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Fraternidad y hermandad
La fraternidad de los hombres
no puede tener más fundamento que la conciencia de la común
paternidad de Dios. Inesperadamente acaba de echar Bergson el
peso de su prestigio en favor de esta idea. En su libro sobre Las
dos fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo
de La Evolución creadora que la fraternidad que los filósofos
quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de
una misma esencia razonable, no puede ser muy apasionada, ni ir
muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a Dios, dejan
prenderse su alma del amor hacia todos los hombres: "A
través de Dios y por Dios, aman a toda la humanidad con un amor
divino". Añade que los místicos desearían: "Con
ayuda de Dios, completar la creación de la especie humana, y
hacer de la humanidad lo que habría sido desde el principio, de
haber podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre
mismo". De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice,
como los grandes místicos, que: "el hombre es la razón de
ser de la vida sobre nuestro planeta", y que: "Dios
necesita de nosotros como nosotros de Dios". ¿Y para qué
necesita Dios de nosotros? Naturalmente, para poder amarnos. El
Padre Arintero hubiera dicho que para poder convertir en amor de
complacencia el amor de misericordia que nos tiene.
Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en
Bergson el pensamiento de que lo fundamental en la religión es
el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la
vulgarización es a la ciencia. El origen histórico de la
hermandad humana es exclusivamente místico. Es Jeremías el
primer hombre que habla de la posibilidad de que los hijos de
otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y adoren al Dios
universal, con lo que viene a decirnos que cada hombre ha nacido
para ser hijo de Dios. Jeremías fue un profeta, pero los
profetas son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la
fuente de la vida, sacan de ella un amor que puede extenderse a
todos los hombres. Frente a los falsos profetas, descritos de una
vez para siempre, al decir de ellos: "que muerden con sus
dientes y predican paz", Miqueas dice (3,8): "Más yo
lleno estoy de fortaleza del Espíritu del Señor, de juicio y de
virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su
pecado". De la sucesión de los profetas surgen los
apóstoles y los misioneros. Y como la España de los grandes
siglos es, eminentemente, un pueblo misionero, su pueblo es el
que más profundamente se persuade de la capacidad de conversión
de todos los hombres de la Tierra. Al principio no es este sino
el convencimiento de teólogos y de las almas superiores. Pero
ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el Nuevo
Mundo al Cristianismo, la creencia se hace, en España,
universal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden
perderse. Por eso son hermanos; hermanos de incertidumbre
respecto al destino, naúfragos en la misma lancha, sin saber si
serán recogidos y llegarán a puerto. No serían hermanos si
algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o de su
pérdida. La certidumbre de una o de otra les colocaría
espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos pueden salvarse o
perderse. Por eso son hermanos y deben de tratarse como hermanos.
* * *
El incrédulo que predica fraternidad humana no se da cuenta del
origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque, si no viene
de la religión, ¿de dónde la saca? El príncipe Kropotkin se
planteó la cuestión, en vista de que los sabios de Inglaterra
interpretaban el darvinismo como la doctrina de una lucha general
e inexorable por la vida, en la que no quedaba a las almas
compasivas más consuelo que el de apiadarse al resonar el ¡ay
de los vencidos! Kropotkin necesitaba que los hombres se
quisieran como hermanos, para que fuera posible constituir
sociedades anárquicas, en que reinase la armonía sin que la
impusieran las autoridades. Esa necesidad le hizo buscar en la
historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo
mutuo en las sociedades animales y humanas. Pero no pudo
persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera
la ley fundamental de la naturaleza. Los sabios ingleses le
objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades animales
y humanas sino como defensa contra algún enemigo común. Lejos
de estar regida la naturaleza animal y vegetal por una ley de
simpatía, lo que parece dominar en ella es el principio de que
el pez grande se come al chico y por lo que hace a los hombres,
entre las gentes de raza diferentes, hay una antipatía habitual,
muy semejante a la que reina entre los perros y los gatos. La que
divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los
Estados Unidos llegan a conceder la independencia a Filipinas,
antes será para poder cerrar a los filipinos el acceso a
California que por reconocimiento de su derecho.
También los utilitarios quisieron, como Kropotkin, descubrir en
la naturaleza el principio de la moralidad. Jeremías Bentham
fundamenta su sistema en el hecho de que: "La naturaleza a
colocado al hombre bajo el imperio de dos maestros soberanos: la
pena y el placer." Las acciones públicas o privadas han de
ser aprobadas o desaprobadas según que tienden a aumentar o
disminuir la felicidad. De ahí el principio de la mayor
felicidad del mayor número, que a Bentham le pareció tan
evidente que no necesitaba prueba: "porque lo que se usa
para probar todo lo demás no puede ser ello mismo probado: una
cadena de pruebas a de empezar en alguna parte". Actualmente
ya no se habla de los utilitarios sino por la gran influencia que
ejercieron en la política y costumbres de los pueblos del Norte.
Los filósofos de ahora despachan en pocas líneas su principio.
A Mr. G. E. Moore no le entusiasma el ideal de la felicidad. Una
vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores
oportunidades de hacer bien, le parece más deseable que una vida
dichosa, pero egoísta y estúpida. Hartmann recuerda que la
utilidad no es un fin, sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un
hombre esclavo de la utilidad tendrá que preguntarse
ridículamente quién se aprovechará de sus utilidades. En
España no ha producido el utilitarismo pensadores de valía. No
habría podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos
habrían exclamado, como el poeta: ("¡Cuán presto se va el
placer; cómo después de acordado da dolor!") Los cínicos
habrían dicho que no les hacía gracia sacrificar su felicidad
personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas, que es el
mayor número.
Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral kantiana que de
la utilitaria. Se ha probado que, en la práctica, el Imperativo
Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que
debemos obrar de tal manera que la máxima de nuestra acción
pueda convertirse en ley universal de naturaleza, no nos decimos
realmente nada, como no sepamos lo que es el bien y que debemos
hacerlo. El voluptuoso quiere que se difundan sus placeres y
vicios entre todos los hombres. El borracho pasa fácilmente de
ese deseo a la propaganda activa. Lo mismo el morfinómano. No
tiene sentido el Imperativo Categórico sino cuando se identifica
la ley universal con la voluntad de Dios. Si Dios desaparece, si
se nos borra una intuición previa del bien, somos niños
perdidos en el bosque. Los filósofos advirtieron, casi desde el
principio, que si el Imperativo Categórico se entiende como ley
de nuestra naturaleza racional, es decir, como de origen
subjetivo, nos sería imposible conculcarlo. Y ahora Scheler y
Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle
carácter subjetivo para que fuese autónomo y universal: bastaba
con que fuera apriorístico. Para poder hacerlo apriorístico
incurrió Kant en el error de hacerlo subjetivo, como si fuera
una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es
apriorística, sin ser subjetiva, sino objetiva. Y así es la ley
moral. Precisamente porque no es subjetiva podemos cumplirla o
vulnerarla, salvarnos o perdernos, como podemos equivocarnos, y
nos equivocamos a menudo, al resolver un problema matemático.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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