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El humanismo moderno
Este sentido nuestro del hombre
se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia
moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento,
cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los
eruditos en las "Vidas Paralelas", de Plutarco, unos
tipos de hombre que les parecieron más dignos de servir de
modelo a los demás que los santos del "Año
Cristiano". Como así se humanizaba el ideal, el humanismo
significó esencialmente la resurrección del criterio de
Protágoras, según el cual el hombre es la medida de todas las
cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo
que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que
nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su
condición de esencias trascendentales para trocarse en
relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y
relativismo son palabras sinónimas.
Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad
sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosas son el bien
y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el
bien del hombre o sombras sin sustancia, palabras y ruidos sin
sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos
universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es
bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno.
La idea de Protágoras, de terciar en la disputa, sería
probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no
de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo
sugiere a algunas gentes, y hasta pueblos enteros, o por lo
menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas
hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele
ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás
gentes creen que es malo, con la convicción sublime de que tiene
que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo
ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones,
el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y
falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los
malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo
nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como
buenos. El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo
hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo
creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la
bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir
a los demás de que la bestia es el ángel.
La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo,
suponiendo que no son sino palabras con que sublimamos nuestras
preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira,
porque cada impresión es verdadera, y más allá de la
impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un
arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo
para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo.
Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la
medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores,
porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el
bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se
degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible
hablar de humanismo.
Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de
las supuestas superioridades "a priori", han penetrado
nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han
creído nunca que el hombre es la medida de las cosas. Han
creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la
justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de
sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la
impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras
gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su
perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la
coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su
correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y
lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer
individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer
totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoievski: o
el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en
la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir.
Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la
verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales.
Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la
verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se
refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca
caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don
Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer
nunca el gobernador de Barataria.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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