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La igualdad humana
Nuestro sentido hispánico nos
dice que cualquier hombre, por caído que se encuentre, puede
levantarse; pero también caer, por alto que parezca. En esta
posibilidad de caer o levantarse todos los hombres son iguales.
Por ella es posible a Ganivet imaginar su "eje
diamantino" o imperativo categórico: "que siempre se
pueda decir de ti que eres un hombre". El hombre es un
navío que puede siempre, siempre, mientras se encuentra a flote,
enderezar su ruta. Si la tripulación lo ha descuidado, si su
quilla, sus velas o arboladura se hallan en mal estado, le será
más difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será
bastante para llegar a puerto. El éxito es de Dios. Lo que
podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad
metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero
esta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La
libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades. Y
en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la
francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando
que: "Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la
ley". Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como
proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales.
Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido
que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la
misma manera.
Si tiene ese sentido es porque los hombres son iguales en punto a
su libertad metafísica o capacidad de conversión o de caída.
Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho. Si no
fueran capaces de caída, la moral no necesitaría decirles cosa
alguna. Si no fueran capaces de conversión, sería inútil que
se lo dijera todo. La validez de la moral depende de que los
hombres puedan cambiar de rumbo. Esta condición de su naturaleza
es lo que ha hecho también posible y necesario el derecho. No
habría leyes si los hombres no pudieran cumplirlas. Son
imperativas, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen
carácter universal, porque en esta capacidad de cumplirlas todos
los hombres son iguales. Al proclamar la capacidad de conversión
de los hombres no se dice que puedan ir muy lejos en la nueva
ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos en el camino de
la santidad el que sólo se arrepienta en la hora de la muerte.
Pero si su conversión es sincera y total recorrerá en alas de
los ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta
capacidad de conversión es el fundamento de la dignidad humana.
El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar
la verdad y cambiar de conducta. Por eso hay que respetarle,
incluso en sus errores, siempre que no constituya un peligro
social. Pero fuera de esta común capacidad de conversión, no
hay ninguna igualdad entre los hombres.
Unos, son fuertes; otros, débiles ; unos, talentudos ; otros,
tontos ; unos, gordos; otros, flacos ; unos blancos ; otros,
color chocolate otros, amarillos. Y donde no existe claramente la
conciencia de esta capacidad común de conversión, tampoco
aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana. El
hombre totémico se cree de diferente especie que el de otro
"totem". Si el "totem" de un "clan"
es el canguro, el hombre se cree canguro; si es un conejo, se
imagina conejo. Lo que el "totem" subraya es el
"hecho diferencial". Israel es el pueblo elegido;
cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de
Israel persiste en creerse el pueblo elegido, incomparable con
los otros. Aún después de siglos de Cristianismo, los pueblos
del Norte se inventan la doctrina de la predestinación, para
darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterránicos.
Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una
forma más atenuada de la persuasión calvinista, como es el
jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de
su consubstancialidad con la civilización, para poder dividir a
los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la
subespecie de los afrancesados.
El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos
naturales la unidad y la fraternidad del género humano. No
intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este
cimiento trata de establecer un estado de cosas en que la tierra
y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio de todos.
Pero como su materialismo destruye la creencia en la capacidad de
conversión, que es la única cosa en que los hombres son
iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal
de igualdad económica sin apelar a medios terroristas. La
inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en
aras de este deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin
confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva
política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando
reaparecieron las desigualdades de la escala social, con ellas la
esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, y con
la esperanza, la energía y el trabajo. Al cabo de la revolución
no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases
gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y
reemplazadas por otras. Pero aún gobernantes y gobernados, altos
y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en
el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo
parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta
de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las
primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o
intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de
donde salen los gobernantes del país. Me imagino que si los
comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se
deberá a la posibilidad de que lo sean algún día, lo que
cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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