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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

El desorientado siglo XIX

Lo peor no fue, sin embargo, que los pueblos hispanoamericanos se fueran cada uno por su lado, sino que, apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se las encontraba otra salida que otras décadas de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre india.

Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano América no han sabido ajustar su vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola -las Universidades suelen alimentar este fuego profano- y se sigue pensando, aunque no ya por los mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que allí no se viva más a menudo con arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.

La Historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios; los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan deprisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada, como era el Rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el Rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada uno lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el Rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de Páez.

Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron a dormir y los criollos se dijeron: "Si no hay Dios, todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o caprichos de placer, y lo esencial no es tanto el objeto del capricho como satisfacerlo en el instante." De ahí la preferencia de la política sobre el trabajo, y de la revolución sobre la propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y Alberdi hubieran querido que los argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etc., le parecía incapaz de educarse "en la libertad, en la paz y en la industria". Pero flamencos y escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al Africa del Sur tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto, superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se preguntaban: ¿Para qué?

Al morir Simón Bolívar, exclamó: "¡Los tres más grandes majaderos de la Historia hemos sido Jesucristo, Don Quijote... y yo !". Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello demuestra que Bolívar había conseguido sus fines: "Nadie pensaba que lo que perseguía era eso. Esto no era aquello. Y aquello no llegará jamás". Bolívar se encontró con el desengaño inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se debe a lo absoluto. Ya lo dijo un francés: "¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!" Hace cuarenta años tropecé yo con un cubano a quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando hablaba de los hoteles de Nueva York y de sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón entraba en el cuarto una criada con un vaso de agua helada y cómo tocando otro botón salía por un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos presenciado todo un cuarto de siglo el espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada, como Gómez Carrillo, pero que diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y "El alma encantadora de París". En todo el siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la Hispanidad las almas escogidas que se enamoraban de minucias, con amor digno de mejor causa, mientras pueblos enteros se echaban a dormir por falta de ideal y los próceres se enfurecían con sus compatriotas y les lanzaban venablos y centellas por no entusiasmarse con sus ideales de escuela y de despensa.

Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que sabiduría, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal. Ello lo explica San Pablo cuando decía de la caridad que es paciente y benigna, no envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada, ni iracunda: "Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". El espíritu inflamado por genuinos ideales absolutos no se desencanta por que los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a los demás en el camino de su santificación, que es también el de su deificación, y sabe igualmente que para esta empresa infinita tendrá que echar mano de todos los instrumentos aprovechables: la escuela y la despensa, los caminos, la higiene y la cultura. Todo lo relativo se ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han conocido los ideales supremos escribió Dostoievski su dilema: "O el valor absoluto o la nada absoluta", que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de que sus indios hayan preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados, desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando, no sólo en lo moral, sino también en lo económico.

Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el escepticismo español del siglo XVIII.*


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