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La capacidad de conversión
Mantenemos nosotros la
libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por
grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse,
enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando
hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad
es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando
libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica,
que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos
indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá
cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las
puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio
pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero
el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma. Esto
por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o
política procede del reconocimiento común de esta libertad
íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no
actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo
posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural,
tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no
necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según
San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la
naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros
y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos
que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra
las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los
induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble,
porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan
excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio.
Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto de
conservación, tienen que estimular a los individuos a que las
sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen; y, de otra
parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los
hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio
universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado
de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero
¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el
espíritu cristiano?
Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser "el filósofo
del liberalismo". A principio de siglo escribió un ensayo:
La adoración de un hombre libre, que terminaba con un párrafo
que causó sensación:
"Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y
seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega
al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia
todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado
hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal
de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe
caiga, los pensamientos nobles que ennoblecen su efímero día;
desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar
en el santuario que sus propias manos han construido; sin
asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de
la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando
orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo
su saber y su condenación, sostener por sí solo., Atlas cansado
e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a
despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente."
Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda han
aprendido de memoria este párrafo. A despecho de ello me
atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico
podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero
huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento
del hombre, como dice en otro párrafo, es libre, "para
examinar, criticar, saber y crear imaginariamente", mientras
que sus actos extriores, una vez ejecutados, entran en la rueda
fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar el
mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima
de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo
en el hombre que procede de algún poder consciente superior al
mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que
hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es
bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como
Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil,
aunque por otra parte, tenga uno que resignarse a su tiranía
inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido
durante treinta años la base de una filosofía y una política,
es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del
hombre no es sino el resultado de "la colocación accidental
de los átomos". Es absurdo decirnos que la libertad surge
de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio
hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza.
Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell
escribía su parrafito se suicidó el poeta John Davison,
persuadido de que, después de haber producido la danza de los
átomos la conciencia del hombre y de su propia poesía, que era
la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más
etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató.
Sólo que así como los cielos declaran la gracia de Dios, la faz
de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas
extensiones, proclama nuestro poder y es prueba cierta de que ni
siquiera para la acción externa necesita someterse el género
humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su
chispa divina.
* * *
En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el
origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no
aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill
mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase
de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad
tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no
meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino
también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía:
"aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión
es tal vez más pesado que en otros países de Europa".
Revolviéndose sobre toda clase de "boycots", escribió
Stuart Mill su célebre sentencia: "Si toda la humanidad
menos uno fuese de la misma opinión, y sólo una persona de la
contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a
esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la
humanidad". Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos
de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo y un
Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo
de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea
salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya
entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff
en su "Catecismo del Revolucionario", cuando decía:
"Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la
mentira". No es muy probable que la intolerancia logre
silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que han de
afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira,
de la calumnia, de la difamación, de la pornografía, de la
inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos,
pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo
y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y
abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los
malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de
que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner
para proclamar que sus esperpentos están por encima de las
entendederas de sus gentes. Vivimos bajo el régimen de la
mentira. Las naciones se calumnian impunemente las unas a las
otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no
se creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la
Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de información
y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y los engaños,
de lo lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite
prosperar a una prensa que, en el caso mejor, no hace justicia
más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a
elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos
supone la desfiguración de las escalas de valores. No cabe, de
otra parte, verdadera competencia entre las falsedades
agradables, que halagan las pasiones populares, y las verdades
desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este
tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar
que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de
la falsedad y de la mentira*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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