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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

La igualdad humana

Nuestro sentido hispánico nos dice que cualquier hombre, por caído que se encuentre, puede levantarse; pero también caer, por alto que parezca. En esta posibilidad de caer o levantarse todos los hombres son iguales. Por ella es posible a Ganivet imaginar su "eje diamantino" o imperativo categórico: "que siempre se pueda decir de ti que eres un hombre". El hombre es un navío que puede siempre, siempre, mientras se encuentra a flote, enderezar su ruta. Si la tripulación lo ha descuidado, si su quilla, sus velas o arboladura se hallan en mal estado, le será más difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será bastante para llegar a puerto. El éxito es de Dios. Lo que podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero esta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades. Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando que: "Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley". Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales. Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la misma manera.

Si tiene ese sentido es porque los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversión o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho. Si no fueran capaces de caída, la moral no necesitaría decirles cosa alguna. Si no fueran capaces de conversión, sería inútil que se lo dijera todo. La validez de la moral depende de que los hombres puedan cambiar de rumbo. Esta condición de su naturaleza es lo que ha hecho también posible y necesario el derecho. No habría leyes si los hombres no pudieran cumplirlas. Son imperativas, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen carácter universal, porque en esta capacidad de cumplirlas todos los hombres son iguales. Al proclamar la capacidad de conversión de los hombres no se dice que puedan ir muy lejos en la nueva ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos en el camino de la santidad el que sólo se arrepienta en la hora de la muerte. Pero si su conversión es sincera y total recorrerá en alas de los ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta capacidad de conversión es el fundamento de la dignidad humana. El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar la verdad y cambiar de conducta. Por eso hay que respetarle, incluso en sus errores, siempre que no constituya un peligro social. Pero fuera de esta común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los hombres.

Unos, son fuertes; otros, débiles ; unos, talentudos ; otros, tontos ; unos, gordos; otros, flacos ; unos blancos ; otros, color chocolate otros, amarillos. Y donde no existe claramente la conciencia de esta capacidad común de conversión, tampoco aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana. El hombre totémico se cree de diferente especie que el de otro "totem". Si el "totem" de un "clan" es el canguro, el hombre se cree canguro; si es un conejo, se imagina conejo. Lo que el "totem" subraya es el "hecho diferencial". Israel es el pueblo elegido; cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de Israel persiste en creerse el pueblo elegido, incomparable con los otros. Aún después de siglos de Cristianismo, los pueblos del Norte se inventan la doctrina de la predestinación, para darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterránicos. Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión calvinista, como es el jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consubstancialidad con la civilización, para poder dividir a los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de los afrancesados.

El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos naturales la unidad y la fraternidad del género humano. No intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este cimiento trata de establecer un estado de cosas en que la tierra y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio de todos. Pero como su materialismo destruye la creencia en la capacidad de conversión, que es la única cosa en que los hombres son iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal de igualdad económica sin apelar a medios terroristas. La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de este deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando reaparecieron las desigualdades de la escala social, con ellas la esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, y con la esperanza, la energía y el trabajo. Al cabo de la revolución no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y reemplazadas por otras. Pero aún gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de donde salen los gobernantes del país. Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se deberá a la posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento*


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