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El Humanismo del Orgullo
Estos conceptos del hombre no
son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos
que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su
señorío. De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros,
hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que
son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se
confirman en esta idea de superioridad, con la de sus recursos y
medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte,
puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente
abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma
persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de
Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que
el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia
excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en
las primeras etapas del camino.
En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero
expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr.
Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo
éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría
indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del
liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios
mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus
posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en
estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima
que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda
en la confianza romántica del hombre en sí mismo y en la
desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los
credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las
prendas de vestir, pero que el hombre cuando se sale con la suya,
progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. La
Historia muestra también que esta libertad individualista no
sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto,
pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha
ocurrido que la bandera individualista, universal en sus
comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos
que se creen superiores. Aun dentro del territorio de un mismo
pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino
la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las
aprovechan y mejoran de posición. Estos son los buenos, los
selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan
y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los
condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una
sociedad estrictamente individualista, porque los padres de
familia no han podido creer en el postulado de que los hombres
sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre
de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que
les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo
que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que
permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en
los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los
degenerados e incapaces de trabajo. La civilización
individualista tiene que alzarse sobre un légamo de
"boicoteados", de caídos y de exhombres.
Pero tampoco puede tener carácter universalista en el sentido de
internacional. Como cree que los pueblos se dividen en libres,
semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro
las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con
leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio
que habitan los hombres superiores. De esa manera se
"congelan" naciones enteras, que no permiten que les
entren las corrientes emigratorias de las razas y países que
juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el
resentimiento de los pueblos excluidos.
Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos
países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero, tampoco. La
creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y
esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la
vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien
trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u
obrero. Pero en cuanto se deja de ser "ministro" de un
bien trascendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal,
se cumple la sentencia pascalina de hacer la bestia por que se
quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída
de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el
Universo, que no puede soportar su tiranía. Y entonces el
desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado
profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no
significa sino la falta de preparación en algún aspecto. En
cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia
superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo,
porque el resorte de su fuerza consistía precisamente en la
confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su
instinto se mantendría en el camino del progreso *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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