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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

La capacidad de conversión

Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma. Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen; y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?

Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser "el filósofo del liberalismo". A principio de siglo escribió un ensayo: La adoración de un hombre libre, que terminaba con un párrafo que causó sensación:

"Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos nobles que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo., Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente."

Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda han aprendido de memoria este párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre, "para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente", mientras que sus actos extriores, una vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar el mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del hombre no es sino el resultado de "la colocación accidental de los átomos". Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza. Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que así como los cielos declaran la gracia de Dios, la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, proclama nuestro poder y es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina.

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En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía: "aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez más pesado que en otros países de Europa". Revolviéndose sobre toda clase de "boycots", escribió Stuart Mill su célebre sentencia: "Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad". Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo y un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su "Catecismo del Revolucionario", cuando decía: "Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira". No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos, pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las entendederas de sus gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y los engaños, de lo lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira*


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