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La tradición como escuela
"Donde no se conserve
piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o
pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una
idea dominadora." A propósito de esta sentencia, acaso la
más conocida de Menéndez y Pelayo, me escribía hace años D.
Miguel Artigas, que hay que fijarse que en ella se asocian las
palabras "original" y "dominadora". Una idea
original se puede producir en cualquier ambiente, conserve o no
la herencia de lo pasado, pero sólo será dominadora si
encuentra ya el camino abierto para ella por una sucesión de
ideas que la sirvan de ante-
cedente, y ello por una razón: la de que en un pueblo se
conservan como en depósito de sentimiento los pensamientos del
pasado y que una idea no puede ser dominadora si no logra el
apoyo popular.
El Sr. Artigas me daba un ejemplo de esta tesis. Leyendo a
Quevedo se encontró con la idea de que la cualidad dominante del
"valido", es decir, del político, ha de ser el
"desinterés". No era una opinión particular, porque
así han pensado los españoles desde los tiempos más remotos,
desde los de Viriato el pastor y el rey Witiza, y en la
actualidad no alcanzan popularidad plena sino aquellos hombres
públicos cuyo desinterés es notorio y salen de las posiciones
más altas tan pobres como han entrado en ellas. Es natural que
no todos los españoles compartan este sentimiento. Hay algunos
que califican de "santonismo" esta preferencia del
desinterés sobre el talento, que tan arraigada se halla en
nuestro pueblo, pero a pesar suyo es un hecho que el hombre
público no es popular entre nosotros si no sacrifica sus
intereses privados al común. Como sepa vivir dignamente su
pobreza, después de ocupar la Presidencia del Consejo de
Ministros, se le perdonan muchas faltas, incluso la de una
verdadera capacidad política, incluso la falta de visión, que,
según el Libro de los Proverbios, hace morir al pueblo. (Prov.
29, 18.)
Otras naciones no comparten esta exigencia nuestra. Mirabeau
recibía dinero de Luis XVI por sus informes, y ello no
quebrantaba su reputación entre los revolucionarios. Danton lo
recibió no tan sólo de Luis XVI, sino del Duque de Orleans y
del Gobierno de Inglaterra, y durante muchos años se le
consideró como "la encarnación del patriotismo
revolucionario y hasta del patriotismo a secas", como dice
M. Gaxotte, en su historia de la Revolución francesa. Durante la
gran guerra hemos visto formar parte del Gobierno de diversas
naciones a hombres interesados en los contratos de
aprovisionamiento, sin que se produjera escándalo. Y, sin
embargo, el pueblo español tiene razón. El hombre público ha
de ocuparse de los intereses generales, y no de los particulares
suyos. No es sólo la tradición nuestra la que ha sentido que
había oposición entre unos y otros. Horacio ensalza aquellos
tiempos viejos, en que eran pequeñas las rentas de los
particulares, pero grandes las de la comunidad:
Privatus illis census erat brevis,
Commune magnus.
Y, de otra parte, es imposible atender al mismo tiempo los
cuidados particulares y los públicos. La política es
absorbente. Al hombre dado a ella no le debe quedar tiempo para
pensar en sí.
He aquí, pues, un sentimiento tradicional que nos sirve de guía
orientadora en la elección del caudillo político. Tal vez nos
prive, en algún caso excepcional, de un buen estadista, aunque
cuidadoso de sus bienes privados. En la generalidad de los casos
el índice del egoísmo se nos revelará contrario al del valor
político. Y de todos modos sabremos siempre que la virtud del
desinterés servirá de pedestal al caudillo y que, en caso de
que le falte, habrá que vencer cierta resistencia para hacerle
popular. Pero si el caudillo se amolda a esta antigua
predilección popular, podrá emplear en su obra de estadista la
energía que en otro caso hubiera necesitado para adquirir la
indispensable popularidad. Con lo cual queda evidenciado que el
carácter original y dominador de su obra dependerá, en buena
parte, de su adecuación a las condiciones exigidas por "la
herencia de lo pasado".
* * *
Otro ejemplo de la utilidad inmensa que puede derivarse de la
tradición, cuando se la acepta como escuela, lo encontramos en
la justicia y en su administración. No cabe duda de que ambas
fueron excelentes en España durante siglos. El paradigma de
Isabel la Católica recorriendo a caballo las vastedades de su
reino, para presidir los juicios de la Santa Hermandad, hizo que
nuestra Monarquía concediera durante siglos esencial importancia
a la justicia. Y hoy reconocen los historiadores que no fue en
vano. El inglés David Loth, en su biografía de Felipe II,
confiesa sin reparos que en España se gozaba de más seguridad
de vida y hacienda que en ningún otro país europeo. Lo mismo
dice el crítico Cervantes en su "Persiles". El
jurisconsulto argentino D. Enrique Ruiz Guiñazú ha dedicado una
obra capital, "La Magistratura indiana", a demostrar
que las Audiencias americanas fueron organismo principal de la
obra civilizadora de España y de que sus grandes privilegios se
debían a que todos los reyes de Castilla tenían especial
cuidado en recordar a virreyes y arzobispos que los oidores de
sus Audiencias representaban inmediatamente a la persona real y
encarnaban su autoridad primera. En caso de vacar los
virreinatos, eran las Audiencias las que gobernaban el territorio
y este privilegio de la justicia no fue abolido hasta 1806, en
vísperas ya de la separación. A partir de esta fecha, ninguno
de los pueblos hispánicos se ha distinguido por la excelencia de
su administración de justicia. ¿Qué es lo que ha cambiado
desde entonces?
En su estudio sobre el padre Vitoria, escribe el padre Menéndez
Raigada, obispo de Tenerife: "Trasponiendo la materialidad
de las normas jurídicas, efímeras e imperfectas como obra
humana que son, es como Vitoria ha podido desentrañar la médula
de la verdadera juridicidad; remontándose a las cumbres de la
Moral, es como ha podido dominar el panorama jurídico y
descender luego con pie seguro para abrir al Derecho sus
legítimos cauces; buceando en la naturaleza humana y arrancando
sus bloques de la cantera del Derecho natural, es como ha podido
construir su ciclópeo castillo del Derecho de gentes." Pero
no era sólo el padre Vitoria el que trasponía los límites del
Derecho para buscar en la moral su fundamento. Esto se venía
haciendo desde hacía siglos y no sólo para la creación del
derecho de gentes. En su libro sobre el doctor Palacios Rubios,
cuenta D. Eloy Bullón que "en las alegaciones jurídicas, y
aun en las sentencias de los tribunales", se habían
extendido "la moda y el abuso de estudiar con excesiva
preferencia el Derecho romano y canónico y de citar
constantemente autores extranjeros", que no eran siempre
juristas, puesto que éstos se fundaban, a su vez, en las
opiniones de moralistas y filósofos. Añade que la Corona misma
autorizó por decreto de 1499: "que adquiriesen valor legal
en nuestros tribunales, aunque solamente a título supletorio,
las opiniones de los doctores Bartolo de Sasoferrato, Baldo de
Ubaldis, Juan de Andreas y Nicolás de Tudeschis, llamado el Abad
Panormitano". Y muchos años después, Solórzano Pereira no
se contenta con citar autores y providencias españolas en su
obra sobre la "Política indiana", sino que no hay
jurista, ni clásico antiguo, medieval o de su tiempo al que no
se haga contribuir al esclarecimiento y justificación de las
leyes de Indias.
Y ello explica, a mi juicio, la excelencia de nuestra justicia en
aquellos tiempos. Estaba administrada por hombres cuya misión no
se reducía a aplicar determinado artículo de cierta ley a
cierto caso, sino que en cada sentencia y en cada alegación se
remontaban a las fuentes mismas de la moral y del derecho, no
dejando que la letra de la ley les matase el espíritu, sino
buscando en éste la vida del derecho y su efectividad. Cada
administrador de la justicia podía sentirse revestido de la
dignidad del legislador, porque en cada dictamen se apelaba de la
letra de la ley al espíritu y al propósito que la inspiraron. Y
por esta elevada conciencia de su misión encontraban los
jurisconsultos plena satisfacción de sus funciones, como se
muestra en el empaque y circunstancias de las obras de nuestros
tratadistas. Hombres que a diario tenían que remontarse a las
fuentes mismas del Derecho y al panorama de la jurisprudencia
universal eran felices en su oficio, porque ejercitaban las más
nobles actividades del espíritu.
Las cosas cambiaron desde que en el siglo XVIII empezó a
difundirse en España la tesis de que la ley no era sino la
expresión de la voluntad general o el mandato del Soberano,
individual o colectivo, a las personas sometidas a sus órdenes,
porque así se prescindía nada menos que del carácter moral de
las leyes, con lo que, poco a poco, se fueron olvidando nuestros
juristas de que, como habían aprendido en Santo Tomás, en Soto
y en nuestra escuela clásica, la ley debe ser justa, y la ley
que no es justa no es ley, sino iniquidad. En otros países no
fue así, y ello por la razón sencilla de que los conceptos de
Rousseau y de Austin tuvieron que adaptarse a los tradicionales,
pues, como escribe Alfredo Weber en sus "Cuadernos de
Política" : "La antigua vida de la comunidad europea,
resonando en el pensamiento común europeo, se había mostrado
bastante fuerte para encerrar en el paréntesis de un derecho
natural naciente al nuevo Estado soberano de una comunidad
europea". En España, en cambio, se tomaron al pie de la
letra, y desprendidas de sus raíces las nuevas ideas, se rompió
ese paréntesis del derecho natural, y de mal en peor
recientemente se ha llegado a la monstruosidad de que preguntado
un periódico de izquierdas si sería justa una ley en que
votasen las Cortes Constituyentes la decapitación de todos los
hombres de derecha, contestó llanamente: "Pues si la
votasen, sería lo justo".
Divorciada la ley de los principios orales del derecho y de la
jurisprudencia universal, nuestros abogados no tienen ya que
ocuparse sino de encontrar en el Alcubilla una aplicación al
caso concreto que se les presenta. Y esta es la razón de que los
más eminentes se tengan que dedicar a la política. Nadie puede
sentir satisfacción interna en aplicar disposiciones formuladas
por una colectividad que no se cuida sino de satisfacer pasiones
e intereses de partido. Podremos llamar derecho a esas
disposiciones, pero, en el fondo, estamos persuadidos de que no
son derechos. Aquí también nos ha sido funesta la ruptura de la
tradición. Para que en el orden jurídico se pueda producir una
idea original y dominadora ha de amoldarse a aquel propósito
general de establecer el bien en la tierra que, desde los tiempos
más remotos, ha inspirado toda legislación digna de este
hombre. Y para ello habría que empezar por resucitar el concepto
que de la ley tenían nuestros clásicos, cuando veían en ella,
como Santo Tomás, una ordenación racional enderezada al bien
común.
* * *
Todavía citaré otro ejemplo. España ha producido tres de los
cinco grandes mitos literarios del mundo moderno: Don Quijote,
Don Juan y la Celestina. Los otros dos son Hamlet y Fausto. Hay
quien añadiría a esta lista el Raskolnikoff de Dostoyevsky, en
"Crimen y Castigo". Tengo entendido que Raskolnikoff
significa en ruso: "partido en dos", y si fuera, en
efecto, necesario que se rompa el hombre de la ética social para
que surja de sus pedazos el hombre espiritual sería otra de las
grandes figuras literarias, porque implicaría un problema moral
permanente. Pero no lo he estudiado lo bastante. El hecho es que
habiendo producido los españoles la mayoría de los grandes
mitos literarios modernos, deberíamos saber mejor en qué
consisten y cómo se producen. De no haber vivido pendientes de
los últimos libros extranjeros, habríamos advertido que estas
grandes creaciones del espíritu humano se parecen todas ellas en
una cosa: en que no son tipos de la realidad, aunque
infinitamente más claros y transparentes que los reales, como lo
prueba el hecho de que conocemos mucho mejor a Don Quijote que a
nuestros familiares y a nosotros mismos. No son seres reales,
pero sí las ideas platónicas, si vale la palabra, de los seres
reales. Don Quijote es el amor, Don Juan el poder, la Celestina,
el saber, pero, aparte de mostrársenos como la personificación
de estas ideas, se supone que por lo demás, son personajes
humanos, que se mueven y viven y mueren en el mundo de la
realidad, porque sólo la realidad cotidiana del mundo puede dar
el necesario realce a la idealidad de estos grandes fantasmas
literarios. Pues bien, si hubiéramos visto con claridad que
estas figuras supremas son proyecciones del deseo o del temor o
de ambos en la linterna de la imaginación y que su grandeza se
deriva de los problemas morales que personifican, España hubiera
podido convertirse en estos siglos en una fábrica gloriosa de
mitos literarios, porque Don Quijote, Don Juan y la Celestina no
representan sino aspectos parciales del amor, del poder y del
saber, y si la duda y el ansia de experiencias han servido para
crear tan grandes figuras como Hamlet y Fausto, es de creer que
lo mismo pueda hacerse con la conciencia y la vigilancia, y aun
con cada uno de los vicios y de las virtudes y con todos los
distintos aspectos del saber, del poder y del amor que sugieran a
la fantasía los cambios de los tiempos.
Es probable que ni Cervantes, ni Tirso, ni Fernando de Rojas
necesitaran saber bien lo que hacían para crear sus personajes.
Pero es sabido que en la historia del arte los períodos
reflexivos suceden a los espontáneos. Esta reflexión puede
hacerse lo mismo sobre los autores extranjeros que sobre nuestros
clásicos. En general, es conveniente que los escritores estén
al tanto de la literatura universal, para que aprendan en todas
las escuelas las categorías y las técnicas de su arte. Pero la
propia tradición no es sólo el mejor maestro, sino un camino
medio andado y la indicación del que ha de andarse. La
tradición, como corriente histórica, no sólo nos sitúa con
justicia en nuestra actualidad, sino que nos orienta hacia lo
porvenir. Hasta sus mismas lagunas parece que nos están
señalando la región a donde debieran aplicarse nuestras
facultades creadoras. Y es que nuestra obra de arte, a diferencia
de la extranjera, no es para nosotros meramente una obra, sino la
culminación de un proceso y el manantial de nuevas aguas. Don
Quijote es el término de la epopeya nacional del siglo XVI, el
desencanto que sigue al sobresfuerzo y al exceso de ideal, pero
también la iniciación de un mandamiento nuevo: "¡No seas
Quijote!", a veces prudente, a veces matador de entusiasmos,
como losa de plomo que nos colgáramos al cuello. Con lo que
indico que también el "Quijote" está por rehacer. En
la Argentina se ha rehecho dos veces, y ambas con éxito. La
primera en el Martín Fierro, de Hernández, hace ya más de
medio siglo. La última, y aún reciente, en Don Segundo Sombra,
de Güiraldes. Se trata en ambos casos de un Don Quijote gaucho y
de las figuras literarias de más envergadura que han navegado
por aguas de América. Aunque sea literariamente la Argentina el
más afrancesado de los pueblos hispánicos, ha tenido que
inspirarse en la tradición española, que es la suya, para crear
sus tipos máximos. Y lo mismo ciertamente ocurrió a España,
porque en pleno romanticismo tuvo Zorrilla el pensamiento de
renovar la figura de Don Juan, que ya llevaba más de dos siglos
en la escena, y nadie negará que su Tenorio constituye el
fantasma de más luz que en el curso del siglo XIX han producido
las letras de España.
"Nihil innovatur, nisi quod traditum est", dice un
viejo apotegma, que viene a expresar la misma idea que Menéndez
Pelayo. Sólo se renueva lo que de la tradición hemos recibido.
Se consumen en vano los talentos cuando buscan por los espacios
vacíos la originalidad. El hombre no crea de la nada. Es
necesario, ya lo he dicho, que volvamos los ojos a la obra del
mundo para depurar las categorías y perfeccionar las técnicas
de nuestro arte. Pero ello ha de ser para emplazarnos de nuevo en
la corriente de nuestra tradición, porque en ella nos esperan,
como en una caja de resonancia, las voces de los muertos y la
mejor inteligencia de lo que dicen nuestros contemporáneos, para
animarnos a la obra. Y en la tradición es todo escuela, lo mismo
el acierto que el error, el éxito que el fracaso, porque ella ha
creado en torno nuestro lo mismo lo que tenemos y gozamos, que lo
que no tenemos y habemos menester.
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"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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