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Catolicismo e hispanidad
Esta es la síntesis de mi
discurso. Ni podía ser otra, por mi carácter de obispo
católico que ha venido a estas Américas para presenciar esta
función de catolicismo, el congreso eucarístico, una de las
más fastuosas que habrán presenciado los siglos cristianos,
culminación del espíritu que la vieja España infundió en
estas tierras americanas, ni por la misma naturaleza de las
cosas; porque si no puede olvidarse la historia sin que sucumban
los pueblos desmemoriados de ella, la historia de nuestra vieja
hispanidad es esencialmente católica, y ni hoy ni nunca podrá
hacerse hispanidad verdadera de espaldas al catolicismo.
¡Que esto es hacer oficio de paleontólogo, como ha dicho
alguien, y empeñarse en vivificar estos grandes pueblos de
América enseñándole un fósil como lo es el sistema católico!
¡Que España ha dejado de ser católica, que se ha borrado de su
constitución hasta el nombre de Dios y que un español no tiene
derecho a invocar el catolicismo para hacer obra de hispanidad!
Un fósil el catolicismo, cuando el espíritu moderno, en medio
de las tinieblas y el miedo que nos invaden, sólo está
iluminado por el lado por donde mira a Jesucristo; cuando
públicamente ha podido decirse: "O la Iglesia o los
bárbaros"; cuando este japonés que escribe de historia y
de conflictos sociales y de razas, profetiza el choque tremendo
del Asia con Europas, y sólo ve flotar sobre las ruinas más
grandes de la historia la cruz refulgente a cuya luz se
reconstruirá la civilización nueva; cuando los espíritus más
leales y abiertos y que más han profundizado en las ideologías
que pretenden gobernar el mundo queman los dioses que han adorado
y se postran ante Jesucristo, luz y verdad y camino del mundo;
cuando el anuncio, hoy hecho glorioso, de que en Buenos Aires, la
ciudad nueva que en pocos años ha alcanzado las más altas cimas
del progreso, iba a levantarse la Hostia Consagrada, que es el
corazón del catolicismo, porque en ella está Jesucristo, el
Hijo de Dios vivo, se ha conmovido el mundo, y han venido acá
multitudes de toda la tierra para aclamarle Rey inmortal de todos
los siglos. ¡Ved el fósil con que quisiera yo vivificar estas
Américas, en cuyas entrañas mi madre España depositó, hace
cuatro siglos, esta partícula de Jesucristo, de donde derivó
toda su actual grandeza!
¡Que España ha dejado de ser católica! En la constitución,
sí; en su corazón, no; y en la entraña llevan los pueblos su
verdadera constitución. Yo respeto las leyes de mi país; pero
yo os digo que hay leyes que son expresión y fuerza normativa, a
la vez, de las esencias espirituales de un pueblo; y que hay
otras, elaboradas en un momento pasional colectivo, sacadas con
el forceps de mayorías artificiosas manejado por el odio que
más ciega, que es el de la religión, que se impone a un pueblo
con la intención malsana de deformarlo.
Id a España, americanos, y veréis como nuestro catolicismo, si
ha padecido mucho de la riada que ha pretendido barrerlo, pero ha
ahondado sus raíces; veréis una reacción que se ha impuesto a
nuestros adversarios; veréis que las fuerzas católicas
organizan su acción en forma que podrá ser avasalladora;
veréis surgir, por doquier, la escuela cristiana frente a la
laica, así hecha y declarada a contrapelo por el Estado; veréis
el fenómeno que denunciaba Unamuno en metáfora pintoresca,
cuando decía que los ateos españoles que, quien más quien
menos, llevan sobre su pecho un crucifijo; veréis el hecho real,
ocurrido en mi diócesis de Toledo, de veinticuatro socialistas
que mueren al estrellarse en un barranco el autocar en que
regresaban de un mitin ácrata, y sobre el rudo pecho se les
encuentra a todos el escapulario de la Virgen o la imagen de
Cristo; y veréis más: veréis cómo los hombres de nuestra
revolución mueren también como españoles: abrazados con el
crucifijo, es decir, con el fundador del catolicismo que
combatieron.
Esto es el catolicismo, hoy; y éste es el catolicismo de
España. El catolicismo es, en el hecho dogmático, el sostén
del mundo, porque no hay más fundamento que el que está puesto,
que es Jesucristo; en el hecho histórico, y por lo que a la
hispanidad toca, el pensamiento católico es la savia de España.
Por él rechazamos el arrianismo, antítesis del pensamiento
redentor que informa la historia universal, y absorbidos sus
restos, catolizándolos en los concilios de Toledo, haciendo
posible la unidad nacional. Por él vencimos a la hidra del
mahometismo, en tierra y mar, y salvamos al catolicismo de
Europa. El pensamiento católico es el que pulsa la lira de
nuestros vates inmortales, el que profundiza en los misterios de
la teología y el que arranca de la cantera de la revelación las
verdades que serán como el armazón de nuestras instituciones de
carácter social y político. Nuestra historia no se concibe sin
el catolicismo: porque hombres y gestas, arte y letras, hasta el
perfil de nuestra tierra, mil veces quebrado por la Santa Cruz,
que da sombra a toda España, todo está como sumergido en el
pensamiento radiante de Jesucristo, luz del mundo, que, lo
decimos con orgullo, porque es patrimonio de raza y de historia,
ha brillado sobre España con matices y fulgores que no ha visto
nación alguna de la tierra.
Y con todo este bagaje espiritual, cuando, jadeante todavía
España por el cansancio secular de las luchas con la morisma,
pudimos rehacer la patria rota en la tranquilidad apacible que da
el triunfo, abordamos en las costas de esta América, no par
uncir el Nuevo Mundo al carro de nuestros triunfos, que eso lo
hubiese hecho un pueblo calculador y egoísta, sino para darle
nuestra fe y hacerle vivir al unísono de nuestro
sobrenaturalismo cristiano. Así quedamos definitivamente unidos,
España y América, en lo más substancial de la vida, que es la
religión.
Y esta es, americanos y españoles, la ruta que la Providencia
nos señala en la historia: la unión espiritual en la religión
del Crucificado. Un poeta americano nos describe el momento en
que los indígenas de América se postraban por vez primera
"ante el Dios silencioso que tiene los brazos
abiertos": es el primer beso de estos pueblos aborígenes a
Cristo Redentor; beso rudo que da el indígena "a la sombra
de un añoso fresno", "al Dios misterioso y extraño
que visita la selva", hablando con el poeta. Hoy, lo habéis
visto en el estupor de vuestras almas, es el mismo Dios de los
brazos abiertos, vivo en la Hostia, que en esta urbe inmensa, en
medio de esplendores no igualados, ha recibido, no el beso rudo,
sino el tributo de alma y vida de uno de los pueblos más
gloriosos de la tierra. Es que este Dios, que acá trajera
España, ha obrado el milagro de esta gloriosa transformación
del Nuevo Mundo.
Ni hay otro camino. "Toda tentativa de unión latina que
lleve en sí el odio o el desprecio del espíritu católico está
condenada al mismo natural fracaso"; son palabras de
Maurras, que no tiene la suerte de creer en la verdad del
catolicismo. Y fracasará porque la religión lo mueve todo y lo
religa todo; y un credo que no sea el nuestro, el de Jesús y la
Virgen, el de la Eucaristía y el papa, el de la misa y los
santos, el que ha creado en el mundo la abnegación y la caridad
y la pureza; todo otro credo, digo, no haría más que crear en
lo más profundo de la raza hispanoamericana esta repulsión
instintiva que disgrega las almas en lo que tienen de más vivo y
que hace imposible toda obra de colaboración y concordia.
¿Me diréis que hay otros hombres y otras ideas que pueden
servir de base a la hispanidad y amasar los pueblos de la raza en
una gran unidad para la defensa y la conquista? ¿Cuáles? ¿La
democracia? Ved que en la vieja Europa sólo asoman, sobre el mar
que ha sepultado las democracias, las altas cumbres de las
dictaduras. ¿El socialismo? Ha degenerado en una burguesía a lo
Sardanápalo, porque será siempre una triste verdad que humanum
paucis vivit genus: son los vivos los que medran cuando no
estorba Dios en las conciencias. ¿El estatismo? Pulveriza a los
pueblos bajo el rodaje de la burocracia sin alma. ¿El laicismo?
Nadie es capaz de fundar un pueblo sin Dios; menos una alianza de
pueblos. ¿La hoz y el martillo del comunismo? Ahí está la
Rusia soviética.
Catolicismo, que es el denominador común de los pueblos de raza
latina: romanismo, papismo, que es la forma concreta, por derecho
divino e histórico, del catolicismo, y que el positivista Comte
consideraba como la fuerza única capaz de unificar los pueblos
dispersos de Europa. Una confederación de naciones, ya que no en
el plano político, porque no están los tiempos para ello, de
todas las fuerzas vivas de la raza para hacer prevalecer los
derechos de Jesucristo en todos los órdenes sobre las naciones
que constituyen la hispanidad. Defensa del pensamiento de
Jesucristo, que es nuestro dogma, contra todo ataque, venga en
nombre de la razón o de otra religión. Difusión del
pensamiento de Jesucristo, del viejo y del nuevo, si así podemos
hablar, de las verdades cristalizadas ya en siglos pasados y de
la verdad nueva que dictan los oráculos de la Iglesia a medida
que el nuevo vivir crea nuevos problemas de orden doctrinal y
moral. La misma moral, la moral católica, que ha formado los
pueblos más perfectos y más grandes de la historia; porque las
naciones lo son, ha dicho Le Play, a medida que se cumplen los
preceptos del Decálogo. Los derechos y prestigio de la Iglesia,
el amor profundo a la Iglesia y a su cabeza visible, el papa,
signo de catolicidad verdadera, porque la Iglesia es el único
baluarte en que hallarán refugio y defensa los verdaderos
derechos del hombre y de la sociedad. El matrimonio, la familia,
la autoridad, la escuela, la propiedad, la misma libertad, no
tienen hoy más garantía que la del catolicismo, porque sólo
él tiene la luz, la ley y la gracia, triple fuerza divina capaz
de conservar las esencias de estas profundas cosas humanas.
Organícense para ello los ejércitos de la Acción Católica
según las direcciones pontificias, y vayan con denuedo a la
reconquista de cuanto hemos perdido, recatolizándolo todo, desde
el a b c de la escuela de párvulos hasta las instituciones y
constituciones que gobiernan los pueblos.
Esto será hacer catolicismo, es verdad, pero hay una relación
de igualdad entre catolicismo e hispanidad; sólo que la
hispanidad dice catolicismo matizado por la historia que ha
fundido en el mismo troquel y ha atado a análogos destinos a
España y a las naciones americanas.
Esto, por lo mismo, será hacer hispanidad, porque por esta
acción resurgirá lo que España plantó en América, y todo
americano podrá decir, con el ecuatoriano Montalvo:
"¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble
en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo
tenemos, a ti te lo debemos. El pensar grande, el sentir animoso,
el obrar a lo justo, en nosotros son de España, gotas purpurinas
son de España. Yo, que adoro a Jesucristo; yo, que hablo la
lengua de Castilla; yo, que abrigo las afecciones de mi padre y
sigo sus costumbres, ¿cómo haría para aborrecerla?"
Esto será hacer hispanidad, porque será poner sobre todas las
cosas de América aquel Dios que acá trajeron los españoles, en
cuyo nombre pudo Rubén Darío escribir este cartel de desafío
al extranjero que osara desnaturalizar esta tierra bendita:
"Tened cuidado: ¡Vive la América española! Y, pues
contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!"
Esto será hacer hispanidad, porque cuando acá reviva el
catolicismo, volverán a cuajar a su derredor todas sus virtudes
de la raza: "el valor, la justicia, la hidalguía"; y
"los mil cachorros sueltos del león español",
"las ínclitas razas ubérrimas, sangre de España
fecunda", de que hablaba el mismo poeta, sentirán el hervor
de la juventud remozada que los empuje a las conquistas que el
porvenir tiene reservadas a la raza hispana.
Esto será hacer hispanidad, porque será hacer unidad, y no hay
nada, es palabra profunda de San Agustín, que aglutine tan
fuerte y profundamente como la religión.
¡Americanos! En este llamamiento a la unidad hispana no veáis
ningún conato de penetración espiritual de España en vuestras
repúblicas; menos aún la bandera de una confederación
política imposible. Unidad espiritual en el catolicismo
universal, pero definida en sus límites, como una familia en la
ciudad, como una región en la unión nacional, por las
características que nos ha impuesto la historia, sin
prepotencias ni predominios, para la defensa e incremento de los
valores e intereses que nos son comunes.
Seamos fuertes en esta unidad de hispanidad. Podemos serlo más,
aún siéndolo igual que en otros tiempos, porque hoy la
naturaleza parece haber huido de las naciones. Ninguna de ellas
confía en sí misma; todas ellas recelan de todas. Los colosos
fundaron su fuerza en la economía, y los pies de barro se
deshacen al pasar el agua de los tiempos. Deudas espantosas,
millones de obreros parados, el peso de los Estados gravitando
sobre los pueblos oprimidos, y, sobre tanto mal, el fantasma de
guerras futuras que se presienten y la realidad de las
formidables organizaciones nihilistas, sin más espíritu que el
negativo de destruir y en la impotencia de edificar.
El espíritu, el espíritu que ha sido siempre el nervio del
mundo; y la hispanidad tiene uno, el mismo espíritu de Dios, que
informó a la madre en sus conquistas y a las razas aborígenes
de América al ser incorporadas a Dios y a la patria. La patria
se ha partido en muchas; no debe dolernos. El espíritu es el que
vivifica. El es el que puede hacer de la multiplicidad de
naciones la unidad de hispanidad.
La Hostia divina, el signo y el máximo factor de la unidad, ha
sido espléndidamente glorificada en esta América. Un día, y
con ello termino, una mujer toledana, "La loca del
Sacramento", fundaba la cofradía del Santísimo, y no
habían pasado cincuenta años del descubrimiento de América
cuando esta cofradía, antes de la fundación de la Minerva, en
1540, estaba difundida en las regiones de Méjico y el Perú.
Otro día Antonio de Ribera coge de los campos castellanos un
retoño de oliva y lo lleva a Lima y lo planta y cuida con mimo,
ocurre la procesión del Corpus, y Ribera toma la mitad del tallo
para adornar las andas del Santísimo; un caballero lo recoge y
lo planta en su huerta, y de allí proceden los inmensos olivares
de la región. Es un símbolo: el símbolo de que la devoción al
Sacramento ha sido un factor de la unidad espiritual de España y
América. Que este magno acontecimiento del congreso eucarístico
de Buenos Aires sea como el refrendo del espíritu católico de
hispanidad, el vínculo de nuestra unidad y el signo que indique
las orientaciones y destinos de nuestra raza.
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