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El sistema comanditario
La perfecta compenetración de
intereses y de espíritu entre el principal y sus empleados, que
caracteriza al sistema comanditario del comercio español en
América, y que es el secreto de su éxito, se obtiene mediante
la confianza que tiene cada dependiente de que, si muestra
actividad e inteligencia en su trabajo, llegará día en que se
le interesará en el negocio, y otro en que su mismo principal le
ayudará a establecerse por su cuenta, con lo cual le será
posible el ascenso a una clase social superior a la suya. El que
empieza barriendo una tienda a los trece o catorce años de edad,
puede concebir la esperanza de ser dependiente de mostrador antes
de los veinte, y habilitado antes de los treinta, y socio
industrial antes de los cuarenta, y patrono algo después. En el
fondo no se trata sino de la aplicación al comercio del antiguo
sistema gremial, con su jerarquía de aprendices, oficiales y
maestros, en la que sólo llegaba a la suprema dignidad de su
arte quien hubiera producido una obra maestra, sin la cual no se
le permitía dar trabajo a otros hombres o desempeñar cargo
alguno en el gremio o cofradía de su oficio. Pero entonces se le
abrían las dignidades de la ciudad. Si el albañil o carpintero,
podía encargarse de la construcción de alguna abadía o
catedral, y aún llegar a ser miembro de la real casa, en calidad
de maestro de obras del Rey, era porque la Edad Media, que fue
una edad cristiana, fundaba sus instituciones en la necesidad que
tiene el hombre de que no se le muera la esperanza, virtud que no
subsiste tampoco sin la base de la fe y sin el remate de la
caridad, pero que se alimentaba con la persuasión de que
mejoraría la posición de cada operario, según las excelencias
de sus obras, lo que explica, de otra parte, que fueran tan
maravillosos los edificios de aquella época.
En el fondo, el principio que anima al comercio español en
América es el mismo que constituía la quinta esencia de nuestro
Siglo de Oro: la firme creencia en la posibilidad de salvación
de todos los hombres de la tierra. Se trata de proveer a cada uno
de la coyuntura que le permitan alzar su posición en el mundo.
Con ello no se dice que habrán de aprovecharla todos, porque
muchos son los llamados y pocos los elegidos. Lo que se hace es
aplicar a las cosas de tejas abajo la parábola del padre Diego
Laínez en el Concilio de Trento. Se concede a cuantos aspiran a
vencer el torneo un caballo magnífico y armas excelentes, ya que
la gracia de Dios es asequible a todos, pero después se espera
que cada candidato luchará desesperadamente por el triunfo.
También ha de poner toda su alma el dependiente que aspire a
ganarse la confianza de su principal. Ha de cifrar sus ilusiones
en la prosperidad del negocio. Pero cuenta con la esperanza firme
de mejorar de posición, al cabo de su largo esfuerzo, y el
español de alma previsora prefiere optar a un premio que valga
la pena, aunque solo lo obtenga después de muchos años, con lo
que sacrifica el día de hoy al de mañana, que ocuparse en uno
de esos grandes comercios extranjeros de América, donde
probablemente se le pagará mejor con menos trabajo, pero donde
no tiene la menor esperanza de que se le llegue a interesar en el
negocio, por lo que renuncia a sacrificar el porvenir al día de
hoy.
Con el señuelo del ascenso futuro de cada empleado, logra el
comercio español de América la perfecta identificación del
principal y los dependientes, que es lo que le permite afrontar
con buen ánimo la concurrencia de otros comerciantes y los malos
tiempos. Es un comercio que carece de capitales iniciales propios
y que trabaja a crédito y, sin embargo, prospera y se difunde,
hasta en competencia con el de los chinos, que viven con nada, y
con el de los sirios, descendientes de los fenicios de Sidón y
Tiro y aptos como ellos para el tráfico. En el Centro de
Almaceneros, de Buenos Aires, hube de preguntar si prosperaban
los españoles en el comercio de comestibles al por menor, que es
lo que se llaman "almacenes" en la Argentina, y me
encontré con la sorpresa de que hace cincuenta años dominaban
el ramo los italianos en la capital, pero que habían tenido que
ceder el puesto a los españoles. Y es que los italianos no han
podido lograr identificar los intereses de los principales con
los de los dependientes, porque no aciertan a desprenderse de sus
comercios, en beneficio de sus empleados, tan fácilmente como
los españoles, sino que los suelen conservar hasta última hora,
y entonces son sus hijos los que los heredan.
En los pequeños comercios españoles vive el principal con sus
dependientes en una relación de intimidad que no es obstáculo
para que se mantengan escrupulosamente los respetos debidos a la
jerarquía y a la edad. En los malos tiempos se reducen y encogen
los gastos. En el campo de Cuba el principal y sus dependientes
suelen tender el catre en el mostrador y vivir en la tienda,
comen juntos, trabajan todos dieciocho horas al día y ello todo
el año, domingos inclusive, porque la molienda no suele
interrumpirse en los ingenios ni en los días festivos, y apenas
si tienen ocasión de visitar la villa una o dos veces al año.
Por eso cuando los americanos entraron en Cuba a raíz de la
guerra de 1898 e intentaron abrir toda clase de establecimientos,
no tardaron en batirse en retirada ante la competencia del
comercio español, que se contentaba con menores beneficios y
conocía mejor a sus clientes, para negarles o concederles
crédito. Y es que los norteamericanos se habían enfrentado con
un principio espiritual superior al suyo. Ellos lo fiaban todo al
mayor capital y a la posibilidad de pagar a la dependencia con
mayores salarios. El comercio español, en cambio, se basaba en
principios de solidaridad y de justicia y en la virtud de la
esperanza.*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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