|
XXXVIII Si es o no es indispensable acudir cada vez al fallo concreto de la Iglesia y de sus Pastores para saber si un escrito o persona deben repudiarse y combatirse como liberales.
"Todo lo que acabáis de exponer, dirá
alguien al llegar aquí, topa, en la práctica, con una
dificultad gravísima. Habéis hablado de personas y de escritos
liberales, y nos habéis recomendado con gran ahínco huyésemos,
como de la paste, de ellos y hasta de su más lejano resabio.
¿Quién, empero, se atreverá, por si solo, a calificar a tal
persona o escrito de liberal, no mediando antes fallo decisivo de
la Iglesia docente, que así lo declare?"
He aquí un escrúpulo, o mejor, una tontería, que han puesto
muy en boga, de algunos años acá, los liberales y los
resabiados de Liberalismo. Teoría nueva en la Iglesia de Dios, y
que hemos vista con asombro prohijaba por quienes nunca
hubiéramos imaginado pudiesen caer en tales aberraciones.
Teoría, además, tan cómoda para el diablo y sus secuaces, que
en cuanto un buen católico les ataca o desenmascara, al punto se
les ve acudir a ella y refugiarse en sus trincheras, preguntando
con aires de magistral autoridad: "¿Y quién sois vos para
calificarme a mi o a mi periódico de liberales? ¿Quién os ha
hecho maestro en Israel para declarar quién es buen católico y
quién no? ¿Es a vos a quien se ha de pedir patente de
catolicismo?" Esta última frase, sobre todo, ha hecho
fortuna, como se dice, y no hay católico resabiado de liberal
que no la saque, como último recurso, en los casos graves y
apurados. Veamos, pues, qué hay sobre eso y si es sana teología
la que exponen los católico-liberales sobre el particular.
Planteemos antes limpia y escueta la cuestión. Es la siguiente:
Para calificar a una persona o un escrito de liberales, ¿debe
aguardarse siempre el fallo concreto de la Iglesia docente sobre
tal persona o escrito?
Respondemos resueltamente que de ninguna manera. De ser cierta
esta paradoja liberal, fuera ella indudablemente el medio más
eficaz para que en la práctica quedasen sin efecto las
condenaciones todas de la Iglesia, en lo referente así a
escritos como a personas.
La Iglesia es la única que posee el supremo magisterio doctrinal
de derecho y de hecho, juris et facti, siendo su suprema
autoridad, personificada en el Papa, la única que
definitivamente y sin apelación puede calificar doctrinas en
abstracto, y declarar que tales doctrinas las contiene o enseña
en concreto el libro de tal o cual persona, Infalibilidad no por
ficción legal, como la que se atribuye a todos los tribunales
supremos de la tierra, sino real y efectiva, como emanada de la
continua asistencia del Espíritu Santo, y garantiza por la
promesa solemne del Salvador. Infalibilidad que se ejerce sobre
el dogma y sobre el hecho dogmático, y que tiene por tanto toda
la extensión necesaria para dejar perfectamente resuelta, en
última instancia, cualquier cuestión.
Ahora bien. Esto se refiere al fallo último y decisivo, al fallo
solemne y autorizado, al fallo irreformable e inapelable, al
fallo que hemos llamado en última instancia. Mas no excluye para
luz y guía de los fieles otros fallos menos autorizados, pero
sí también muy respetables, que no se pueden despreciar y que
pueden hasta obligar en conciencia al fiel cristiano. Son los
siguientes, y suplicamos al lector se fije bien en su gradación:
1.° El de los Obispos en sus diócesis. Cada Obispo es juez en
su diócesis para el examen de las doctrinas y calificación de
ellas, y declaración de cuáles libros las contienen y cuáles
no. Su fallo no es infalible, pero es respetabilísimo y obliga
en conciencia, cuando no se halla en evidente contradicción con
otra doctrina previamente definida, o cuando no le desautoriza
otro fallo superior.
2.º El de los Párrocos en sus feligresías. Este magisterio
está subordinado al anterior, pero goza en su más reducida
esfera de análogas atribuciones. El Párroco es pastor, y puede
y debe, en calidad de tal, discernir los pastos saludables de los
venenosos. No es infalible su declaración, pero debe tenerse por
digna de respeto, según las condiciones dichas en el párrafo
anterior.
3.º El de los directores de conciencias. Apoyados en sus luces y
conocimientos, pueden y deben los confesores decir a sus
dirigidos lo que les parezca, acerca tal doctrina o libro sobre
que se les pregunta; apreciar según las reglas de moral y
filosofía si la lectura o compañía puede ser peligrosa o
nociva para su confesado, y hasta pueden con verdadera autoridad
intimarle se aparte de ellas. Tiene, pues, también un cierto
fallo sobre doctrinas y personas el confesor
4.° El de los simples teólogos consultados por el fiel seglar.
Peritis in arte credendam, dice la filosofía: "se ha de
creer a cada cual en lo que pertenece a su profesión o
carrera." No se entiende que goce en ella el tal de
verdadera infalibilidad, pero sí que tiene una cierta especial
competencia para resolver los asuntos con ellas relacionados
Ahora bien. Al teólogo graduado le da la Iglesia un cierto
derecho oficial para explicar a los fieles la ciencia sagrada y
sus aplicaciones. En uso de este derecho escriben de teología
los autores, y califican y fallan según su leal saber y
entender. Es, pues, cierto que gozan de una cierta autoridad
científica para fallar en asuntos de doctrina, y para declarar
qué libros la contienen o qué personas la profesan. Así
simples teólogos censuran y califican, por mandato del Prelado,
los libros que se dan a la imprenta, y garantizan con su firma su
ortodoxia. No son infalibles, pero le sirven al fiel de norma
primera en lo casero y usual de cada día, y deben éstos
atenerse a su fallo hasta que lo anule otro superior.
5.º El de la simple razón humana debidamente ilustrada. Sí,
señor; hasta eso es lugar teológico; como se dice en teología;
es decir, hasta eso es criterio científico en materia de
religión. La fe domina a la razón; ésta debe estarle en todo
subordinada. Pero es falso que la razón nada pueda por sí sola,
es falso que la luz inferior encendida por Dios en el
entendimiento humano no alumbre nada, aunque no alumbre tanto
como la luz superior. Se le permite, pues, y aun se le manda al
fiel discurrir sobre lo que cree, y sacar de ello consecuencias,
y hacer aplicaciones, y deducir paralelismos y analogía. Así
puede el simple fiel desconfiar ya a primera vista de una
doctrina nueva que se le presente, según sea mayor o menor el
desacuerdo en que la vea con otra definida. Y puede, si este
desacuerdo es evidente combatirla como mala, y llamar malo al
libro que la sostenga. Lo que no puede es definirla ex cathedra;
pero tenerla para sí como perversa, Y como tal señalarla a los
otros para su gobierno, y dar la voz de alarma y disparar los
primeros tiros, eso puede hacerlo el fiel seglar; eso lo ha hecho
siempre y se lo ha aplaudido siempre la iglesia. Lo cual no es
hacerse pastor del rebaño, ni siquiera humilde zagal de él: es
simplemente servirle de perro para avisar con sus ladridos.
Oportet aulatrare canes, recordó a propósito de esto muy
oportunamente un gran Obispo español, digno de los mejores
siglos de nuestra historia.
¿Por ventura no lo entienden así los más celosos Prelados,
cuando, en repetidas ocasiones, exhortan a sus fieles a
abstenerse de los malos periódicos o de los malos libros sin
indicarles cuáles sean éstos, persuadidos como están de que
les bastará su natural criterio ilustrado por la fe para
distinguirlos, aplicando las doctrinas ya conocidas sobre la
materia? Y el mismo Índice ¿contiene acaso los títulos de
todos los libros prohibidos? ¿No figuran al frente de él, con
el carácter de Reglas generales del Índice, ciertos principios
a los que debe atenerse un buen católico para considerar como
malos muchos impresos que el Índice no designa, pero que, sobre
las reglas dadas, quiere que juzgue y falle por sí propio cada
uno de los lectores?
Pero vengamos a una consideración más general. ¿De qué
serviría la regla de fe y costumbres, si a cada caso particular
no pudiese hacer inmediata aplicación de ella el simple fiel,
sino que debiese andar de continuo consultando al Papa o al
Pastor diocesano? Así como la regla general de costumbres es
ley, y sin embargo tiene cada uno dentro de sí una conciencia
(dictamen practicum) en virtud de la cual hace las aplicaciones
concretas de dicha regla general, sin perjuicio de ser corregido,
si en eso se extravía; así en la regla general de lo que se ha
le creer, que es la autoridad infalible de la Iglesia, consiente
ésta, y ha de consentir, que haga cada cual con su particular
criterio las aplicaciones concretas, sin perjuicio de corregirle,
y obligarle a retractación si en eso yerra. Es frustrar la
superior regla de fe, es hacerla absurda e imposible exigir su
concreta e inmediata aplicación por la autoridad primera, a cada
caso de cada hora y de cada minuto.
Hay aquí un cierto jansenismo feroz y satánico, como el que
había en los discípulos del malhadado Obispo de Iprés al
exigir para la recepción de los Santos Sacramentos disposiciones
tales, que los hacían moralmente imposible para los hombres, a
cuyo provecho están destinados. El rigorismo ordenancista que
aquí se invoca es tan absurdo como el rigorismo ascético que se
predicaba en Port-Royal, y sería aun de peores y más
desastrosos resultados. Y si no, obsérvese un fenómeno. Los
más rigoristas en eso son los más empedernidos sectarios de la
escuela liberal. ¿Cómo se explica esa aparente contradicción?
Explícase muy claramente, recordando que nada convendría tanto
al Liberalismo, como esa legal mordaza puesta a la boca y a la
pluma de sus más resueltos adversarios. Sería a la verdad gran
triunfo para él lograr que, so pretexto de que nadie puede
hablar con voz autoritativa en la Iglesia, más que el Papa y los
Obispos, enmudeciesen de repente los De Maistre, los Valdegamas,
los Veuillot, los Villoslada, los Aparisi, los Tejado, los Orti y
Lara, los Nocedal, de que siempre, por la divina misericordia, ha
habido y habrá gloriosos ejemplares en la sociedad cristiana.
Eso quisiera él, y que fuese la Iglesia misma quien le hiciese
ese servicio de desarmar a su más ilustres campeones.