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LA HISPANIDAD, Misión Inconclusa, Alfredo Sanz

NUESTRO DESGAJE DE ESPAÑA

¿Cómo puede ser entendido nuestro desgaje del tronco hispánico, nuestra separación política de España? Es que la España del S.XIX ya no era la de los Reyes Católicos, ni la de Carlos V o Felipe II. Como bien dice de Maeztu, "de las incertidumbres hispanoamericanas del S.XIX tiene la culpa el escepticismo español del S.XVIII ".
La España a de aquel siglo conoció una gran decadencia. Ante todo en la monarquía. Ya desde la introducción de la casa de Borbón, a comienzos del S.XVIII, comenzó un Proceso de ablandamiento que se ahondaría trágicamente en el siglo siguiente.
Decadencia asimismo en la aristocracia. El hidalgo de los siglos XVI y XVII recibía una educación severa y disciplinada de modo que el pueblo recibía de buena gana su superioridad, pero cuando dicha educación se hizo notoriamente muelle, Y al espíritu de servicio Sucedió el de privilegio como dice de Maeztu, los caballeros se convirtieron señores primeros, y en señoritos después, no es extraño que el pueblo les perdiera el respeto En la segunda mitad del S.XVIII gobernaron aristócratas masones, cuyo propósito último era dejar a España sin religión. Por supuesto que la impiedad no entró en España blandiendo ostensiblemente sus principios, sino en secreto. Durante muchas décadas los nobles siguieron rezando su rosario. Pero empezaron por envidiar el fasto y la pujanza de las naciones extranjeras, principalmente si eran protestantes: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de los encajes y lujos de Versalles. Después se asomaron en actitud acoquinada a los autores extranjeros, comenzando por el antihispanista Montesquieu, hasta llegar a experimentar vergüenza por la gesta evangelizadora de los Habsburgos.

España siempre se había caracterizado por exaltar el auténtico humanismo. cuando en 1509,Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, no les dijo a los indios que los hidalgos leoneses eran de una raza superior, sino esto: "Dios nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo la tierra un hombre y, una mujer, de los cueles vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos". A los ojos del español antiguo, todo hombre, cualquiera que fuese su posición social, su carácter o nación, era siempre un hombre. Este humanismo clásico era de origen religioso, es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia pero penetró tan profundamente en las conciencias de los españoles, que todos lo aceptaron como alto obvio. En cambio ahora se iba introduciendo el nuevo humanismo, el del Renacimiento que resucitaba el viejo criterio de Protagoras según el cual el hombre es la medida de todos las cosas. Bueno es lo que al hombre la perece bueno, lo que le; verdadero, lo que cree verdadero lo que le satisface. La verdad y el bien perdieron su condición de trascendentales para troncarse en relatividades, solo existentes en relación al hombre. Y el español es siempre tajante: o cree en valores absolutos o deja de creer totalmente, como el para él hubiese sido hecho el lema de Dostoiewski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cortose así la tradición ibérica, en pro del inmanentismo iluminista del Siglo XVIIII, que corrompió el alma de España, disolviéndose la visión de la temporalidad histórica cristiana en la del temporalismo secularizante propia del liberalismo iluminista. Al absolutizar los Valores seculares, la nación misionera acabó por negarse a sí misma, el Imperio se trocó en metrópoli de colonias.

Quizás uno de los hechos más trágicos grávidos de consecuencias del siglo XVIII fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todas las naciones de Europa. Intereses bastardos, como la avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los Ingleses, las misiones Guaraníticas de la orilla izquierda del río Uruguay , y al amor propio de la marquesa de Pompadur, que no podía perdonar a los Jesuitas se negasen a reconocerle en la corte una posición oficial, cual querida de Luis XV , fueron los métodos que utilizaron los jansenistas y los filósofos para atacar a la Compañía. El conde de Aranda los ayudó desde España. "Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes", escribía D'Alembert a Chatolai. Y Voltaire a Helvecio, en 1761 "Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame". La infame, para él, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas de todas las tierras dependientes de la corona Española produjo en numerosas familias criollas sin sentimiento de profunda aversión para con la Madre Patria.

Por su parte, se avergonzaba más y más de sí misma. Si en el siglo pasado Castelar pudo escribir:" No hay nada más espantoso, ni más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta", hemos de pensar que ya en el siglo XVIII los propios funcionarios españoles, contagiados por las pasiones, de la Enciclopedia, empezaron a propagar, tales ideas deprimentes. Y así Ramiro de Maeztu pudo llegar a afirmar taxativamente que fue de España de donde salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se originó en España. En los camarotes de los barcos españoles viajaban ahora los libros de la Enciclopedia francesa. La Casa borbónica propiciaba un nuevo proyecto basado en los negocios y la explotación de los recursos. Las Indias dejaron de ser así el escenario donde se realizaba un gran intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio.

Un erudito ingles Cecil Jane, desarrolla no hace mucho la tesis de que la separación de América se debió a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de nuestros países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII, destruyendo el fundamento mismo de la lealtad americana. "Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España ,no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre". Algo semejante afirmó entre nosotros Juan Manuel de Rosas y su ministro Anchorena.

La mayor responsabilidad recae pues sobre la España Gobernante en general, que no renegar de sí misma, con la esperanza de agradar a las naciones enemigas y sobre todo a Francia. Sintomático es en este sentido lo que Aranda escribía a Floridablanca en 1776: " Rousseau me dice que, continuando España así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún doctor de la Iglesia, debe tenerle por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su juicio". Generaciones sucesivas de españoles se fueron educando en la vergüenza de ser español, en la envidia a la Francia revolucionaria, y en la más supina ignorancia del sentido de la gesta americana. Según el estudioso ingles antes citado, en las guerras de la independencia los hispanoamericanos combatieron en buena parte por los principios españoles de los siglos XVI y XVII contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III. La situación queda caracterizada en un hecho que no deja de ser llamativo: Morillo, el general de Fernando VII, era volteriano y Bolívar, en cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia en 1827: "La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza". Por cierto que algunos revolucionarios de América, educados en el espíritu de la Revolución Francesa, y que están en el origen del partido unitario, hubieran podido hacer suya aquella frase de un francés de aquel tiempo: "Vous n'êtes pas les fils de l'aspagne; vous êtes les fils de la Revolution française" Pero también hubiesen podido repetirla numerosos españoles, que gozaban oyendo la Marsellesa, el primer himno que no nombra a Dios.*


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