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El "principio del crecimiento"
También se defiende la
libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad
de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su
fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al final de su
ensayo De la libertad. Es la de Bertrand Russell, con su
Principio del Crecimiento. Dice Russell que los impulsos y deseos
de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de
un Principio central de Crecimiento, que los guía en una cierta
dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende
instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en
libertad para ello, porque, en general, los impulsos y deseos
dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de
los hombres. De ahí, por ejemplo, la proverbial malignidad de
los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos
contenidos. "Cuando no es satisfecho un impulso en el
momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias
esperadas de la satisfacción del impulso". La vida ha de
regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se
agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos
propósitos que había trazado de realizar. Pero los impulsos que
deben fomentarse son los que tienden a dar vida y a producir arte
y ciencia, es decir, a la creatividad en general.
Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben
restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción,
suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina. Mr.
Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del
Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede
probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro
árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los
impulsos dañinos sean menos "centrales" que los
benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los
impulsos. Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se
entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales.
La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar
científicamente la afirmación romántica de que el hombre es
naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el
romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta
se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su
desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización
cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.
Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos
años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad
fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo
puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a
sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa
determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las
grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar
religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La
extensión del territorio les hace más libres de lo que los
europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales.
Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más
alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan
tremenda crisis económica y política que su militar de más
prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar
recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes,
que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que
en un régimen fascista y dictatorial, que restablezca la
disciplina social con mano dura.
Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades
extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de
enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:
"Señores, no hay más que dos represiones posibles: una
interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son
de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está
subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el
termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la
represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de
la humanidad, una ley de la historia."
A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud
de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de
cada hombre está escrito que la práctica del bien exige
libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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