de las nuevas generaciones
para la defensa de las tierras hispánicas, no habría ceremonial
en que no se recitaran las mágicas estrofas:
¡Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos, luminosas almas, salve!
El tema de la defensa de la Hispanidad llena el alma del poeta
aquellos años. Lo mismo aparece en las poesías menores que en
las máximas, en Cyrano en España, que en sus Retratos: Don Gil,
don Juan, don Lope..., en la Letanía de Nuestro Señor Don
Quijote, que en el Saludo al rey Oscar, donde se encuentran
aquellas frases: "Mientras el mundo aliente..., mientras
haya... una América oculta que hallar, vivirá España".
Allí está el cartel de desafío a Roosevelt, el otro Roosevelt:
Tened cuidado. ¡Vive la América española!...
Y pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!
Los mismos cisnes, que pueden simbolizar cuanto hay de extranjero
y de naturalista en la poesía de Rubén, le hacen preguntarse:
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
Aquí acaba Rubén como poeta de la Hispanidad. Aún tiene que
escribir algunos de sus mejores poemas. Ya había compuesto la
obra maestra de su extranjerismo, el Responso a Verlaine, absurdo
como concepto, porque, ¿qué tiene que ver todo ese esplendor
fantasmagórico con el desgraciado poeta de Sagesse?, pero
arrebatador como belleza de dicción. Después escribió el poema
supremo de su naturalismo, el Poema del Otoño, que termina:
"Vamos al reino de la Muerte -por el camino del Amor",
porque su naturalismo, en efecto, es la muerte de las almas y de
los pueblos en donde prevalece. La verdad, por supuesto, es lo
contrario: "Vamos al reino del Amor -por el camino de la
Muerte". Un momento parece arrepentirse de sus osadías
anteriores y aconsejar a los pueblos hispanoamericanos la
aceptación de la tutela norteamericana, ya que en el Canto
errante se encuentra la "Salutación al águila":
Bien vengas, mágica Aguila de las alas enormes y fuertes,
a extender sobre el Sur tu gran sombra continental...
Pero su semilla había germinado. Si no el poeta de la
Hispanidad, Rubén es, por lo menos, su San Juan Bautista. A
partir de sus Cantos de Vida y Esperanza, es ya posible que los
talentos de la América española dediquen a España sus obras
mejores, y Enrique Larreta escribe La Gloria de Don Ramiro;
Reyes, El embrujo de Sevilla; Manuel Gálvez, El solar de la
raza; Joaquín Edwards Bello, El chileno en Madrid. No tardan en
corearles los ensayos de carácter hispanófilo, como el
Cesarismo democrático, de Vallenilla Lanz, o el Babel y
castellano, de Arturo Capdevila, acompañados de las grandes
reivindicaciones históricas, como La Magistratura indiana, de
Ruiz Guiñazú, o Influencia de España y los Estados Unidos
sobre Méjico, por Esquivel Obregón, o la Legislación sobre
indios del Río de la Plata en el siglo XVI, por García
Santillán, o los estudios de Ricardo Levene; y no continúo
porque no es mi propósito hacer la bibliografía del asunto. Lo
importante es que ya no se trata de escritores con pretensiones
casticistas, sino de espíritus que viven la vida de su hora. Los
arcaicos son ya más bien los otros, los extranjerizados, los
afrancesados, los que siguen pensando, con Sarmiento y su
generación, que España es incapaz de asimilarse la
civilización moderna "por su fanatismo y su carencia de
aptitudes intelectuales y administrativas". Y la razón
última de esta reacción hispánica es la amenaza
norteamericana, y la necesidad de defenderse de ella con la
apología de una razón de ser que justifique la existencia. La
misma que movió a Enrique Rodó a escribir su Ariel para decir a
los americanos del Norte que los del Sur tienen: "una
herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un
vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la
historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo
futuro". Sólo que Rodó no dice los hispanos, sino los
americanos latinos, porque, saturado de cultura francesa, no
había aún encontrado el sentido de España.
Rubén fue el hombre que forzó la puerta, para que lo hallaran
los americanos, a través de la cultura universal. Hizo las dos
cosas prohibidas: elogiar a España y confesar su sangre indiana.
Para Sarmiento, en cambio, los araucanos cantados por Ercilla no
eran sino: "Indios asquerosos, a quienes habríamos hecho
colgar y mandaríamos colgar ahora", porque así era de
tierno aquel europeizador que aconsejaba al general Mitre:
"No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono
que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que
tienen de seres humanos". Las nuevas generaciones americanas
han abierto los ojos al hecho de que no podían renegar de los
españoles, de los indios y de los mestizos, como son los
gauchos, sin suicidarse ante la humanidad, y sus hombres más
eminentes han empezado a vislumbrar que es imposible orientar a
sus pueblos sin volver antes los ojos hacia España. De haber
hallado en España un sentido claro de la vida, la unión
hispanoamericana sería ya un hecho, por lo menos en el plano
espiritual, que es el que importa. Pero, desgraciadamente para
los americanos, estas décadas han sido las de nuestra máxima
extranjerización. Lo que en ellas decíamos los españoles era
precisamente lo que estaban cansados de escuchar los americanos.
Y así tuvieron que confrontarse, solitarios, con sus
perplejidades.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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