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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

El humanismo moderno

Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las "Vidas Paralelas", de Plutarco, unos tipos de hombre que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del "Año Cristiano". Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.

Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosas son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin sustancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno. La idea de Protágoras, de terciar en la disputa, sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta pueblos enteros, o por lo menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes creen que es malo, con la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos. El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.

La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo. Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de humanismo.

Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades "a priori", han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el hombre es la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.*


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