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XXXVII Prosigue la misma materia.
Y, sin embargo, es este, como hemos dicho
antes, el sueño dorado, la eterna ilusión de muchos de nuestros
hermanos. Creen éstos que lo que le importa principalmente a la
verdad es sean muchos sus defensores y amigos. Número paréceles
sinónimo de fuerza: para ellos sumar, aunque sean cantidades
heterogéneas, es siempre multiplicar la acción, así como
restar es siempre disminuirla. Vamos a esclarecer un poco más
este punto, y a emitir algunas últimas observaciones sobre esta
ya agotada materia.
La verdadera fuerza y poder de todas las cosas, así en lo
físico como en lo moral, está más en la intensidad de ellas
que en su extensión. Mayor volumen de igual intensa materia es
claro que da mayor fuerza; mas no por el aumento de volumen, sino
por el aumento o suma mayor de intensidades. Es regla, pues, de
buena mecánica procurar aumento en la extensión y número de
las fuerzas, mas a condición de que con esto resulten
verdaderamente aumentadas las intensidades. Contentarse con el
aumento, sin detenerse a examinar el valor de lo aumentado, es no
solamente acumular fuerzas ficticias, sí que exponerse, como
hemos indicado, a que con ellas salgan paralizadas en su acción
hasta las verdaderas, si algunas hubiere.
Es lo que pasa en nuestro caso, y que nos costará poquísimo
demostrar.
La verdad tiene una fuerza propia que comunica a sus amigos y
defensores. No son éstos los que se la dan a ella; es ella quien
a ellos se la presto. Mas a condición de que sea ella realmente
la defendida. Donde el defensor, so capa de defender mejor la
verdad, empieza por mutilarla y encogerla o atenuarla a su
antojo, no es ya tal verdad lo que defiende, sino una invención
suya, criatura humana de más o menos buen parecer, pero que nada
tiene que ver con aquella otra hija del cielo.
Esto sucede hoy día a muchos hermanos nuestros, víctimas
(algunos inconscientes) del maldito resabio liberal. Creen con
cierta buena fe defender y propagar el Catolicismo; pero a fuerza
de acomodarlo a su estrechez de miras y a su poquedad de ánimo,
para hacerlo (dicen) más aceptable al enemigo a quien desean
convencer, no reparan que no defienden ya el Catolicismo, sino
una cierta cosa particular suya, que ellos llaman buenamente
así, como pudieran llamarla con otro nombre. Pobres ilusos que,
al empezar el combate, y para mejor ganarse al enemigo, han
empezado por mojar la pólvora y por quitarle el filo y la punta
a la espada, sin advertir que espada sin punta y sin filo no es
espada, sino hierro viejo, y que la pólvora con agua no lanzará
el proyectil. Sus periódicos, libros y discursos, barnizados de
catolicismo, pero sin el espíritu y vida de él, son en el
combate de la propaganda lo que la espada de Bernardo y la
carabina de Ambrosio, que tan famosas ha hecho por ahí el
modismo popular para representar toda clase de armas que no
pinchan ni cortan.
¡Ah! no, no, amigos míos; preferible es a un ejército de esos
una solo compañía, un solo pelotón de bien armados soldados
que sepan bien lo que defienden y contra quién lo defienden y
con qué verdaderas armas lo deben defender. Denos Dios de esos,
que son los que han hecho siempre y han de hacer en adelante algo
por la gloria de su Nombre, y quédese el diablo con los otros,
que como verdadero desecho se los regalamos.
Lo cual sube de punto si se considera que no sólo es inútil
para el buen combate cristiano tal haz de falsos auxiliares, sino
que es embarazosa y casi siempre favorable al enemigo.
Asociación católica que debe andar con esos lastres, lleva en
si lo suficiente para que no pueda hacer con libertad movimiento
alguno. Ellos matarán a la postre con su inercia toda viril
energía; ellos apocarán a los más magnánimos y reblandecerán
a los más vigorosos; ellos tendrán en zozobra al corazón fiel,
temeroso siempre, y con razón, de tales huéspedes, que son bajo
cierto punto de vista amigos de sus enemigos. Y, ¿no será
triste que, en vez de tener tal asociación un solo enemigo
franco y bien definido a quien combatir, haya de gastar parte de
su propio caudal de fuerzas en combatir, o por lo menos en tener
a raya, a enemigos intestinos que destrozan o perturban por lo
menos su propio seno? Bien lo ha dicho La Civiltá Cattolica en
unos famosos artículos.
"Sin esa precaución, dice, correrían peligro ciertísimo
no solamente de convertirse tales asociaciones (las católicas)
en campo de escandalosas discordias, mas también de degenerar en
breve de los sanos principios, con grave ruina propia y gravisimo
daño de la Religión."
Por lo cual concluiremos nosotros este capitulo trasladando aquí
aquellas otras tan terminantes y decisivas palabras del mismo
periódico, que para todo espíritu católico deben ser de
grandísima, por no decir de inapelable autoridad. Son las
siguientes:
"Con sabio acuerdo las asociaciones católicas de ninguna
cosa anduvieron tan solicitas como de excluir de su seno, no
sólo a todo aquel que profesase abiertamente las máximas del
Liberalismo, si que a aquellos que, forjándose la ilusión de
poder conciliar el Liberalismo con el Catolicismo, son conocidos
con el nombre de católicos liberales".