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Cultura común reconocida
Mas no creáis que aquella
etapa de la amargura y del cansancio se presenta tan oscura y
sombría. Un instinto casi irracional pugnaba por abrirse paso en
una atmósfera saturada de reservas. A su conjuro, las naciones
de nuestra común estirpe se sabían hermanas, compañeras de un
destino unánime, personajes de igual categoría en una empresa
universal y humana.
En la vía próxima de la auscultación, acercando el oído al
aliento popular, estaba claro que una misma lengua permitía
comunicarse y entenderse a los hombres que vivían del norte al
sur y del este al oeste de aquella dilatada vastedad. Andrés
Bello, el insigne venezolano, entiende que frente a todo
separatismo lingüístico, "esta unidad de lengua hay que
conservarla celosamente, como el vinculo inmortal de España con
las naciones de América que de España descienden, como un medio
providencial de comunicación y un vinculo fraterno entre las
naciones de origen hispano". Por esta razón, Andrés Bello,
al escribir su Gramática castellana para americanos, emula la
misión de Antonio de Nebrija y, siguiendo su pauta, el argentino
Amado Alonso, el venezolano Rafael María Baralt y los
colombianos José Eusebio Caro, Rufino José Cuervo y Mario Fidel
Suárez, con plenitud de facultad y de derechos, legislan acerca
de nuestro idioma. José Marti, artífice de la independencia
cubana, escribe sin ambages: "Buena lengua nos dio
España", agregando: "Quien quiera oír Tirsos y
Argensolas ni en Valladolid mismo los busque..., búsquelos entre
las mozas apuestas y los mancebos humildes de la América del
Centro, donde aún se llama galán a un hombre hermoso, o en
Caracas, donde a las contribuciones dicen pechos, o en Méjico
altivo, donde al trabajar llaman, como Moreto, hacer la
lucha". Y es que, de una parte, mientras mas se estudia el
habla criollo, tanto más se convence uno de que muchas voces y
giros que en América se estiman de origen guaraní, quechua o
araucano son genuinamente españolas, y, de otra, que siendo
patrimonio común el castellano, un giro que nace en Castilla no
tiene más razones para prevalecer e imponerse que otro nacido en
Lima o en Tegucigalpa.
Se produce así un fenómeno de intercambio y ósmosis. Rubén
Dario y Valle Inclan popularizan entre nosotros los llamados
americanismos. Se fundan, en pleno siglo XIX, las Academias
americanas de la Lengua correspondientes de la Española, y en el
II Congreso de las mismas, celebrado en Madrid en el año 1956,
se reafirma la unidad del lenguaje y, como una prueba de
tolerancia y de abertura, se reconoce, admite y legitima el
"seseo".
Ese examen de lo auténticamente popular, por encima de la
extravagancia y desentrenamiento de las clases mas cultas, pone
de relieve el origen peninsular del folklore de Hispanoamérica.
Como dice Joaquín Rodrigo, la primera música que llega al Nuevo
Mundo es la música popular española: los sones de guitarra, las
coplas y los bailes del pueblo; y es esta música la que, al
entrar en colisión con la música aborigen, la desaloja en parte
de los oídos y de la memoria y en parte se mezcla y se funde con
ella. De este modo, la ranchera de Méjico, el merengue de Santo
Domingo, el son-chapín de Guatemala, el punto guanasteco de
Costa Rica, el joropo de Venezuela, el bambuco de Colombia, la
marinera del Perú, la cueca de Chile, la samba argentina, el
yaraví de Bolivia y la guarania del Paraguay, responden a una
temática común de ritmo y de armonía y denuncian el aire
familiar hispánico. No hay en ellos, como escribe Barreda Laos,
ni estridencias ni saltos acrobáticos; hay suavidad y dulzura de
abandono. Hispanoamérica, cuando se aparta del snobismo de la
moda y baila con su propio sentido, busca la gracia leve del arte
y no el automatismo mecánico de los pies; se entrega a la
melodía del alma y huye del ruidoso estrépito del
"jazz".
En uno y otro lado se conservan, al través del tiempo, las
mismas canciones populares. Pedro Massa, argentino, escucha
emocionado, a la altura de Baeza, una seguidilla familiar en su
patria:
"Me enamoré -jugando-
de una María;
cuando quise olvidarla
ya no podía."
Y en Santiago del Estero aún se escuchan coplas del cancionero
medieval de España:
"Las estrellas del cielo
son ciento doce;
con las dos de tu cara,
ciento catorce."
¡Cómo admirarnos, pues, de la influencia de Albéniz en los
músicos criollos y de la acogida fraterna en la península de
vuestras canciones, que repiten sin cansancio de los oyentes las
orquestas y los tríos musicales, y que se ponen de moda y se
escuchan desde Madrid y Barcelona hasta los cortijos andaluces y
los caseríos de Navarra! Es que existe un fondo lírico y
musical común adentrado en la conciencia de los hombres
hispánicos, los cuales, ante un ritmo concreto, levantan el
espíritu, se contagian de alegría o de tristeza, esbozan una
sonrisa de humor o empanan los ojos con lagrimas leves y
furtivas. *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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