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El deber del patriotismo
La patria es espíritu. Ello
dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una
acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un
territorio en el suelo que habitan. Y añadimos que con esta
definición se aseguran, en la esfera teórica, mejor que con
ninguna otra, los deberes patrióticos, por lo mismo que se los
limita en su órbita normal, al mismo tiempo que se resuelven
satisfactoriamente numerosos problemas, que quedan insolubles en
el aire, lo mismo cuando sólo se atiende a los elementos
ónticos de la nación: la tierra o la raza, que cuando se funda
la patria en una tradición indefinida, es decir, en una
tradición que no ha discriminado lo bueno de lo malo.
La patria la crea un valor; en el caso de España, la conversión
de Recaredo y de la monarquía visigoda a la religión del pueblo
dominado. La patria se funda en el espíritu, es decir, en el
bien. En el bien se funda y en el bien se sostiene, así como en
el mal se deshace; y por eso no creo que pueda aseverarse que la
defensa de su ser sea anterior a su justicia o injusticia.
Cualquier acto de justicia, la fortalece, cualquier injusticia la
debilita. La gloria la glorifica, la vergüenza, la avergüenza.
En el mundo de la vida individual permite Dios que prevalezca en
algunos casos la injusticia. También en la historia de los
pueblos, pero sólo por corto tiempo y ello con un propósito que
luego se vislumbra. El padre Vitoria tenía razón al afirmar
que: "Cuando se sabe que una guerra es injusta, no es
lícito a sus súbditos seguir a su Rey, aun cuando sean por él
requeridos, porque el mal no se debe hacer, y conviene más
obedecer a Dios que al Rey."
¿Negaremos con ello que tienen razón los que dicen que se ha de
estar con la patria como con el padre y con la madre? Todo lo
contrario. Se ha de estar con la patria como con el padre y con
la madre, pero los mandamientos de la Ley no han de considerarse
aislados, sino en su conjunto, en el compendio que los reduce a
dos: el de amar a Dios y el de amar al prójimo. Se ha de estar
con el padre, la que no quita para que sea heroica la fuga del
hijo del ladrón, que huye de la tutela paterna porque no quiere
que su padre le enseñe a robar. El mandamiento que nos pide
honrar padre y madre supone que el padre y la madre se conducen
como corresponde a la dignidad espiritual que la paternidad y
maternidad implican. No se nos pide cumplir un mandamiento para
conculcar todos los demás, sino que cada uno de los
mandamientos, salvo el primero, que nos exige amar a Dios, está
condicionado por los otros nueve. En el caso del padre Vitoria ha
de tenerse en cuenta que se trataba del primer maestro en
teología moral de su tiempo y que de entre sus discípulos
salían los confesores de los Reyes de España, que se contaban
entonces entre los poquísimos súbditos que conocían lo
bastante los motivos de cada guerra, para poder resolver en
conciencia sobre su justicia o injusticia. De hecho hay dos
clases de hombres: los gobernantes y los gobernados. Los
gobernantes están en la obligación de que su patria esté
siempre al lado de la razón, de la humanidad, de la cultura, del
mayor bien posible. Los gobernados no tienen normalmente razones
para poder juzgar a conciencia de la justicia o injusticia de una
guerra. Salvo evidencia de su in- justicia, su deber es obedecer
las órdenes de su Gobierno. Y aunque tengan algunas razones para
creer sus órdenes injustas, si no son suficientes para producir
la certidumbre, en caso de duda deben ir con los suyos. ¡En la
duda, Señor, con los nuestros!
A primera vista podrá parecer que a la patria le conviene
siempre, con razón o sin ella, el sacrificio de sus hijos. Pero
no es así. Y ello por dos razones. A la patria injusta se le
pierde el respeto y se acaba por perderle el cariño. Si una
nación mata y roba a otras, al solo objeto de engrandecerse, es
inferior a sus hijos, porque éstos deben estar seguros de que su
ser no mengua, sino que se agranda, cuando someten su albedrío a
su moralidad. Hombres educados en una religión que nos enseña
que Dios es amor, no puede rendir homenaje a una patria que todo
lo exige sin dar nada. La patria-Moloch no merece nuestro
sacrificio, ni alcanza nuestro afecto. Pero es que, además, si
no velan con todo cuidado los encargados de ello por ligar
escrupulosamente la causa de la patria a la del bien universal,
no solamente perderán para ella el afecto de sus hijos, sino que
suscitarán en contra suya enemistades que, tarde o temprano, le
serán perjudiciales y acaso funestas. Cuanto más noble sea la
conducta de la patria nuestra, siempre que no sacrifiquen con
ello sus intereses vitales, lo que sería al mismo tiempo
abandonar la causa de la justicia, cuanto más generosamente
proceda, cuanto más rica sea en contenidos espirituales, tanto
más la amaremos sus hijos, tanto más numerosos serán fuera de
ella sus admiradores y amigos, tanto mayor su gloria, tanto más
fundados sus títulos al respeto y al aprecio universales.
Este concepto de las patrias como tesoros espirituales hace
justicia a su patente e indiscutible desigualdad. En las teorías
ónticas, cuando se ve la esencia de la nación en la tierra o en
la raza o en la tradición indefinida, es decir, sea la que
fuere, todas las patrias son iguales. Todos los hombres han de
querer o pueden querer con el mismo cariño su tierra o su raza o
su tradición. Lo mismo ocurre cuando se funda en la
"voluntad consciente y libre de los ciudadanos". Tan
respetable es la del bosquimano como la del francés o el
alemán. Pero todos sabemos que las naciones son desiguales, no
solo en poder, riqueza y población, sino en su mismo ser. El
patriotismo del cabileño o del turquestánico no es el mismo que
el del inglés o el italiano. El ser nacional del salvaje o del
bárbaro es mucho más indefinido que el del hombre civilizado. A
medida que la cultura va multiplicando los vínculos nacionales
se intensifica el patriotismo de los hijos de las distintas
nacionalidades. La aparente intensidad del patriotismo en las
naciones nuevas encubre malamente el temor de que, por tratarse
precisamente de un patriotismo poco hecho, puedan perderlo
fácilmente sus hijos o, tal vez, no llegar a adquirirlo, si se
trata de inmigrantes o de hijos de inmigrantes. Lo que se dice
con ello es que la patria, como el patriotismo, es un concepto
gradual, y no absoluto, que unas patrias son más patrias que las
otras, y sus hijos más o menos patriotas, según su cultura y la
dirección de su cultura, y que los miembros de las
nacionalidades son más o menos activos o pasivos, más o menos
sujetos u objetos de la historia, con lo cual la teoría no hace
sino confirmarnos lo que nos dice la evidencia.
Nuestra teoría hace también justicia a las diversas formas que
puede adoptar el sentimiento nacional y a su diversa graduación
jerárquica. Hay gentes que no llegan a sentir en la patria más
que el afecto de la tierra o de las gentes o el acomodo a sus
alimentos o costumbres. Sobre todo en estos siglos de
extranjerización, ha habido españoles ilustres que, enamorados
como estaban del cielo y del suelo patrios, de las canciones
populares, de los caballos, de los vinos, de los cantares, de los
bailes, no tenían, sin embargo, la menor noticia de que la
epopeya hispánica ha sido tan importante para el mundo que, sin
ella, no se explica la Historia Universal, como lo demuestra el
completo fracaso del "Esquema de la Historia" de Mr. H.
G. Wells, debido a su ignorancia de la fe y de las obras de
España. El hombre es un complejo de cuerpo y alma. El
patriotismo integral ha de responder a esta complejidad. Es,
pues, necesario que gustemos y apreciemos la tierra, la gente,
los productos, las costumbres de la patria nuestra. Pero si el
patriotismo se refiere solamente a los elementos ónticos de la
nacionalidad, podría degenerar en una pasión, a la que Lord
Hugh Cecil negaba positivo valor espiritual. Es claro que Lord
Cecil se refería puramente a este patriotismo del territorio y
de la raza. Cuando se ama en la patria preferentemente su acción
y significación espiritual, el patriotismo no es sólo una
pasión, sino un deber, un mandamiento de los más elevados,
porque en el amor al espíritu nacional amamos al Espíritu, que
es Dios.
Pudiera decirse que el patriotismo de la tierra es el natural, y
que suele ser la ausencia y la nostalgia quienes nos lo
descubren. En los países de América se da frecuentemente el
caso del joven inmigrante español que, al cabo de algunos años
de residencia, siente que no puede seguir viviendo sin tomar
contacto con la tierra nativa. Será inútil que se le diga que
en el Continente americano hay muchas tierras y diversos climas,
que convendrán mejor a su salud que el terruño nativo. Nuestro
compatriota estará convencido de que lo que necesita es el aire
y el sol de su provincia y de su pueblo, el trato de sus gentes,
el pan de su infancia, aunque sea más negro. Y ese patriotismo
irracional tendrá también razón. Pero hay también otro
patriotismo, que conoce el hombre que ha vivido, no sólo con el
cuerpo, sino con el espíritu, en países extranjeros, y
estudiando sus idiomas, y aprendido a manejarlos, y que tal vez
se ha labrado en ellos una posición y un nombre, y que también
un día siente que la vida del país extranjero en donde habita
fluye como al margen de su propia vida. En realidad,
probablemente no le importa tanto lo que en él ocurre como los
sucesos de su propia patria, lo que le hace, tal vez, un poco
distraído e impide que se entere de cosas que en su país le
hubieran apasionado, por lo que un día llega a la conclusión de
que el pan espiritual de otras naciones no le aprovecha tanto
como el de la propia, y no es final deseable para un hombre de
espíritu morirse fuera de la patria, después de haber vivido
algunos años en calidad de extranjero distinguido, por lo que,
aunque su patria sea áspera y pobre y le regatee el salario y la
fama, decide volver a ella en busca del aguijón de los problemas
nacionales, sólo por que son los suyos propios y las raíces de
su patria.
Este es el patriotismo espiritual, más poderoso que el de la
tierra y el de la raza. Alemania es tal vez el país cuyos hijos
se desnacionalizan más fácilmente cuando viven en el
extranjero. Lo demuestra el inmenso número de ellos que se
hicieron ciudadanos norteamericanos o ingleses o belgas en
tiempos de mayor migración que los actuales. Pero estos alemanes
eran generalmente los que no habían pasado por las Universidades
y otras escuelas superiores, y su desnacionalización se debía,
probablemente, a que encontraban más fácilmente la cultura de
otros países que la de el suyo propio, donde hasta los
periódicos de gran circulación están escritos por
universitarios, al parecer, con el propósito de que sean
también universitarios sus lectores. En cambio, los doctores
germánicos no se acomodan a país alguno que no sea germánico
también. No soportan el destierro sino obligados por la
necesidad. Y ello es otra prueba de que cuanto más intensa es la
cultura, más desarrollado está el espíritu nacional. La
aparente excepción de los misioneros que dedican la vida a la
propaganda de la religión en países salvajes o poco civilizados
se explica por el hecho de que no haya apenas misioneros que se
contenten con propagar la religión. Todos procuran difundir y
enaltecer el espíritu de la nación en que han nacido, y a su
obra misionera deben los países que los envían buena parte de
su influencia en el resto del mundo. Los intelectuales alemanes
han solido ser hasta ahora los menos tocados de nacionalismo.
Como escribe Federico Sieburg, en su "Defensa del
nacionalismo alemán", lo normal entre ellos, aunque amaban
los clásicos de su país, sus paisajes, sus cantos, etc., es que
no pensaban que tuvieran que ocuparse especialmente de Alemania.
Pero cuando han visto que les faltaban los medios materiales, la
necesaria amplitud del territorio para mantener y acrecentar el
patrio espíritu, a surgido entre ellos un patriotismo tan
ardoroso y exaltado, que el mundo tendrán que hacer justicia a
sus legítimas reivindicaciones, si ha de evitar gravísimos
conflictos.
Con ello se dice que en el patriotismo espiritual incluye
también el territorial, porque en la tierra se hallan las
condiciones materiales de la posibilidad de que el espíritu
realice su misión, aparte de los signos y estímulos que la obra
de las generaciones anteriores ha puesto en ella. Pero no sería
exacto decir que el patriotismo territorial, en cambio, es
independiente del espiritual, porque el espíritu está presente
en todo, aunque dormido a veces. La filosofía de Witehead nos
dice que toda experiencia es bipolar. En lo físico se apunta lo
espiritual; en lo espiritual, la tendencia a encarnar en lo
físico. En todas las cosas se da también y al mismo tiempo lo
universal y lo particular. Sustento de los hombres y a la vez
materia moldeada, embellecida y formado por su espíritu, la
tierra en que las patrias se asientan no es tampoco extraña al
espíritu. Físicos contemporáneos, como sir James Jeans. nos
dicen que también son espíritu los átomos. Lo esencial e
importante para nosotros, hombres, complejos de alma y cuerpo, es
que la obra espiritual realizada en nuestra tierra por gentes de
nuestra raza, cuya sangre corre por nuestras venas, cuyo lenguaje
expresa nuestras ideas, marca una ruta ideal que también es la
nuestra, no sólo porque dimos en ella los primeros pasos en la
vida y porque todo en torno suyo nos anima a la marcha, sino
porque fuera de ella somos niños perdidos en el bosque.
Días pasados leía en el Paraninfo de la antigua Universidad de
Alcalá los apellidos de sus profesores más ilustres; unos me
eran conocidos; otros, no; todos ellos hombres que con sus
escritos y palabras habían tratado de abrir paso al espíritu
por las cabezas de sus discípulos. La mera lectura de sus
nombres me hacía estremecer de emoción. ¿Puede creer nadie que
la obra de esos maestros se ha desvanecido por completo? ¿O que
no significa para nosotros nada distinto de las de sus
contemporáneos de Oxford o Nápoles? ¿Que no hay en nosotros
modos y esencias que tienen su origen en las tareas de los
profesores de Alcalá? No se diga que el signo del espíritu es
la universalidad. La maldad es tan universal como la bondad.
Nadie sabe dónde ni cuándo nació Satanás, ni tampoco se fijó
su imagen en el paño de ninguna Verónica. La bondad deja sus
signos individualizados en el espacio y en el tiempo. La maldad,
en cambio, es destructora, y no deja más señal que la nada. Por
donde pasa el caballo de Atila no vuelve a nacer hierba.
El mejor maestro del patriotismo es San Agustín: " Ama
siempre a tus prójimos, y más que a tus prójimos, a tus
padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu
patria, a Dios", escribe en "De libero arbitrio".
"La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa...
Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro
padre y nuestros abuelos", dice otro texto del mismo libro.
"Vivir para la patria y engrendar hijos para ella es un
deber de virtud", se lee en "La ciudad de Dios".
"Pues que sabéis cuán grande es el amor de la patria, no
os diré nada de él. Es el único amor que merece ser más
fuerte que el de los padres. Si para los hombres de bien hubiese
término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria,
yo merecería ser excusado de no poder servirla dignamente. Pero
la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que
más se nos aproxima la muerte, más deseamos dejar a nuestra
patria feliz y próspera", escribe en una de sus cartas.
He aquí un sentido completo de la patria. La que engendra es la
raza; la que nutre, la tierra; la que educa, la patria como
espíritu, a la que se quiere tanto más cuanto más tiempo pasa,
es decir, cuanto más la conocemos. No es meramente la tierra,
como decía un anarquista que llevaba a su hijo a una frontera,
para hacerle ver que no hay apenas diferencia entre una nación y
otra. No es tampoco meramente un ser moral, puesto que ha
encarnado en los habitantes de un territorio. Pero no es tampoco
una conciencia colectiva, como quisiera Renan. No es una
superalma. Es más que el Estado, porque éste puede sernos
opresivo y explotador, y no pasa de ser el órgano jurídico y
administrativo de la patria. En cierto modo, es inferior al
hombre; porque el hombre tiene conciencia y voluntad, y la patria
no las tiene. Pero le es superior, porque puede durar sobre la
tierra, porque debe durar, si lo merece, hasta el fin de los
tiempos, engendrando, nutriendo y educando a las generaciones
sucesivas, y el hombre es efímero. No podría decirse, sin
embargo, que el hombre ha sido hecho para la patria; porque la
verdad es que las patrias han sido hechas para los hombres, para
que los hombres puedan espiritualizarse en esta tierra y no lo
conseguirán del todo si no dedican la existencia a procurar que
merezca su patria perdurar hasta el fin de los tiempos, cosa que
no se logrará si no la hacemos servir a la justicia y a la
humanidad.
El Estado no es Dios; la patria, tampoco. Debemos amarla, como
San Agustín nos dice, más que a todas las cosas, después de
Dios; pero, por su bien mismo, por su grandeza misma, no debemos
amarla por si misma, sino en Dios, y sólo así, si nos
sacrificamos individualmente por ella, y al mismo tiempo
empleamos nuestra influencia en hacer que sirva a su vez los
principios de la justicia universal y los intereses generales de
la humanidad, perdurará y prosperará la nación nuestra. Pero
si la convertimos en ley absoluta, y si nos persuadimos o se
persuaden sus gobernantes de que los intereses del Estado tienen
que ser justos por ser del Estado, haremos con la patria lo que
con la mujer o con los hijos a quienes se lo consintamos todo por
exceso de amor, y es que los echaremos a perder. Vivamos, pues,
para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si
no la hacemos justa y buena
*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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