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Las dos Américas
André Siegfried, en su obra
sobre "Los Estados Unidos de hoy", ha pintado de un
trazo los esfuerzos de la gran República norteamericana durante
la posguerra definiéndolos como "la reacción activa del
elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del
elemento de sangre extranjera". El pueblo norteamericano se
siente internamente en peligro y "procura su salud buscando
su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad".
Amenazado en lo físico -porque las estadísticas le dicen que el
antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye relativamente a
otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no
se casa, más un 13 por 100 de matrimonios estériles y un 18 que
no tienen más que un hijo-, hasta hace poco tiempo podía
consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las
multitudes inmigrantes. Esa esperanza se ha desvanecido. Los
norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden
inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de
religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos,
holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos,
irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los
españoles e hispanoamericanos, los eslavos y los judíos se
resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas
leyes de inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a
pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el padre Vitoria
consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los
extranjeros viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.
El viejo-americano está contento consigo mismo; lo estaba,
cuando menos, antes de la crisis que empezó en octubre de 1929.
Se cree seguro del éxito, de la victoria, de la libertad, de su
sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla
convencido de que lo mejor que puede suceder a los pueblos
inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo elemento puritano
de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad
y de igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no
es así, hay que mantener a toda costa "los derechos casi
ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos
extranjeros o los fermentos de disolución que amenazan su
integridad". El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias
a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se
jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro "un
segundo Brasil". El ideal sería que prevaleciese
eternamente "el puritano de tradición inglesa, satisfecho y
seguro de sus excelentes relaciones con Dios". Con ello no
dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los
periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército
norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en
Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían
las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos
se detestaban. M. Siegfried hace bien en decirles que en los
Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud
"la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar
los altos cargos"; lo aristocrático, en la América del
Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los
Estados Unidos entraran en la guerra "fue el mantenimiento
de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses y
norteamericanos", aunque M. Siegfried ha podido añadir que
ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace
más de un siglo.
Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e
Inglaterra: rivalidad recíproca y solidaridad profunda, en
momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es esta
una relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los
pueblos de Hispanoamérica y de España? Sólo que éste es
obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni
hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni
nos lo creíamos jamás, ni siquiera cuando teníamos la
certidumbre de estar librando "las batallas de Dios",
porque una cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra
distinta envanecerse de la propia excelencia. Nunca pensamos que
Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que
peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia,
pero olvidada, desconocida o negada por las sectas, de que Dios
quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque también los
españoles y todos los pueblos hispánicos supimos
enorgullecernos de ser campeones y defensores del Catolicismo, no
por ello nos imaginamos nunca que éramos, "por decirlo
así", como escribe Menéndez y Pelayo en su estudio sobre
Calderón: "el pueblo elegido por Dios, llamado por El para
ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los
judíos", sino que preferimos pensar que éramos nosotros
los que, de propia iniciativa, habíamos elegido la defensa de la
causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo
elegido, habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma
rivalidad y solidaridad que entre los anglosajones: rivalidad,
por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre
los elegidos, y solidaridad, frente al tumulto de los demás
pueblos no favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la
superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que
habíamos abrazado, y era lógico que al desengañarnos o
resfriarnos o fatigarnos de la común empresa, cada uno de
nuestros pueblos se fuera por su lado.
Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica
de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad
espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber
formado un todo continuo, como el de los Estados Unidos, pero si
las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las
relaciones económicas, no lo son para la comunidad de la fe.
Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual.
El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de
haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio del mar, que en lo
material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente
-aun después de llegadas a su mayoría de edad las naciones
americanas y afirmada su independencia como Estados, si se
juzgaba conveniente- de haber conservado el ideal común que las
unía entre sí y con España. Porque es muy probable que la
solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los
norteamericanos no logre mantenerse sino en tiempos de bonanza,
que parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La
solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por
ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las
paces de Westphalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán,
y todas las otras que fueron señalando el declive de España en
Europa. En la guerra de sucesión, durante los quince años
primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas
extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara
en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del
siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo
pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la
hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave,
cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino; unos a buscar
inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos
que les salieron de entre las patas de los caballos, según la
frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia;
otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los
aztecas. Y aún estamos en ello.
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"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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