|
Reparos que a España pueden hacerse en sus campañas por la hispanidad
¡Difícil cometido sostener la
bandera de España en pro de la hispanidad! No somos ya lo que
fuimos; en nuestra misma casa parecen haber sufrido grave derrota
los principios fundamentales de la hispanidad. Empeñarse hoy un
español en hacer raza podría parecer invitación a desvalorizar
los grandes factores de la vida de un pueblo: tradición,
historia, patriotismo verdadero, y, sobre todo, este algo divino
sin lo que ningún pueblo vive vida digna, la religión; este
algo soberanamente divino, Jesucristo y su Evangelio, que han
hecho de Europa lo que ni soñar pudieron Grecia o Roma y que ha
merecido el repudio oficial en España. Ya podéis suponer que le
sangra el corazón a un obispo español que, lejos de su patria,
tiene que hacer esta confesión tremenda.
Y por la parte de América se nos ofrece a primera vista un
amasijo formidable de naciones, de razas, de tendencias diversas
que se traducen en rivalidades y recelos, de lenguas y
civilizaciones distintas, que hacen de esta bellísima tierra,
que corre de las Antillas a Magallanes, una Babel más complicada
que la del Senaar. Yo no sé quien ha hablado de los
"Estados desunidos de la América del Sur"; y en un
periódico español se ha escrito que el nombre de América es
algo serio y sustancial para el mundo moderno, pero que debe
referirse a los Estados Unidos, pues todo lo demás, dice,
"es un revoltillo de españoles, portugueses, indios, negros
y loros."
Las objeciones son formidables, pero denuncian algo accidental en
España y América, no un defecto medular que, acá y allá, haga
inútil todo esfuerzo de hispanización.
Cuanto a España, confesamos un hecho: la desviación, hace ya
dos siglos, de nuestra trayectoria racial. Desde que, con el
último de los Austrias, nuestro espíritu nacional polarizó en
sentido centrífugo, haciendo rumbo a París toda tendencia
espiritual -filosofía y política, leyes y costumbres-, hemos
ido perdiendo paulatinamente las esencias del alma española, y
hemos abrumado con baratijas forasteras el traje señoril de la
matrona España.
Confesemos todavía otro hecho, que no es más que la
culminación explosiva de este espíritu extranjerizante: me
refiero a nuestra revolución, de la que yo no quiero decir mal,
porque no cabe hablar mal de la casa propia en la ajena, y menos
cuando la pobre madre, por culpa de los hijos, se halla en trance
de dolencia grave. Yo no creo que ningún español deje de querer
bien a su patria, aunque haya cariños que puedan matarla. Yo
prefiero creer que muchos de mis hermanos de patria andan
equivocados, antes de creer en la existencia de malos patriotas:
es más verosímil, porque es más humano, un desviado mental que
un parricida.
Pero España resurgirá. No aludo a ningún mesianismo ni a
ningún espasmo de orden político o social. Resurgirá porque
las fuerzas latentes de su espíritu, los valores que cien
generaciones cristianas han depositado en el fondo del alma
nacional vencerán la resistencia de esta costra de escorias que
la oprimen, y saldrá otra vez a la superficie de la vida social
el oro puro de nuestra alma añeja, la del catolicismo a
machamartillo, la del sentido de jerarquía, más arraigado en
España que en ninguna otra nación del mundo, la de los nobles
ideales, la que ha cristalizado en obras e instituciones que nos
pusieron a la cabeza de Europa.
Cuanto a América, no es un amasijo. Lo fuera si sus elementos
estuvieran destrabados. Si así fuera, perecería en el caos de
luchas fratricidas, o sería aventada, en frase de la Escritura,
como el polvo del camino. Pero América, con toda la complejidad
de sus nacionalismos, de sus razas, de sus aspiraciones, de las
facetas múltiples de su espíritu, se asienta en el subsuelo
uniforme de la espiritualidad que hace cuatro siglos la inoculó
la madre España.
Y ahí tenéis, anticipándome a la prueba positiva de mi tesis,
el factor esencial de la unidad hispanoamericana: el
espiritualismo español, este profundo espíritu católico que,
porque es católico, puede ser universal, pero que, matizado por
el temperamento y la historia, por el cielo y el suelo, por el
genio de la ciencia y del arte, constituye un hecho diferencial
dentro de la unidad de la catolicidad, y que se ha transfundido a
veinte naciones de América. Vosotros conocéis el fenómeno
geológico de estas formaciones rocosas que emergen en la tierra
firme de países separados por el mar, con iguales caracteres
químicos y morfológicos, y que se dan la mano y se solidarizan
por debajo de las aguas del océano. Esto ocurre con vuestra
patria y la mía; Las aguas de cien revoluciones y evoluciones
han cubierto las bajas superficies, y hemos quedado, en la
apariencia, separados; pero allá, en España, y acá, en
América, asoman los picachos de esta cordillera secular que nos
unifica: es la cordillera de nuestra espiritualidad idéntica;
son los picachos, las altas cumbres de los principios cristianos,
coloreados por el sol de una misma historia y que a través de
tierras y siglos, nos consienten darnos el abrazo de fraternidad
hispana.
Yo no hablaría con la lealtad que os he prometido si no
resolviera otra objeción. ¿Por qué, diréis, nos habla España
de unificación en la hispanidad, cuando los hijos de España
desgarran su propia unidad? Aludo, claro, al fenómeno de los
regionalismos más o menos separatistas que se han agudizado con
nuestro cambio de régimen político y que pudieran dañar el
mismo corazón de la hispanidad.
Pero éste es pleito doméstico; pleito que tiene su natural
razón de ser en lo que se ha llamado hecho diferencial, no de
las razas hispanas, que no hay más que una, producto de veinte
siglos de historia en que se han fundido todas las diferencias
étnicas, de sangre y de espíritu, de los pueblos invasores,
sino de cultura, de temperamento, de atavismos históricos; pero
que se han agudizado por desaciertos políticos pasados y
presentes y tal vez por la acción clandestina de fuerzas
internacionales ocultas, que tratan, para sus fines, de
balcanizar a España, rompiendo a la vez el molde político y
religioso en que se vació nuestra unidad nacional.
Pero esto pasará. Pasará por el desengaño o el cansancio de
los inquietos, o porque el buen sentido de los pueblos y la
prudencia de los gobernantes haya encontrado el punto de
equilibrio que consienta el libre juego de la vida regional
dentro de la unidad de la gran patria. Yo creo que, salvando
algunas cabezas alocadas por esta fiebre chauvinista, no hay
español que no sepa que España no puede partirse en piezas sin
que éstas, tarde o temprano, entren en la órbita de atracción
de otro mundo político, de otro Estado, y a esto no se avendrá
jamás ningún buen español.
Y siempre quedará en el fondo de nuestra patria, el primer
factor de hispanidad, que si ha podido ser el alma política de
Castilla acrecida en su fuerza por el alma de todas las regiones
que han colaborado con ella, pero en lo más sustantivo es este
espíritu católico, más amplio y más profundo que toda forma
política, que ha unificado en forma específica nuestra vida
social y que será el molde perdurable de la hispanidad.
Ni es obstáculo a la unificación espiritual de los pueblos
hispanoamericanos el hecho histórico de la lucha por la
independencia de estas repúblicas, que hubiese podido dejar un
sedimento, cuando no de odios, de resquemores, hijos de pasadas
querellas. El fin del imperio español en América -lo ha
demostrado André en un libro así rotulado- no se debió al
ansia de libertad de unos pueblos esclavizados por la metrópoli,
sino a una serie de factores históricos e ideológicos que
hicieron desprenderse, casi por propia gravedad y sin violencias,
a las hijas mayores del seno de la madre, como caen del árbol
por su propio peso los frutos maduros de otoño.
Porque lo que sostuvo nuestro inmenso imperio colonial en su
unidad política fueron los principios espirituales que en su
origen informaron a las colonias y a la metrópoli, es decir, la
religión y la autoridad de los monarcas. El siglo XVIII fue
fatal para estos principio: el ateísmo de la Enciclopedia y la
revolución demagógica entraron en América de matute con los
cargamentos españoles; la vieja hispanidad se tornó poco a poco
francófila; Madrid fue suplantado por Versalles; el Evangelio,
por la Enciclopedia; el viejo respeto a la autoridad del rey, por
el prurito de tantear nuevas formas democráticas de gobierno.
De aquí la guerra civil entre los mismos americanos, que se
dividieron entre los hechos y las ideas de Europa, especialmente
ante la terrible explosión revolucionaria de la convención y
ante la invasión napoleónica de España, que quedó sin rey y
determinó un movimiento instintivo de justo temor y de
concentración en sí mismas en las hoy repúblicas
sudamericanas.
Y se guerreó acá, no contra España, ni contra la religión, ni
en pro de los principios revolucionarios de Francia o de los
Derechos del hombre, sino por un rey o por otro, por una u otra
forma política de gobierno, siempre, o casi siempre, para
salvaguardar la personalidad y la independencia política de
estas naciones. Recordad que en Quito empieza la guerra un obispo
al grito de "¡Viva el Rey!"; que en Méjico se lucha
contra el parlamentarismo liberal, dueño de España; y que
cuando en 1816 el congreso de Tucumán proclamó la independencia
argentina, de los 29 votantes, 15 eran curas y frailes, y que el
voto de un fraile decidió el empate a favor de la república.
Y al par de estas causas generales que determinaron la
independencia, otras que derivaron, como el lodo de los polvos,
de aquella conmoción de los espíritus: el parlamentarismo de
las cortes de Cádiz, en que cien veces quedaron defraudados y
humillados los diputados por América; la codicia de los exricos,
o de los que querían serlo por vez primera, que acá vinieron a
llenar sus bolsillos sin vaciar sus pensamientos y su alma para
ir tejiendo la historia de la maternidad de España, que empezaba
a salir de su vieja trayectoria para formar este ángulo abierto,
que se agranda hace ya más de un siglo; la expulsión insensata
de los jesuitas, vínculo de unión con la patria, institución
venerada por los indígenas, que sufrieron como propio el golpe
de la Compañía y aprendieron a pagar el agravio con el rencor;
la derogación de la ley de Indias, que concedía nobleza al
criollo, no por la sangre de sus abuelos, sino por las proezas de
los conquistadores, rompiendo así, a pretexto de la pureza de la
sangre azul de la aristocracia española, un nexo que sabiamente
habían creado los antiguos monarcas; la expansión del comercio,
que, especialmente en Buenos Aires, aspiraba a negociar sin
trabas con todo el mundo y la francmasonería, en fin, que
trabajó con denuedo por la independencia de estos pueblos para
descatolizarlos más fácilmente.
Pero no hay que mirar al pasado, sino al porvenir. Canceladas
quedan, con sus penas y hasta con sus glorias, las culpas de acá
y de allá, y hoy la madre España, ufana de la opulencia de sus
hijas, henchido el corazón del amor con que las engendrara e
hiciera fuertes, tiende a ellas sus brazos para atraerlas, con
todo el respeto que le merece su gloriosa independencia política
y social, y fundirlas en el viejo crisol de la pura hispanidad.
Los hijos no tienen motivo para recelar de la madre.
*
"Esta
página es editada por el Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.