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XX De cuán necesario sea precaverse contra las lecturas liberales .
Si esta conducta conviene observar con
las personas, mucho más conveniente, y por suerte mucho más
fácil, es observarla con las lecturas.
El Liberalismo es sistema completo, como el Catolicismo, aunque
en sentido inverso. Tiene, pues, sus artes, ciencias, letras,
economía, moral, es decir, un organismo enteramente propio y
suyo animado por su espíritu, marcado con su sello y fisonomía.
También lo han tenido las más poderosas herejías, como, por
ejemplo, el arrianismo en la antigüedad y el jansenismo en los
siglos modernos. Hay, pues, no sólo periódicos liberales, sí
que libros liberales o resabiados de Liberalismo, y los hay en
abundancia, y triste es decirlo, en ellos se apacienta
principalmente la generación actual y por esto, aun sin saberlo
o advertirlo, son tantos los que se encuentran miserablemente
contagiados.
¿Qué reglas hay que dar para este caso?
Análogas o casi iguales a las que se han dada con relación a
las personas. Vuélvase a leer lo dicho poco ha, y aplíquese a
los libros lo que de los individuos se dijo. No es trabajo
difícil, y ahorrará a nosotros y a los lecturas la molestia de
la repetición.
Una cosa solo advertiremos aquí, que especialmente se refiere a
esta materia. Y es que nos guardemos de deshacernos en elogios de
libros liberales, sea cual fuere su mérito científico o
literario, a menos que no hagamos tales elogios sino con
grandísimas reservas y salvando siempre la reprobación que
merecen por su espíritu o sabor liberal. Y hacemos hincapié en
esto, porque son muchos los católicos bonachones (aun en el
periodismo católico), que, para que les tengan por imparciales,
y por darse barniz de ilustración, que siempre halaga, tocan el
bombo y soplan la trompeta de la Fama en favor de cualquier obra
científica o literaria que nos venga del campo liberal; y dicen
que hacerlo así es probar que a los católicos no nos duele
reconocer el mérito donde quiera que lo veamos, que así se
atrae al enemigo (maldito sistema de atracción, que viene a ser
nuestro juego de gana pierde! pues insensiblemente somos nosotros
los atraídos); que, finalmente, no hay peligro alguno en esto, y
si notorio espíritu de equidad. ¡Qué pena nos dio hace pocas
meses leer en un periódico fervorosamente católico repetidos
elogios y recomendaciones de un poeta célebre que ha escrito, en
odio a la Iglesia, poemas como la Visión de Fr Martín y La
última Lamentación de Lord Byron! ¿Qué importa sea o no
grande su mérito literario, si con este su mérito literario,
nos asesina las almas que hemos de salvar? Lo mismo fuera
guardarle consideración al bandido por brillo de la espada con
que nos embiste, o por los bellos dibujos que adornan el fusil
con que nos dispara. La herejía envuelta en los artificiosos
halagos de una rica poesía, es mil veces más mortífera que la
que sólo se da a tragar en los áridos y fastidiosos silogismos
de la escuela. La gran propaganda herética de casi todos los
siglos, leo en las historias, que la han ayudado a hacer los
sonoros versos. Poetas de propaganda tuvieron los arrianos;
tuviéronlos los luteranos, que muchos se preciaban, con su
Erasmo, de cultos humanistas; de la escuela jansenista de
Arnaldo, de Nicole y de Pascal no hay que decir que fue
esencialmente literaria. Voltaire ya se sabe a qué debió los
principios y sostén de su espantosa popularidad. ¿Cómo hemos,
pues, de hacernos cómplices los católicos de tales sirenas del
infierno, y darles nombre y fama, y ayudarlos en su obra de
fascinación y corrupción de la juventud? El que lee en nuestros
periódico que tal o cual poeta es admirable poeta, aunque
liberal; va y coge y compra en la librería aquel admirable
poeta, aunque liberal; y lo traga y devora, aunque liberal; y lo
digiere e inficiona con él su sangre, aunque liberal; y tórnase
a la postre el desdichado lector liberal como su autor favorito.
¡Cuántas inteligencias y corazones echó a perder el infeliz
Espronceda! ¡Cuántas el impío Larra! ¡Cuántas casi hoy día
el malhadado Bécquer! Por no citar nombres de vivos; que nos
costara por cierto citarlos a docenas. ¿Por qué le hemos de
hacer a la Revolución el servicio de pregonar sus glorias
infaustas? ¿A título de qué? ¿De imparcialidad? No, que no
debe haber imparcialidad en ofensa de lo principal, que es la
verdad. Una mala mujer es infame por bella que sea, y es más
peligrosa cuanto es más bella. ¿Acaso por título de gratitud?
No, porque los liberales más prudentes que nosotros, no
recomiendan lo nuestro aunque sea tan bello como lo suyo, antes
procuran obscurecerlo con la crítica o enterrarlo con el
silencio.
De San Ignacio de Loyola dice su ilustre historiador, el P.
Ribadeneyra, que era tan celoso de esto, que nunca permitió se
leyese en sus clases obra alguna del famoso humanista de su
época Erasmo de Rotterdan, a pesar de que muchos de sus
elegantes escritos no se referían a religión, sólo porque en
la mayor parte de ellos mostraba saber protestante.
Del P. Fáber, a quien no se tachará de poco ilustrado,
intercalamos aquí un precioso fragmento a propósito de sus
famosos compatricios Milton y Byron. Decía así el gran escritor
inglés, en una de sus hermosísimas cartas: ¿No comprendo la
extraña anomalía de las gentes de salón, que citan con elogio
a hombres como Milton y Byron, manifestando al mismo tiempo que
aman a Cristo y ponen en El toda esperanza de salvación. Se ama
a Cristo y a la Iglesia, y se alaba en sociedad a los que de
Ellos blasfeman; se truena y se habla contra la impureza como
cosa odiosa a Dios, y se celebra a un ser cuya vida y obras han
estado saturadas de ella. No puedo comprender la distinción
entre el hombre y el poeta, entre los pasajes puros y los
impuros. Si un hombre ofende Al objeto de mi amor, no puedo
recibir de él consuelo ni placer, y no puedo concebir que con
amor ardiente y delicado hacia nuestro Salvador puedan gustar las
obras de su enemigo. La inteligencia admite distinciones pero el
corazón, no. Milton ( maldita sea la memoria del blasfemo! )
pasó gran parte de su vida escribiendo contra la divinidad de mi
Señor, mi única fe, mi único amor; este pensamiento me
envenena. Byron, hollando sus deberes para con su patria y todos
los afectos naturales, se rebajó vergonzosamente, vistiendo con
hermosos versos el crimen y la incredulidad. El monstruo que puso
(¿me atreveré a escribirlo?) a Jesucristo al nivel y como
compañero de Júpiter y de Mahoma, no es para mí otra cosa que
bestia fiera, hasta en sus pasajes más puros, y nunca me he
arrepentido de haber arrojado al fuego en Oxford una hermosa
edición de sus obras en cuatro volúmenes... Inglaterra no
necesita a Milton. ¿Cómo puede necesitar mi país una
política, un valor, un talento o cualquier otra cosa que esté
maldita de Dios; ¿Y cómo el Eterno Padre puede bendecir el
talento y la obra de quien en prosa y en verso ha renegado'
ridiculizado y blasfemado la divinidad de su Hijo? Si quis non
amat Dominum Nostram Jesum Christam, sit anathema. Así decía
San Pablo.,
En tales términos escribía el gran literato católico inglés,
una de las más grandes figuras literarias de la Inglaterra
moderna. Eso escribía cuando no había hecho aún su completa
abjuración del Protestantismo. Así ha discurrido siempre la
sana intransigencia católica, así habló siempre el buen
sentido de la fe.
Asómbrame que se hayan tenido tantas polémicas sobre si
conviene o no la educación clásica, basada en el estudio de los
autores griegos y latinos de la pagana antigüedad, a pesar de lo
que les disminuye a éstos su eficacia la distancia de los
siglos, el mundo distinto de ideas y costumbres y la diversidad
del idioma. Asómbrame esto, y que apenas nada se haya escrito
sobre lo venenoso y letal de la educación revolucionaria, que
sin escrúpulo se da o se tolera dar por muchos católicos a la
juventud.