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El naturalismo
Es muy curioso que Menéndez
Pelayo no dedique apenas la menor atención en sus Heterodoxos a
lo que vamos a llamar "naturalismo", aunque reproduce
las fieras palabras con que Jovellanos lo combatió en su Tratado
teórico-práctico de la enseñanza: "Una secta feroz y
tenebrosa ha pretendido en nuestros días restituir los hombres a
su barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de
toda sociedad... y envolver en un caos de absurdos y blasfemias
todos los principios de la moral natural, civil y
religiosa"... Mi explicación, a falta de otra, es que,
hombre de fe y doctrina, de cultura y de libros, la curiosidad de
Menéndez y Pelayo se extendía a todas las deformaciones de la
cultura y de la fe, a condición de que los libros y su estilo se
las presentaran con alguna decencia intelectual, pero que no
podía interesarle en la misma medida la negación radical de
toda cultura, que es la quinta esencia del
"naturalismo", con lo que dicho queda que el concepto
de naturaleza tiene aquí muy poco que ver con el de los juristas
clásicos, que postulaban un derecho natural o normativo, como
correspondiente a la naturaleza racional del hombre.
El naturalismo defiende y justifica al hombre tal cual es en la
actualidad, con sus pecados y pasiones, frente a las
instituciones históricas, que pretenden disuadirle del mal y
estimularle al bien. Una formulación científica de este
naturalismo es afirmar, con Bertrand Russell, que el impulso
tiene más importancia que el deseo en las vidas humanas. La más
conocida es la de Rousseau y su predecesor Lahontan al mantener
la superioridad del hombre en el estado de naturaleza sobre el
civilizado. Y si se acepta la definición que mi amigo Hulme daba
del romántico como el que niega el pecado original, naturalismo
y romanticismo son lo mismo. En ninguna de sus formas podrá
elaborar el naturalismo una doctrina de gran aparato intelectual,
pero si como doctrina es deleznable, como tendencia, en cambio,
es casi irresistible y en ello está su gran pujanza. Constituye
el elemento "demasiado humano" que hay en cada uno de
nosotros, se encuentra en el aristócrata más linajudo y en el
artista más exquisito, es el eterno Adán que quiere salirse con
la suya porque le da la gana, y luego inventa las razones con que
justificarse, que nunca son tan esenciales como el anhelo de
hacer lo que quería. No es tanto una heterodoxia determinada,
como el fondo permanente -el de Lutero, el de Enrique VIII- de
donde salen todas las herejías.
En lo religioso podrá adoptar la fórmula, en apariencia
inofensiva, de que sólo nos salva la fe, pero ya se niega con
ello el poder de la razón, el de la voluntad, el de las
prácticas religiosas, el de la disciplina social. El universo se
hace arbitrario. Perdida la sustancia de las buenas obras, la
vida es una procesión de sombras que vienen y van. Ya no falta
sino leer a Omar Kayyam y decirse: "Yo mismo soy el cielo y
el infierno". Bebamos, que mañana moriremos. Una cosa es
verdad, mentira todo el resto: "La flor que ha florecido se
muere para siempre". El naturalismo intelectual es todavía
más sencillo. No hay verdad, ni falsedad objetivas: "Fuera
de nuestra sensaciones, ni hay otra verdad, ni puede darse".
Así resume Deborim, su gran comentarista, la filosofía de
Lenin, que viene a ser la misma del conocido aristócrata que
dice: "A mí que no me vengan con verdades: lo que yo quiero
es que se me adule". En punto a moral, que cada uno haga lo
que quiera y pueda, y esta es la doctrina que proporciona los
mayores éxitos de librería a los novelistas que procuran librar
a sus lectores del temor al infierno y a los remordimientos. Y en
cuanto a política y derecho no ha de haber más criterio que la
voluntad del mayor número.
Si estas doctrinas prevalecieran en un país compuesto
exclusivamente de espíritus trabajados por toda clase de
disciplinas no pasarían de ser el capricho de una generación.
Hasta pudieran ser temporalmente beneficiosas, en cuanto
estimularan la espontaneidad y originalidad de los talentos. Pero
no hay pueblos constituidos por filósofos. La cultura de los
pueblos no puede pasar del grado elemental. Tampoco pudiera hacer
grandes estragos la idea naturalista en países que no padecieran
un proceso de extranjerización espiritual. A los veinte años de
revolución restableció Francia su antigua Monarquía. En
cualquier país de evolución normal, las piedras de los viejos
monumentos se bastan para refutar el espejismo de la superioridad
de los salvajes. Pero cuando el naturalismo empezó a propagarse
en los pueblos hispánicos, España estaba en plena fiebre de
extranjerización y el resultado del entrelazamiento de estas dos
tendencias: la extranjerización y el naturalismo, fue la
confusión de principios que todavía estamos padeciendo. La
extranjerización pudo inducirnos a imitar lenta y fatigosamente
las virtudes y los éxitos de otros países, pero el naturalismo
nos hizo presumir que no era necesario tomarse gran trabajo para
ello, sino meramente dejar obrar a la naturaleza, con lo que
pudimos imaginar que Oxford y Cambridge y la industria de
Inglaterra eran productos naturales de la libertad y que la
Soborna y la riqueza de la tierra francesa eran obra de la
revolución y no de la disciplina y del esfuerzo de mil años.
El naturalismo y el espíritu revolucionario tenían que ser
doblemente desastrosos en países como los nuestros, empeñados
en el larguísimo proceso de asimilarse y evangelizar razas
extrañas, y aún hostiles, en algún caso, a las esencias de
nuestra civilización, como eran, en España, los numerosos
descendientes de judíos y moriscos y en América las razas de
color. España no es meramente el país de Don Quijote, sino el
pueblo de Sancho. Gabriela Mistral ha escrito hace poco que los
pueblos de Hispanoamérica se componen de dos partes de indios,
una de español y una de cosmopolitas, y si a razas atrasadas se
las dice desde arriba y por los hombres de cultura que no
necesitan esforzarse y que lo que más les conviene es que se
entreguen a su espontaneidad, lo probable es que abandonen toda
disciplina. Desde el momento, 1767, en que Bucareli, gobernador
de Buenos Aires, dijo a los caciques guaraníes que los indios
eran tan ciudadanos como los padres jesuitas que los adoctrinaban
y que se les iba a enseñar el castellano, para enviarlos a
Madrid y darles título de caballeros e hijosdalgo, los infelices
gobernadores y caciques, perdida ya la convicción de la
necesidad de seguir esforzándose para mejorar de estado, no
tenían ya más horizonte que volver a la selva primitiva, y a la
selva volvieron pocos años después.
Sacudir las cadenas; abatir los obstáculos tradicionales; la
piqueta demoledora; la tea incendiaria. ¿Es posible que haya
habido en el mundo espíritus cultivados que proclamaran que
éstos son los modos y las herramientas del progreso? Es verdad
que entre estos espíritus cultivados han abundado los
especialistas en medicina o en ingeniería, que dogmatizan sobre
filosofía de la historia, aunque ignoren lo mismo la historia
que la filosofía, pero Rousseau y Russell son dos hijos de la
civilización cristiana. Ningún pueblo salvaje ha producido
nunca un Russell o un Rousseau. Recuerdo que Russell vino un día
en Londres a una sociedad gremialista, de la que yo era miembro,
a hablarnos de los horrores de la autoridad y de las excelencias
de la libertad en materias de cultura, y como Russell era
profesor en Cambridge, le interrogué en la hora de las
preguntas: "¿Cree usted que los discursos de los
energúmenos de Marble Arch, que son libres, superan en
excelencia intelectual a las lecturas de Cambridge, más o menos
controladas por el Gobierno?" La respuesta fue terminante:
"No señor"; pero supongo que no entendería, por
razón de mi acento extranjero, mi siguiente pregunta: "¿En
qué funda usted, entonces, la superioridad de la libertad sobre
la autoridad en la cultura?", porque se quedó sin
responder, y nadie podrá contestarla en país alguno
satisfactoriamente para el liberalismo.
Imagínese ahora el lector los efectos de las doctrinas
naturalistas en una familia española de clases gobernantes.
Recuerde que los hidalgos de Felipe IV y de Carlos II dominaban
el latín, que su educación en las letras y en las armas era
severísima y, sobre todo, que Sancho no sigue a Don Quijote
meramente porque es un caballero, sino porque ejecuta con la
palabra y con el brazo maravillas que le pasman de asombro. Y
ahora póngase en el pellejo de un aristócrata español del año
1780, por ejemplo. Empieza por estar persuadido de que en otros
países, y especialmente en Francia, se hacen mejor las cosas que
en España. ¿Cómo ha de prepararse mejor para la vida? ¿Cómo
ha de educar a sus hijos? La tradición y el buen sentido le
aconsejan la más estricta disciplina, hasta enseñarles a andar
el camino que la Humanidad lleva ya recorrido. Rousseau les
dirá, en cambio (Profesión de fe del vicario saboyano):
"Reduzcámonos a los primeros sentimientos que encontramos
en nosotros mismos, porque a ellos nos devuelve el estudio,
cuando no nos ha extraviado de ellos". Al principio de
disciplina se opone el de la libre espontaneidad. Nuestro hidalgo
se queda perplejo. Y el Dr. Simarro describía de esta manera los
efectos de la perplejidad que producen las discusiones en los
auditorios del Ateneo de Madrid: "Unos dicen que dos y dos
son cuatro; otros, que dos y dos son cinco: quedemos, pues, en
que son cuatro y medio". El efecto de esa perplejidad fue la
relajación progresiva de la antigua disciplina educativa, a la
que siguió, consecuencia fatal, el continuo descenso del nivel
de nuestras clases gobernantes, hasta caer en la chunga que
"la masa encefálica" inspira actualmente a los
caudillos de la revolución.
Y ahora imagínese también el efecto que había de producir en
América la crítica naturalista de nuestras instituciones
tradicionales, crítica, de otra parte, más justificada de año
en año por el continuo descenso de nuestras clases gobernantes.
Nada es respetable; todo ha de ser destruido: lo mismo la
dinastía que la nobleza, la Iglesia que la Historia, la
Universidad que las Academias, el Ejército que la que se llamaba
hacia 1890 "la justicia histórica", cuando aquel
crimen de la calle de Fuencarral (nuestro asunto Dreyfus). Lo que
tuvo que engendrar esa crítica fue un desvío y un desprecio
hacia España y hacia sí mismos, en el que todos los pueblos
hispánicos tenían que amenguarse, porque el ser mismo de las
naciones depende, esencialmente, de su valoración y en que sólo
por un milagro podían volver los ojos con afecto hacia la madre
patria. Ese milagro se llamó Rubén.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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