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12 de Octubre, el día de la raza. ¿De qué raza? ¿Qué es la raza?
Y sigamos removiendo
obstáculos a la gran obra. Se ha llamado a este día, 12 de
Octubre, el día de la raza. ¿De qué raza? ¿Qué es la raza?
Yo no sé lo que ha puesto Dios en el fondo del organismo humano
y del alma humana y en el fondo, tal vez más misterioso, en que
cuerpo y alma se unen en unión sustancial para formar el ser
humano, que el hombre, nacido de un tronco, se diversifica
socialmente; en el cuerpo, por determinados caracteres
anatómicos; en el alma, por distintas tendencias espirituales, y
en la historia, por corrientes de civilizaciones inconfundibles.
Religión, lengua, literatura, arte, instintos, hasta el mismo
concepto de la vida, es decir, cuanto puede llamarse proyección
social del humano espíritu, todo imprime y recibe a su vez el
sello de la raza. Dejemos a filósofos y antropólogos que
definan y expliquen el misterio. Nosotros no podemos hacer más
que definir el concepto de raza tal como lo entendemos al
adoptarlo para esta fiesta, o tal como se requiere para expresar
el concepto de hispanidad.
La raza, dice Maeztu, no se define ni por el color de la piel ni
por la estatura ni por los caracteres anatómicos del cuerpo. Ni
se contiene en unos límites geográficos ni en un nivel
determinado sobre el mar. La raza no es la nación, que expresa
una comunidad regida por una forma de gobierno y por unas leyes;
ni es la patria, que dice una especie de paternidad, de sangre,
de lugar, de instituciones, de historia. La raza, decimos
apuntando al ídolo del racismo moderno, no es un tipo biológico
definido por la soberbia propia y por el desdén a las otras
razas, depurado por la selección y la higiene, con destinos
trascendentales sobre todas las demás razas.
La raza, la hispanidad, es algo espiritual que transciende sobre
las diferencias biológicas y psicológicas y los conceptos de
nación y patria. Si la noción de catolicidad pudiese reducirse
en su ámbito y aplicarse sin peligro a una institución
histórica que no fuera el catolicismo, diríamos que la
hispanidad importa cierta catolicidad dentro de los grandes
límites de una agrupación de naciones y de razas. Es algo
espiritual, de orden divino y humano a la vez, porque comprende
el factor religioso, el catolicismo en nuestro caso, por el que
entroncamos en el catolicismo católico, si así puede decirse, y
los otros factores meramente humanos, la tradición, la cultura,
el temperamento colectivo, la historia, calificados y matizados
por el elemento religioso como factor principal; de donde resulta
una civilización específica, con un origen, una forma
histórica y unas tendencias que la clasifican dentro de la
historia universal.
Entendida así la hispanidad, diríamos que es la proyección de
la fisonomía de España fuera de sí y sobre los pueblos que
integran la hispanidad. Es el temperamento español, no el
temperamento fisiológico, sino el moral e histórico, que se ha
transfundido a otras razas y a otras naciones y a otras tierras y
las ha marcado con el sello del alma española, de la vida y la
acción española. Es el genio de España que ha incubado el
genio de otras tierras y razas, y, sin desnaturalizarlo, lo ha
elevado y depurado y lo ha hecho semejante a sí. Así entendemos
la raza y la hispanidad.
En el cielo, dice el Apocalipsis, gentes de toda nación y toda
raza bendicen a Dios con este himno: "Nos redimiste, Señor,
con tu sangre, de toda nación, y has hecho de todos un solo
reino." Alejando toda profanidad en la aplicación, ¿por
qué todas las gentes de hispanoamérica no podrían bendecir a
la madre España y decirla: "Señora, nos sacaste un día de
la idolatría y la barbarie y nos imprimiste una semejanza tuya,
que aún perdura después de más de cuatro siglos? Somos la
hispanidad, Señora, porque si no formamos un reino único de
orden político, pero tenemos idéntico espíritu, y ese
espíritu es el que nos une y nos señala una ruta a seguir en la
historia."
Así queda definido el problema de la hispanidad en su fórmula
espiritual, y queda al mismo tiempo resuelta la dificultad que
podría ofrecerse por la enorme diferencia de tipos biológicos,
de cultura, de lengua, que nos ofrecen estas Américas, hasta
reduciéndolas al tipo latino o hispano.
Y así definida la hispanidad, yo digo que es una tentación y un
deber, para los españoles y americanos, acometer la
hispanización de la América latina. Tentación, en el buen
sentido, porque todo ser apetece su engrandecimiento, y América
y España se brindan mutuamente, más que otros países del
mundo, muchos horizontes hacia donde expansionarse. Deber, porque
lo hemos contraído ante nuestra propia historia, que nos impone
la obligación moral de la continuidad, so pena de errar la ruta
de nuestros destinos. Hemos hecho lo más; nos queda por hacer lo
menos. Hemos conquistado y colonizado y convivido en español;
hemos de reconquistar nuestro propio espíritu, que va
desvaneciéndose en América.
Bryce, que habla de España peor que un mal español, nos señala
así nuestra posición ante América: "El primer movimiento
-dice- de quien esté preocupado, como lo está hoy todo el
mundo, por el desenvolvimiento de los recursos naturales, es un
sentimiento de contrariedad al ver que ninguna de las razas
continentales de Europa, poderosas por su número y su habilidad,
ha puesto las manos en la masa de América; pero tal vez sea
bueno esperar y ver las nuevas condiciones del siglo que viene.
Los pueblos latinoamericanos pueden ser algo diferente de lo que
en la actualidad aparecen a los ojos de Europa y de
Norteamérica. ¿Se dará tiempo a las sociedades iberoamericanas
para que hagan esta experiencia, antes de que alguna de las razas
occidentales, poderosas por su número o habilidad, les imponga
la ley?" ¿Dictó estas palabras, decimos nosotros, el miedo
a Monroe, o son un estímulo para que las razas poderosas y
fuertes se resuelvan a anular nuestra influencia en América? He
aquí expuesto, en toda su crudeza, los términos del problema: o
trabajamos por la hispanidad o somos suplantados por otros
pueblos, otras razas, más fuertes y menos perezosas.
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