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Destruido el prejuicio de las falsas historias, hay que revalorizar el espíritu netamente español en las Américas.
Lo digo con pena, pero no diré
más de lo que está en el fondo de vuestro pensamiento en estos
momentos: España está despreciada en el mundo, y es inútil
pedir paso libre a la hispanidad si España no puede llenar
honrosamente su misión. El gran Menéndez y Pelayo, que tanto
trabajó en la restauración de los valores patrios y que no ha
tenido aún sucesor de la envergadura de él, se lamentaba, en el
congreso de apologética, de Vich, en 1911, de que España
contemplara estúpidamente la disipación de su patrimonio
tradicional. Más que disiparlo, lo que ha hecho España es
dejarlo abandonado; que el ser y el valer de una gran nación no
se aventa en unos lustros de incomprensión de sus hijos. Dios
nos ha deparado coyunturas históricas, hasta en lo que va de
siglo XX, en que cualquier nación hubiese podido dar un aletazo
por encima del peñascal que cayó sobre Europa y que arruinó al
mundo, y las hemos desaprovechado. Más aún: cuando los pueblos
europeos empiezan a resurgir de sus ruinas, nosotros hemos
cometido la locura de entrar en el mar agitado de una revolución
que pudo ser una esperanza, pero que de hecho ha sido la
vorágine en que pueden hundirse los valores más sustantivos de
nuestra historia: el sentido religioso, el de justicia que sobre
él se asienta, la cultura integral, desde la que se ocupa en las
altas especulaciones de la filosofía hasta las ciencias
aplicadas que dan a los pueblos lustre y provecho; el culto a la
autoridad por los de abajo y el sentido de paternidad por los de
arriba; la hidalguía, la fidelidad, todo aquello, en fin, que
constituyó el patrimonio espiritual de España en los siglos
pasados.
Todo esto debemos revalorizarlo, no sólo sacando de los viejos
arcones de nuestra historia los altísimos ejemplos que podemos
ofrecer al mundo, sino trabajando con inteligente abnegación
sobre nuestro espíritu nacional para desentumecerlo y devolverle
el uso de su fuerza y de sus aptitudes y virtudes históricas,
sin dejar de incorporarnos todo lo legítimo de las corrientes
que de fuera nos lleguen. Los tiempos son propicios para ello, a
pesar de la dispersión de nuestras energías al salir de la
corriente de nuestra historia, y a pesar de que nuestro esfuerzo
mental se prodiga estérilmente en el complicado juego de la vida
moderna, en los escarceos de la baja política, en la hoja diaria
voraz y en los temas múltiples y triviales que plantea la
curiosidad insana del espíritu.
Y son propicios los tiempos porque, como ha anotado Maeztu,
"el sentido de cultura de los pueblos modernos coincide con
la corriente histórica de España; los legajos de Sevilla y de
Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo, no son
tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; el mundo, que
nos había condenado, nos da ahora la razón", y es de creer
que España, que se ha deshispanizado en estos dos últimos
siglos, volverá a entrar en el viejo solar de sus glorias,
después que, nuevo hijo pródigo, ha corrido esas Europas
viviendo precariamente los manjares que no se hicieron para ella.
Cuique Suum. Europa empieza a hacernos justicia: ayudemos a
Europa a hacérnosla. Felipe II ya no es el "Demonio
meridiano", sino el rey prudente y el político sagaz. El
Escorial ya no es una mole inerte, esfuerzo de un arte impotente
para inmortalizar un nombre y una fecha, sino que es un monumento
en que Herrera aprisionó de nuevo la serenidad y armonía del
genio griego. América ya no es el viejo patrimonio de ladrones,
aventureros y mataindios, sino una obra de conquista y
civilización cual no la hizo ni concibió pueblo alguno de la
historia. Así, paulatinamente, se revalorizará el arte, la
teología, el derecho, la política, todo lo que constituye el
patrimonio de la cultura patria; e injertando en el viejo tronco
de nuestras tradiciones lo nuevo que puedan asimilarse
ofreceremos al mundo la España viva y gloriosa de siempre,
inaccesible a esta corriente de trivialidad, de extranjerismo, de
fatuidad revolucionaria que nos atosiga.
Vosotros, americanos de sangre española, debéis ayudarnos en
este trabajo ímprobo. Vuestras son las ejecutorias de la
grandeza de España, porque son de vuestra madre. Las fuerzas de
conquista del mundo moderno están, con las de España, alineadas
ante esta América para el ataque, llámense monroísmo,
estatismo, protestantismo, socialismo o simple mercantilismo
fenicio. Escoged entre la madre que os llevó en sus pechos
durante siglos o los arribistas de todo cuño que miran a su
provecho. Rubén Darío, apuntando a uno de los ejércitos
permanentes que os asedian, arrancaba a su estro sonoro esta
estrofa, colmada de espanto y de esperanza en España:
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
Aquí está España, que quiere rehabilitarse ante vosotros y que
os pide, en nombre de la vieja común historia, que unáis otra
vez a ella vuestros destinos.
Libres de los prejuicios de la leyenda negra y rehechos nuestros
valores espirituales, unámonos en la obra solidaria de la
cultura, entendida la palabra en su sentido más amplio y
profundo. Cultura es cultivo: como estamos obligados a cultivar
la tierra para que nos dé su sustento de cada día, así tenemos
la obligación moral de cultivar la vida humana personal y
socialmente, para lograr su máximo rendimiento y esplendor. Los
pueblos sin cultura sucumben, porque son absorbidos o anulados en
su personalidad histórica por los más cultos. La infiltración
de la cultura de un pueblo en otro es el preludio de su conquista
moral, especie de anexión de espíritus que importa como una
servidumbre, que es desdoro para quien la presta.
Cierto que la cultura es patrimonio circulante, a cuya formación
contribuyen y de que participan, a su vez, todos los pueblos.
Pero hay pueblos parásitos que viven de la cultura ajena y
pueblos fabricantes y exportadores de su cultura específica.
Estos son los que imponen al mundo la ley de su pensamiento, en
el orden especulativo, y acaban por imponer las ventajas de sus
inventos científicos y los productos de sus fábricas.
No seamos parásitos ni importadores de cultura extranjera.
Tenemos alma y genio que no ceden a los de ningún pueblo.
Tenemos un fondo de cultura tradicional que el mundo nos envidia.
Tenemos una lengua, vehículo de las almas e instrumento de
cultura, que dentro de poco será la más hablada de la tierra y
en la que se vacían, como en un solo troquel, el pensamiento y
el corazón de veinte naciones que aprendieron a hablarla en el
regazo de una misma madre. Y, sobre todo, tenemos la misma
formación espiritual, porque son idénticos los principios
cristianos que informan el concepto y el régimen de la vida.
¿Cómo fomentar esta obra solidaria de cultura? Españolizando
en América y americanizando en España. Cuando dos se aman,
piensan igual y sus corazones laten al unísono. Amémonos,
americanos, y transfundámonos mutuamente nuestro espíritu; nos
será más fácil entendernos que con otros porque tenemos el
paso a nivel de una misma tradición y de una misma historia. La
depuración de la lengua, el intercambio de libros y periódicos,
la voz de España que se oiga en los círculos y ateneos de
América y la voz de los americanos que resuene en España, para
repetirnos nuestras viejas historias y proyectar, acá y allá,
las luces nuevas del espíritu. Contactos de maestros y
juventudes en colegios y universidades, con las debidas reservas
para que no se deforme el criterio de nuestra cultura
tradicional; coordinación de esfuerzos acá y allá, entre los
enamorados del ideal hispanoamericano, para abrir nuevas rutas a
nuestra actividad cultural y canalizar las energías hoy
desperdigadas. Un gran centro de cultura hispanoamericana en
España, en comunicación con otros análogos en las naciones de
habla española en América, podría ser el foco que recogiera e
irradiara la luz homogénea del pensamiento de aquende los mares.
Y todo ello sin recelos, hermanos de América, sin recelos por
nuestra aparente inferioridad; que todavía le queda cerebro y
médula al genio español, que iluminó al mundo hace tres
siglos; y menos por la autonomía de vuestro pensamiento y
vuestra cultura propia, porque España no aspira al predominio,
sino a una convivencia y a una colaboración en que prospere y se
abrillante el genio de la raza, que es el mismo para todos.
Si no desdijese de mis hábitos episcopales y de esta cruz
pectoral, que recuerda lo espiritual y sobrenatural de mi
misión, yo os diría, americanos, sin que nadie pueda recelar de
propagandas ajenas a mi oficio: "Unámonos hasta para el
fomento de nuestros intereses económicos." ¿Por qué no?
El hombre no vive de sólo pan, cierto; pero no vive sin pan, y
tiene derecho a su conquista, hasta donde pueda convenirle para
vivir prósperamente. La decadencia económica va casi siempre
acompañada del decaimiento espiritual; la prosperidad colectiva,
mientras se conservan en los pueblos las virtudes morales, es
estímulo social del progreso.
Ni es ajeno al oficio sacerdotal el del buen patriota que quiere
para su pueblo la bendición de Dios de pinguedine terrae. ¿No
fueron los misioneros los que trajeron de España acá aperos y
semillas y abrieron escuelas de artes y oficios? No había en
América más que una espiga de trigo que tenían en su jardín
los dominicos de la Española; cuando el obispo Quevedo se queja
a Las Casas de que no hay pan, contesta indignado el celoso
misionero: "¿Qué son estos granos del huerto de los
frailes?" Y en América hubo pan; al mísero cazabe
sustituyó el pan candeal, el de los pueblos civilizados; este
pan de Melquisedec y del tabernáculo mosaico y de los altares
cristianos en que Dios ha querido fundar el sacrificio, que es la
salvación del mundo.
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