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Formas más eficaces de hacer raza y trabajar por la hispanidad
Perdonadme que reitere la
palabra y el concepto de hispanidad, porque todos los valores
espirituales de la América latina son originariamente
españoles; porque estos valores han sido sostenidos durante tres
siglos por la acción política y administrativa de España, y
más aún por la acción misionera de España; y porque si los
siglos pasados señalan a los pueblos sus caminos, faltaríamos a
nuestra misión histórica si no hiciéramos hispanidad.
Cierto que otras naciones europeas han aportado a la América
latina, sobre todo en el último siglo, su caudal de sangre, de
esfuerzo, de civilización peculiar. Pero todas ellas no han
dejado más que un sedimento superficial en la gran masa de la
población americana; algo más denso en las modernas ciudades
cosmopolitas. Pero las capas profundas de la civilización
secular de estas Américas las pusimos nosotros, con la erección
de sus más famosas ciudades, y que se construyeron al estilo
español, con los obispados y misiones, que irradiaron la vida
espiritual de la metrópoli hasta el corazón de las selvas
vírgenes; con esos cabildos o municipios, a los que se
concedieron iguales privilegios que a los de Castilla y León,
institución de derecho político que no ha sido igualada en
ningún país de Europa y que difundieron aquí la cultura en el
mismo nivel que en el mundo viejo; con las encomiendas y
reducciones, sobre todo las asombrosas reducciones del Plata, que
llevaron a estos pueblos a ser tan felices como pueda haberlo
sido pueblo alguno de la tierra, pudiendo parangonarse las
instituciones de derecho civil y político de estos países con
las conquistas de la moderna democracia, sin los peligros de la
atomización de la autoridad. Sobre estos pilares se levantó la
civilización americana, que, o dejará de ser lo que es, o
deberá seguir por los caminos de la hispanidad.
Lo primero que hay que hacer para que España y América se
encuentren y abracen en el punto vivo que les es común, que es
su propia alma, es destruir la leyenda negra de una conquista
inhumana y de una dominación cruel de España en América. Lo
pide la verdad histórica; lo exigen las últimas investigaciones
de la crítica, hecha sobre documentos auténticos del archivo de
Indias por historiadores que tal vez fueron a bucear allí para
sacar testimonios contra España; lo reclama la justicia, porque
la leyenda negra es un estigma que no sólo deshonra a España,
sino que puede perjudicarla en sus intereses vitales -iguales, a
lo menos, a los de todo el mundo- sobre estas tierras que
descubrió y civilizó y de las que tal vez se la quiera
desplazar.
Valen, en este punto, todos los recursos que no se apoyen en una
falsedad o en una injusticia. Las naciones no están obligadas a
la ley del Evangelio que nos manda ofrecer la mejilla sana cuando
se nos ha herido la otra. Verdad contra mentira; la vindicación
legítima contra la calumnia villana; el sol entero de nuestra
gloria en América para disipar los puntos negros de nuestra
cuestión.
No hace mucho que en un libro publicado en una nación hermana
para promover la más grande obra de civilización, que es la
acción misional católica, se nos marcaba a los españoles, al
fuego, con esta afirmación tremenda: "Acaso jamás llevó
nadie el nombre de cristiano y de católico más indignamente que
los conquistadores de la península Ibérica, que fueron los
usurpadores y perseguidores despiadados, hasta exterminarlos, de
los pobres indios. La mancha de sus nefandas empresas no se
lavará nunca." ¿Que no se lavará? ¿Que no la ha lavado
toda esta literatura abrumadora de historia, de política, de
psicología, con que hombres como Humboldt, Pereyra, André,
Bayle y otros cien han pulverizado las mentiras de los
adversarios del hombre español que, al decir de Nuix, coinciden
todos en su animadversión contra el catolicismo? Este libro era
denunciado por un eximio prelado español al jesuita y gran
americanista padre Bayle, y al disparo desafortunado de pobre
arcabuz ha respondido el insigne escritor con el libro que acaba
de salir de prensas, España de Indias, en que dispone, en serie,
todas las baterías de la verdadera historia, logrando no sólo
restaurar la vieja justicia, sino que, valiéndome de sus mismas
palabras, anula los nuevos ataques con las nuevas defensas.
Vale, contra las negras imputaciones, hasta el recurso del
"Más eres tú". Porque no basta descubrir en la
historia de nuestra gestión en América el garbanzo negro,
hablando en vulgar, de unos hechos que somos los primeros en
condenar, sino que hay que atender a la naturaleza de la
conquista, en que no pocas veces nos tocó la peor parte; al
principio general de que no hay guerra sin sangre, como no hay
parto sin dolor; al principio más profundo de derecho, sostenido
por nuestro gran Vitoria, que es lícito guerrear contra el que
se opone al precepto divino de predicar el Evangelio a toda
criatura, y, sobre todo, hay que comparar nuestra acción
colonizadora con la de otros estados y de otras razas.
¡Que España llevó a las Américas la violencia y el fanatismo,
e Inglaterra exportó acá la libertad! ¡Que nuestras colonias
americanas vivieron entecas y pobres y las inglesas son
vigorosas, hasta aventajar a la madre que las dió a luz! La
historia tiene sus revueltas, y hay que esperar que diga la
última palabra en cuanto al éxito definitivo de las
civilizaciones del norte y del sur de América. Cuanto a
procedimientos, que es lo que aquí interesa, nos remitimos a la
historia de los pieles rojas y a la trama de La Cabaña del Tío
Tom, al Memorial, del padre Vermeersch, que con mejor juicio que
nuestro Las Casas, denuncia los abusos del Congo Belga, y a los
que nos cuentan las historias de Virginia, California y el
Canadá. Y, como trabajo de síntesis, nos remitimos al capítulo
XIV de la obra del padre Bayle, titulado: El tejado de vidrio.
Todos los tenemos quebradizo, con la ventaja, por nuestra parte,
de que no es nuestro el adagio inglés que dice que "no hay
indio bueno sino el indio muerto", y que nosotros
encontramos una América idólatra y bárbara y se la entregamos,
entre dolores de alumbramiento, a la civilización y a Dios.
Esto, sin acrimonia. Y haciendo en nombre de España y de la
verdad un llamamiento a la fraternidad hispanoamericana, pido a
los hermanos de América que eliminen, sin piedad, de la
circulación literaria todo lo que denigre sin razón a mi
patria; que depuren los textos de historia de sus centros de
enseñanza; que borren de sus himnos nacionales -ya sé que lo ha
hecho la República Argentina- todo concepto de tiranía que la
vieja metrópoli ejerciera en estas tierras y que no tiene razón
de ser sino en momentos de exaltación patriótica, que ya
debieron pasar con el logro de la independencia política. A los
españoles, les digo que aprendan de los mismos extranjeros, que
están ya de vuelta y han desmentido la fábula de nuestra
barbarie. Y a los extranjeros que puedan oírme, que si dan
crédito a las exageraciones del obispo de Chiapa, no repudien
los testigos de descargo, ni cierren los ojos a esta luz de
civilización que al conjuro de España se levantó y brilla hoy
radiante en esta tierra bendita de América. Y, a lo menos, que
paguen con admiración nuestra paciencia, porque ningún país
del mundo hubiese consentido, como España, vivir cuatro siglos
abrumada por la calumnia.
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