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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

Todo un pueblo en misión

Toda España es misionera en el siglo XVI. Toda ella parece llena del espíritu que expresa Santiago el Menor cuando dice al final de su epístola, que: "El que hiciera a un pecador convertirse del error de su camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados". (V, 20.) Lo mismo los reyes, que los prelados, que los soldados, todos los españoles del siglo XVI parecen misioneros. En cambio, durante el siglo XVI y XVII no hay misioneros protestantes. Y es que no podía haberlos. Si uno cree que la Justificación se debe únicamente a los méritos de Nuestro Señor, ya poco o nada es lo que tiene que hacer el misionero; su sacrificio carece de eficacia.

La España del siglo XVI, al contrario, concibe la religión como un combate, en que la victoria depende de su esfuerzo. Santa Teresa habla como un soldado. Se imagina la religión como una fortaleza en que los teólogos y los sacerdotes son los capitanes, mientras que ella y sus monjitas de San José les ayudan con sus oraciones; y escribe versos como estos:

"Todos los que militáis
debajo de esta bandera,
ya no durmáis, ya no durmáis,
que no hay paz sobre la tierra."
Parece como que un ímpetu militar sacude a nuestra monjita de la cabeza a los pies.

La Compañía de Jesús, como las demás Ordenes, se había fundado para la mayor gloria de Dios y también para el perfeccionamiento individual. Pues, sin embargo, el paje de la Compañía, Rivadeneyra, se olvida al definir su objeto del perfeccionamiento y de todo lo demás. De lo que no se olvida es de la obra misionera, y así dice: "Supuesto que el fin de nuestra Compañía principal es reducir a los herejes y convertir a los gentiles a nuestra santísima fe". El discurso de Laínez fue pronunciado en 1546; pues ya hacía seis años, desde primeros de 1540, que San Ignacio había enviado a San Francisco a las Indias, cuando todavía no había recibido sino verbalmente la aprobación del Papa para su Compañía.

Ha de advertirse que, como dice el P. Astrain, los miembros de la Compañía de Jesús colocan a San Francisco Javier al mismo nivel que a San Ignacio, "como ponemos a San Pablo junto a San Pedro al frente de la Iglesia universal". Quiere decir con ello que lo que daba San Ignacio al enviar a San Francisco a Indias era casi su propio yo; si no iba él era porque como general de la Compañía tenía que quedar en Roma, en la sede central; pero al hombre que más quería y respetaba, le mandaba a la misionera de las Indias. ¡Tan esencial era la obra misionera para los españoles!

El propio P. Vitoria, dominico español, el maestro, directa o indirectamente, de los teólogos españoles de Trento, enemigo de la guerra como era y tan amigo de los indios, que de ninguna manera admitía que se les pudiese conquistar para obligarles a acertar la fe, dice que en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún concepto, "tanto si reciben como si no reciben la fe"; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la predicación del Evangelio, "los españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega, pueden predicarlo a pesar de los mismos, y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio". Es decir, el hombre más pacífico que ha producido el mundo, el creador del derecho internacional, máximo iniciador, en último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran nuestras Leyes de Indias, legítima la misma guerra cuando no hay otro medio de abrir camino a la verdad.

Por eso puede decirse que toda España es misionera en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo; acaso hubiera convenido dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, de tal suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física del mundo, al descubrirse las rutas marítimas de Oriente y Occidente; en Trento se había confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos los hombres podían salvarse, esta era la íntima convicción que nos llenaba el alma. No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros mismos; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra.*


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