Indice de Hechos de los Apóstoles en América

Beato Pedro de San José, fundador de los bethlemitas Venerable Antonio Margil de Jesús, el fraile de los pies alados

Hechos de los Apóstoles en América,

José María Iraburu

Jesuitas ensanchadores de México

Providencial llegada de los jesuitas a México (1572)
1.-Misión de Sinaloa
El padre Gonzalo de Tapia (1561?-1594)
Florecimiento misional
Martirio del padre Tapia
Sigue la misión
2.-Misión de Chínipas
Martirio del padre Julio Pascual (1587-1632)
3.-Misión de Tepehuanes
El padre Juan Fonte (1574-1616)
Rebelión, estragos y martirios
El padre Hernando de Santarén (1566-1616)
Después del desastre
Restauración
4.-Misión de Tarahumara
La Baja Tarahumara
Primeras rebeliones
Alzamientos y mártires
Restauración
La asamblea de Parral (1673)
La Alta Tarahumara
El padre José Neuman (1656?-1732)
Perseverante en la dura misión
Más violencias y martirios
Una norma prudente para la paz
El padre Francisco Herman Glandorff (1687-1763)
Paz en la Tarahumara
5.-Misión de Pimería
El padre Eusebio Kino (1645-1711)
Baja California
La misión de los Dolores
Salvatierra y Kino
Nuevas misiones de la Pimería
Martirio del padre Saeta
Alzamiento y pacificación
Viaje a México
Prosperidad de las misiones
Un misionero a caballo
California es península
Un gran misionero
6.-Misión de California
California
Los californios
El padre Juan María Salvatierra (1644-1717)
Nuestra Señora de Loreto
Viaje a México
La dificil subsistencia
El padre Ugarte (1660-1730)
Más aventuras
Un barco construido en California
Sangre de mártires
Expulsión de los jesuitas
Misioneros ensanchadores de México

Providencial llegada de los jesuitas a México (1572)

La primera evangelización de la Nueva España, iniciada por franciscanos (1524), dominicos (1526) y agustinos (1533), tiene durante los primeros cincuenta años una rapidísima expansión. Como vimos (166), unos 150 centros misioneros de las tres órdenes cubren ya para 1570 la mayor parte de la actual nación mexicana, de tal modo que la atención pastoral de las inmensas regiones ya evangelizadas ha reducido sus fuerzas para emprender nuevas conquistas espirituales.

Por eso la llegada a México de los jesuitas en 1572 se produce en el momento más oportuno. La Compañía de Jesús, apenas nacida en la Iglesia, presta en la Nueva España una ayuda de gran valor en colegios y centros educativos. Hacia 1645, la Compañía tenía en México 401 jesuitas, de los cuales unos atendían dieciocho colegios, cada uno de ellos con más de seis sujetos, y otros atendían parroquias o misiones (+Lopetegui-Zubillaga, Historia 729).

Por lo que a las misiones se refiere, ya a partir de 1591 los jesuitas iniciaron en la periferia de México, al oeste y al norte sobre todo, en condiciones durísimas con frecuencia, unas misiones que llegaron a ser famosas en la historia del Nuevo Mundo. En esas zonas ocupadas por tribus primitivas, que ni habían estado sujetas al imperio azteca, ni tampoco apenas a la Corona española, los jesuitas realizaron una heroica acción misionera, casi siempre regada con la sangre del martirio. Lo veremos ahora en las misiones de Sinaloa, Chínipas, Tepehuenes, Tarahumara, Pimería y California, aunque la Compañía tuvo bastantes más que éstas. Poniendo quizás a prueba la paciencia del lector, hemos querido insistir en la evocación de estas misiones martiriales, sin suprimir ningún movimiento de esta grandiosa sinfonía trágica.

Alfonso Trueba narra esta epopeya misional en varias obras, Cabalgata heróica, El padre Kino, Ensanchadores de México. Por eso el título de este capítulo es un homenaje cordial a este gran patriota mexicano, que desde la benemérita editorial IUS, hizo más que nadie para afirmar la historia cristiana de su pueblo.

1.-Misión de Sinaloa

La región de Sinaloa, al noroeste de México, era a fines del XVI tan selvática que apenas podía ser habitada fuera de las cuencas de los ríos del Fuerte, Sinaloa y Mocorito; ríos por cierto que, periódicamente, inundaban las poblaciones fijadas en sus riveras. Los indios, ajenos por completo al imperio azteca, -aunque al parecer procedían del norte, como los mexicanos, y eran parientes de éstos-, iban casi desnudos y con largas cabelleras, hacían chozas elevadas sobre postes, no conocían artes ni religión, practicaban -los que podían- la poligamia, carecían casi de organización política, y tenían innumerables idiomas, a veces varios en un mismo pueblo.

Por lo demás, como decía el historiador Pérez de Ribas, «las alegrías de estas naciones era matar gente» (+A. Trueba, Cabalgata 7). Armados de arcos, macanas y chuzos, hacían danzas en torno a la cabeza o cabellera del enemigo muerto, y particularmente en la zona serrana, la antropofagia era costumbre generalizada.

Francisco de Ibarra, gobernador de Nueva Vizcaya, partiendo de Durango, atravesó hacia 1563 la Sierra Madre, recorrió la zona, y viéndola poblada y con buenos ríos, trató de arraigar allí algunos poblados españoles, pero pronto fueron desbaratados por los indios zuaques. Años después, en 1590, el gobernador Rodrigo del Río y Loza pidió a la Compañía de Jesús misioneros que penetraran en aquella región imposible...

El padre Gonzalo de Tapia (1561?-1594)

El padre Tapia, nacido en León, en España, fue a las Indias en 1584. Destinado poco después a Pátzcuaro, en Michoacán, a los quince días predicó en tarasco, y llegó a hablar este idioma como un nativo. «Tendría entonces el P. Tapia unos 25 años. Era pequeño de cuerpo, barba poblada, corto de vista, ingenio vivo, de inagotables recursos, memoria fenomenal, atrevimiento de conquistador, celo ardiente y abnegación a toda prueba: así lo describen quienes lo conocieron» (Cabalgata 14).

En 1588 fue enviado solo e inerme a evangelizar a los chichimecas de la región de Guanajuato, indios nómadas particularmente peligrosos, cuya lengua aprendió también en pocas semanas, y con los que convivió dos años. Trasladado al colegio de Zacatecas, pudo atender en las minas a muchos tarascos que allí trabajaban. En 1590, respondiendo al pedido del gobernador, la Compañía lo envió con el padre Martín Pérez a Sinaloa.

Florecimiento misional

Al mes el padre Tapia se hacía entender ya en los dos idiomas allí más comunes, de los que compuso una breve gramática y doctrina, que completó con cantos. Su presencia fue bien acogida por los indios, y los dos jesuitas en seguida comenzaron en varios pueblos su labor misionera. Antes de un año habían bautizado más de 1.600 adultos y levantado 13 capillas. A los ocho meses, los bautizados eran ya 5.000.

Tapia y Martín Pérez consiguieron en 1593 la ayuda de otros dos jesuitas, Alonso de Santiago y Juan Bautista de Velasco, y con éstos desarrollaron una formidable acción misionera que habría de servir de modelo para los siguientes evangelizadores de la Compañía de Jesús. El misionero reunía a los indios en poblados -ésta era una labor primera y principal, a veces muy difícil-, nombraba gobernador al indio más idóneo, el cual elegía capitán y teniente, alguacil y topiles o ministros. En seguida cesaban las guerras, la poligamia, las grandes borracheras y la antropofagia. Se construían poblados en torno a la iglesia y la plaza. Comenzaba una labor agrícola y ganadera bien organizada. Y sobre todo se impartía la doctrina a los indios en su lengua, diariamente a los niños, y también cada día a los nuevos casados, hasta que tenían hijos.

El padre Tapia era hijo de familia rica, y en Europa había empleado su herencia en rescatar a cuatro jesuitas apresados por los hugonotes. Pero, al igual que sus compañeros de misión, vivía entre los indios muy pobremente. Nunca le vieron enojado, y era afable con todos, especialmente con los enfermos.

Martirio del padre Tapia

Cuatro años de trabajos misionales dieron grandes frutos, especialmente entre niños y jóvenes. A los ancianos les costaba más aceptar un cambio tan radical de vida, que acababa con muchas de sus costumbres y supersticiones. De entre ellos se alzó Nacabeba, «un indio viejo y endiablado», de Deboropa, que comenzó a conspirar contra la misión, aunque sólo juntó nueve indios, familiares suyos.

El 9 de julio de 1594, el padre Tapia celebró misa en Deboropa, y cuando estaba después recogido en su choza rezando el rosario, entraron en ella Nacabeba y sus secuaces simulando una visita de paz, pero en seguida le mataron a golpes de macana y a cuchilladas. Después, le cortaron la cabeza, le desnudaron y le cortaron el brazo izquierdo. Profanaron la iglesia y huyeron al monte, con el cáliz y los ornamentos litúrgicos, para celebrar su triunfo. Tenía el padre Gonzalo de Tapia 33 años de edad, de los que pasó diez en México, y cuatro de ellos en Sinaloa.

Unos pocos españoles con muchos indígenas persiguieron a Nacabeba y a sus cómplices, que se refugiaron en los zuaques, y después en los tehuecos. Pero éstos le entregaron, y antes de morir ahorcado se convirtió y fue bautizado.

Sigue la misión

Los tres jesuitas restantes no se desalentaron, y continuaron adelante con la obra misionera, para la que llegaron también los padres Méndez, Santarén, del que más tarde hablaremos, y Hernando de Villafañe, paisano y compañero del padre Tapia, que fue treinta años apóstol de los guazaves. Por otra parte, a partir de 1599 la misión de Sinaloa se vio muy ayudada por la presencia del capitán Diego Martínez de Hurdaide, muy bueno con los indios pacíficos y hábil luchador contra los alzados.

En sólo treinta años, no habiendo más que 46 soldados españoles en un fuerte, unos pocos jesuitas conquistaron pacíficamente para Dios y para México la región de Sinaloa. Allí pacificaron tribus, evangelizaron y enseñaron artes agrícolas y ganaderas, organizando pueblos cristianos que aún hoy subsisten. El esfuerzo que costó tan gran obra se refleja en un escrito del padre Miguel Godínez, uno de los misioneros jesuitas:

«Muchos años me ocupó la obediencia en este ministerio de la conversión de los gentiles, en una provincia llamada Sinaloa. Siendo la tierra sumamente caliente, caminaban los misioneros a todas horas del día y de la noche, acompañados de bárbaros desnudos, rodeados de fieras, durmiendo en despoblados. La tierra, las más veces, sirve de cama, la sombra de un árbol de casa, la comida un poco de maíz tostado o cocido, la bebida el agua del arroyo que se topa, los vestidos eran rotos, bastos, remendados. Pan, carnero, frutas y conservas jamás se veían sino en los libros escritos. La vida siempre vendida entre hechiceros que, con pacto que tenían con el demonio, nos hacían cruda guerra.

«A dos religiosos, compañeros míos, flecharon e hirieron, y yo dos veces escapé por los montes, aunque mataron a un mozo mío. Andaban aquellos primeros Padres rotos, despedazados, hambrientos, tristes, cansados, perseguidos, pasando a nado los ríos más crecidos, a pie montes bien ásperos y encumbrados, por los bosques, valles, brezos, riscos y quebradas, faltando muchas veces lo necesario para la vida humana, cargados de achaques, sin médicos, medicina, regalos ni amigos y, con todos estos trabajos, se servía muy bien a Dios y se convertían muchos infieles.

«Cuando nos juntábamos una vez al año, en la cabecera, donde estaba el Superior, para darle cuenta del número de bautizados y sucesos más notables que nos acontecían, ningún año en mi tiempo bajaba el número de los bautizados de 5.000 y algunos subió a 10.000, y en el año de 1624 quedaban en toda la provincia bautizados arriba de 82.000, y después pasaron a 120.000. Verdad que después entraron unas pestilencias que mataban millares de ellos, y nosotros trabajábamos sumamente con los apestados» (Cabalgata 32,35).

2.-Misión de Chínipas

La región de Chínipas, colindante con Sinaloa y Sonora, ocupa el suroeste del actual estado de Chihuahua. En 1610, el capitán Hurdaide, atravesando pueblos indios que no eran de paz, logró penetrar con un pequeño destacamento en aquella zona, en la que estableció el Fuerte de Montesclaros. El fuerte, construido en adobes, no era gran cosa, pero los cuatro torreones de sus cuatro esquinas impresionaron no poco a los chínipas. Al poco tiempo pidieron éstos al capitán del fuerte que viniera con ellos algún padre misionero, para hacer entre ellos lo que ya tenían noticia de que se había hecho en otras regiones.

Así llegó en visita el padre Villalta, y le recibieron adornando los caminos y organizando danzas muy festivas. El misionero les predicó, bautizó algunos niños, y les pidió que abandonaran sus crueles hábitos guerreros y supersticiosos, porque Dios abominaba de aquellas costumbres. Pronto los caciques organizaron la recogida de calaveras de enemigos vencidos, amuletos, idolillos y otros instrumentos de hechicerías y supersticiones, y se los llevaron al padre en 48 chiquihuites o cestos, para que se quemara todo, como así se hizo.

El padre Castani, sucesor de Villalta, continuó la obra misionera. Uno de los primeros y principales frutos de la misión fue que se pusieron en paz los chínipas con sus vecinos guazaparis y temoris, abriéndose incluso caminos entre estos grupos antes enemigos.

Martirio del padre Julio Pascual (1587-1632)

El jesuita Julio Matías Pascual nació en 1587 de una rica familia veneciana. Educado en Parma y Mantua, ya jesuita, pasó a México en 1616, y llegó a la misión de Chínipas en 1626. En aquella soledad alejada de toda ayuda humana, aprendió la lengua de los chínipas, y acabó bautizando a toda la nación. Consiguió reunir a 1.400 familias de guazaparis, temoris, varohios e hios en dos poblaciones. En los seis años que vivió en Chínipas, llegó el padre Pascual a conocer cuatro idiomas indios.

En la paz primera, que logró establecerse entre las naciones indias enemigas al inicio de la misión, tuvo buena parte el cacique guazapari Cabomei, «indio de grande cuerpo y robusto, aunque bien proporcionado, de fiero rostro y horrendo en el mirar y de edad de 50 años». Vestido con su manta azul que le envolvía hasta los pies, y adornado con zarcillos de conchas de nácar, medió en la causa de la paz con interminables y solemnes sermones, al modo indio. Pero más tarde Cabomei comenzó a sentir aborrecimiento por «el camino estrecho» del evangelio, y preparó una conspiración ayudado de sus guazaparis.

El padre Pascual llegó un día a Santa María de Varohios, acompañado del padre Manuel Martínez, jesuita portugués recién llegado a la misión. Pronto se dieron cuenta de que se les tendía una trampa, y llamaron en ayuda a los amigos chínipas, que viendo unidos a guazaparis y varohios no se atrevieron a intervernir. Cabomei y sus aliados prendieron fuego a la iglesia y a la casita en que estaban los dos padres. Estos se confesaron mutuamente, y prepararon también a la muerte a los oficiales y cantores que habían venido con ellos, nueve carpinteros y ocho indiecitos. Para huir del incendio hubieron de salir al patio, donde el padre Pascual, hablando en la lengua indígena, trató de apaciguar a los indios alzados. Un flechazo le hirió en el vientre, y al padre Martínez le cosieron de otro flechazo el brazo con el cuerpo. Más flechas, golpes y cuchilladas terminaron con sus vidas. De sus diecisiete acompañantes sólo se salvaron dos, por los que se conocieron los hechos al detalle. Era el 1 de febrero de 1632.

El capitán don Pedro Perea, sucesor de Hurdaide, salió con un destacamente de soldados y muchos indios en persecución de los guazaparis alzados y sus aliados. Éstos se refugiaron en lo más abrupto de la sierra, donde no podían entrar los caballos, pero los indios amigos les dieron alcance y mataron más de 800. El pueblo de los Chínipas hubo de trasladarse a región más segura, entre los sinaloas. Sólo en 1670 pudo el padre Alvaro Flores de la Sierra renovar la misión, que luego recibió un fuerte impulso del padre Salvatierra, a quien conoceremos en seguida como gran apóstol de California.

3.-Misión de Tepehuanes

Los indios tepehuanes, extendidos por el noreste del actual estado de Durango, eran fuertes guerreros, muy temidos por sus vecinos del oeste, los acaxees, y por los del norte, los tarahumara, hasta el punto de que cuando aquéllos hacían incursiones les entregaban las doncellas que querían sin ofrecerles resistencia. De mediana estatura, membrudos y alegres, fueron más tarde, cuando entraron los españoles con sus caballos, estupendos jinetes, diestros en el uso de la lanza. Casi todos eran labradores, cultivadores sobre todo del maíz, su alimento básico, y vivían en casas de madera o de piedra y barro.

El jesuita sevillano Jerónimo Ramírez, que fue a México en 1584, aprendió la lengua mexicana y el tarasco, y después de algunos años de misión en varias regiones, entró sólo y sin escolta a los tepehuanes, cuya lengua también aprendió. Fue bien acogido, especialmente por un cacique de la Sauceda, que le ayudó mucho. Consiguió la fundación de Santiago Papasquiaro, donde se juntaron indios, mestizos y españoles, y en 1597 fundó Santa Catalina.

El padre Juan Fonte (1574-1616)

En su ayuda llegó el padre Juan Fonte, catalán de Tarrasa, nacido en 1574, que ingresó en la Compañía en 1593, y fue a México con 25 años de edad. Este misionero se entraba sólo con los indios, y allí se estaba a veces diez meses conviviendo con ellos, predicándoles, y tratando de congregarles en pueblos, para vivir social y cristianamente. Aprendió muy bien el tepehuano, y compuso de este idioma un vocabulario y un catecismo. El primer pueblo que fundó fue Zape, y a su paso surgieron después San Ignacio Tenerapa, Santos Reyes, Atotonilco, Santa Cruz de Nasas y Tizonazo. Por el norte hizo incursiones en el territorio tarahumara. Su última fundación fue San Pablo Balleza. En una carta suya de 1608 se refleja su entusiasmo misionero:

«Acá lo más que veo es que, habiendo sido estos tepeguanes la gente más rebelde, soberbia y traidora de toda la tierra, después que dieron la paz, que habrá once años, no han hecho el menor delito, ni en común ni en particular, por lo cual se haya ahorcado o azotado o tenido en la cárcel a alguno. Ni de los cristianos se nos va alguno a pueblos gentiles por disgusto de la doctrina o por apremio, y por este respeto nos piden de todas partes que vayamos a adoctrinarlos...

«Para mí tengo que en estas doctrinas nuevas, donde a los principios no tenemos casas, ni iglesias, ni qué comer, son más a propósito un sacerdote y un hermano coadjutor, que dos sacerdotes, porque el edificar cansa mucho y ocupa tiempo, y si el sacerdote tiene todo en un buen compañero, trabaja para seis...

«Yo quedo muy contento y animado, viendo la puerta que se nos abre para grandes conversiones y mucho más por ver se hace sin gasto de capitanes y soldados, lo cual he procurado siempre y procuraré, porque, no habiendo extraordinarios gastos, con mejor gana los ministros del Rey darán sacerdotes para la doctrina, y sin duda los naturales gustan de vernos solos en sus tierras, y viendo soldados españoles se recatan» (+Cabalgata 65).

Rebelión, estragos y martirios

Entre 1596 y 1616 se formó entre los tepehuanes una floreciente cristiandad, atendida al final por ocho jesuitas. Pero también aquí prendió el rechazo entre los ancianos. Quautlatas, un indio viejo, «grande hechicero y de muy familiar trato con el demonio», bautizado con el nombre de Francisco de Oñate, apostató de la fe, y anduvo con un ídolo de media vara haciendo proselitismo por varios pueblos ya cristianos, no sólo de los tepehuanes, sino también de los acasees y xiximes, animando ocultamente a unos y a otros para que mataran a los misioneros.

El 16 de noviembre de 1616, el alzamiento se inició en Santa Catalina, donde, con flechas y lanzas, mataron al padre Tovar, mexicano de Culiacán. Al día siguiente los indios rebeldes entraron en Atotonilco, donde mataron unas doscientas personas, entre ellas al franciscano Pedro Gutiérrez. Esa misma noche cercaron a Santiago Papasquiaro, donde los cristianos resistieron 17 días. Entonces, habiéndoseles ofrecido una paz simulada, salieron unos 100, el padre Orozco al frente con la custodia.

Los padres Orozco y Cisneros, de 28 y 34 años, uno de Carrión de los Condes y el otro de Plasencia, que siempre misionaron juntos, murieron con los demás a golpes de lanza y macana, y sólo escaparon tres mayores y tres niños.

El mismo día en Zape los tepehuanos alzados mataron a los padres Luis de Alavez, nacido en Oaxaca, hijo de los señores de Texestistlán, y Juan del Valle, alavés de Vitoria, con 19 españoles, más 60 negros y otros criados

Y al día siguiente mataron a los padres Jerónimo Morante y Juan de Fonte, cuando venían a visitar Zape con motivo de una fiesta. Morante, nacido en Mallorca en 1575, fue diez años compañero de misión del padre Fonte, el cual dedicó al bien de los tepehuanes los últimos dieciséis años de su vida. Cuando recuperaron el cuerpo del padre Morante, lo hallaron ceñido con áspero cilicio. Por último, con un golpe de estaca abrieron la cabeza al padre Santarén, que misionaba a los xiximíes.

El padre Hernando de Santarén (1566-1616)

El misionero e historiador de la misión de Tepehuanes, el padre Pérez de Ribas, decía del padre Santarén que «nadie lo vio triste, sino alegre». Nació en Huete, pueblo de Toledo, en 1566, fue a Sinaloa cuando mataron al padre Tapia, y desde 1598 misionó a los acaxees y xiximíes. Andaba cada semana unas 90 leguas, y 300 en cuaresma. Edificó más de 40 iglesias, y por su mano fueron bautizados unos 50.000 indios, siendo muchos más los que redujo a vida en poblaciones.

Era un hombre atractivo, «de los de más hermosa proporción que se vio en aquel reino». Como hemos dicho, siempre estaba alegre, pero, como lo manda el Apóstol, se alegraba ante todo «en el Señor» (Flp 4,4), y a veces su alegría llegaba a plenitud justamente en la situación más desolada. En una carta dirigida al Provincial que le invitaba a retirarse ya el colegio de México le decía:

«Aunque me siento viejo y cansado, deseo que no quede por mí el procurar el bien de estas almas y misiones; ni pediré el salir de ellas, aunque no cerrando por eso la puerta a la obediencia para que disponga de mi persona como de un cuerpo muerto, pues harto mal fuera si de 19 años de Misión y trabajos no hubiera quedado en la indiferencia que nuestro Padre San Ignacio nos pide.

«No se experimenta por allá el jugo y contento que Nuestro Señor comunica, cuando es servido, a los que andan en estas misiones; más da Dios algunas veces en un desamparo de los que por acá se pasan, de un desvío de camino, de verse en un monte a pie en una tempestad de nieve, que le coge en una noche obscura al sereno y agua y sin abrigo, que en muchas horas de oración y retiramiento. El consuelo que Nuestro Señor me da en medio de estos trabajos es muy grande.

«Esto y el parecerme que pedir salir de ellos es volver a Dios las espaldas, y dejar a Cristo Nuestro Señor solo con la cruz a cuestas... me mueve a pedir no salir de aquí; In hoc positus sum. Y cuando aquí me hallare la muerte me tendré por dichoso, y entenderé que el morir con las armas en la batalla y solo en medio de estos bárbaros me será de tanto mérito, como rodeado de mis padres y hermanos. Y en este desamparo me prometo el amparo de N. Señor por quien se lleva.

«Esto escribo cansado sin poderme sentar un rato en tres días, sangrando enfermos por mis propias manos porque no hay quien lo haga, y catequizando y bautizando más de 70 personas, que de nuevo reciben la fe y la tienen con el Padre que las bautiza, y a cada momento me llaman. Dios Nuestro Señor les dé salud a estos pobres y el cielo a los que mueren; y a V. R. muchos obreros para su viña y a mí su espíritu para obedecer como verdadero hijo de la Compañía de Jesús» (+Cabalgata 85-86).

Varias veces había dicho el padre Santarén que no tenía ningún deseo de morir pacíficamente en la cama, «que eso era morir sornático y no entrar de corrida en el cielo, como los que derraman la sangre por Cristo». Y en efecto, el Señor le concedió «entrar de corrida en el cielo», después de veintitrés años de misionero en México.

Después del desastre

Los misioneros jesuitas habían recibido avisos del alzamiento que se preparaba entre los tepehuanes, pero no quisieron desamparar la Misión, y permanecieron en sus puestos. El padre Andrés Tutino, que misionaba a los acaxees, cuando supo de la rebelión, decía en una carta: «Doy infinitas gracias a Dios por hallarme en tal ocasión, que nunca he dado por tan bien empleada mi venida a las Indias como en este tiempo».

El gobernador don Gaspar de Alvear salió en busca de los alzados, pero inútilmente, pues se habían refugiado y dispersado por los montes. Por otra parte, para tan extensas regiones conquistadas pacíficamente por los misioneros apenas había soldados de escolta, de tal modo que el gobernador, para esta expedición de castigo, no pudo reunir más que a 120 indios amigos y a diez soldados españoles. Del temple cristiano de algunos de estos soldados dan idea estas palabras, escritas por el capitán Juárez durante la rebelión de los indios:

«El padre Andrés Gonzáles y yo estamos en este pueblo de las Vegas esperando cada noche la muerte: porque aunque estos indios entre quienes ando muestran alguna quietud por ahora, como la doctrina del falso dios de los tepeguanes les ha prometido su favor, no sabemos lo que durará esta quietud. A la mira estamos de lo que sucediere; y si la santísima voluntad de Nuestro Señor es que muramos en esta ocasión, nunca mejor empleada la vida; sírvase su divina Majestad con ella y con la pronta voluntad de morir por su santa fe, como han muerto nuestros Padres» (+Cabalgata 88).

Recuperados los cuerpos de los misioneros mártires, el gobernador formó un cortejo que los llevó solemnemente a la capital de la Nueva Vizcaya, Durango. Los soldados delante, a caballo; a los lados 300 indios, en dos hileras, los más a caballo con arcos y flechas; detrás las mulas con los restos de los mártires, que fueron sepultados en la iglesia de la Compañía.

Restauración

Los indios fugitivos, ahuyentados de todas partes, llegaron a desencantarse de las falsas esperanzas dadas por los hechiceros de sus falsos dioses. Y el padre Andrés López, el único jesuita superviviente, consiguió que se les ofreciera la paz y el perdón. Una india anciana y coja, con un papel escrito y el Breviario del padre, fue buscando a los indios culpables, y volvió con muchos de ellos. El padre José de Lomas, que sabía el tepehuano, fue enviado con el padre López para restaurar la misión. Él lo cuenta en una carta:

«Llegué a este pueblo de Papasquiaro a 8 de este mes de febrero de 1618, donde con notables muestras de alegría y gusto me recibieron como a su mismo padre, aunque hallé todo aquello destruido, la iglesia destechada y quemada... Luego que llegué llevé conmigo toda la gente a la cruz del patio de la iglesia, que había sido ultrajada; allí cantamos las oraciones de la doctrina cristiana, continuando lo mismo todos los días... El juicio que puede echar de estos tepeguanes es que están bien escarmentados, pero no reducidos todos a nuestra santa fe» (+Cabalgata 94).

Llegaron más misioneros, y Guanaceví, Papasquiaro y la Sauceda volvieron a poblarse con más indios y españoles que antes. San Simón, que había sido pueblo muy pequeño, se hizo uno de los más grandes. En Zape se formó una gran población, y allí, en 1618, se entronizó, con gran devoción, la Virgen de los mártires. Con todo esto, la nación tepehuana mejoró en cristiandad, y se mantuvo en paz gracias a la sangre de Cristo, vertida por sus mártires jesuitas.

4.-Misión de Tarahumara

Al sudeste de Chihuahua se halla la región de los indios tarahumares o rarámuri, palabra que significa «el de los pies ligeros». La Tarahumara, concretando un poco más, se extiende en torno a los cursos iniciales de los ríos Papigochic y Conchos. Aún hoy día son los tarahumares uno de los grupos indígenas de México más caracterizados. A comienzos del XVII estos indios morenos y fuertes vestían taparrabos, faja de colores y ancha cinta en la cabeza para sujetar los largos cabellos, y eran -como todavía lo son hoy- extraordinarios andarines y corredores. Buenos cazadores y pescadores, diestros con el arco y las flechas, eran también habilísimos en el uso de la honda. Sus flechas venenosas inspiraban gran temor a los pueblos vecinos.

Estos indios eran industriosos, criaban aves de corral, tenían rebaños de ovejas, y las mujeres eran buenas tejedoras. Acostumbraban vivir en cuevas, o en chozas que extendían a lo largo de los ríos, y se mostraron muy reacios a reunirse en pueblos. A diferencia de los tepehuanes del sur, los tarahumares no daba culto a ídolos, pero adoraban el sol y las estrellas, practicaban la magia, eran sumamente supersticiosos, y celebraban sus fiestas con espantosas borracheras colectivas.

El libro de Peter Masten Dunne, Las antiguas misiones de la Tarahumara, muestra claramente que la evangelización de los tarahumares fue quizá la más heroica de cuantas los jesuitas realizaron en México.

La Baja Tarahumara

La misión de Tarahumara se inició desde la de Tepehuanes. Como ya vimos, el padre Juan de Fonte, misionero de los tepehuanes, en 1607 se internó hacia el norte, logró que hicieran la paz tarahumares y tepehuanes, e incluso que vivieran juntos en la misión de San Pablo Balleza, que él fundó no lejos del centro español minero de Santa Bárbara. La misión prendió bien, pero el padre Fonte fue asesinado en 1616, en la rebelión de los tepehuanes.

Reconstruida esta misión a comienzos de 1617, estuvieron algunos meses en ella dos jesuitas, el navarro Juan de Sangüesa y el mexicano Nicolás Estrada. Y Sangüesa volvió en 1630. Por este tiempo, otros misioneros jesuitas de los tepehuanes fundaron, al norte del territorio tepehuano, la misión de San Miguel de Bocas, San Gabriel y Tizonazos, en donde se recogieron a vivir indios tarahumaras.

Por otra parte, el hallazgo de mineral precioso hizo que en 1631 se formara en Parral una importante población española. Así las cosas, los indios tarahumaras venían a los españoles de Santa Bárbara y de Parral no sólo para vender sus productos, sino incluso para trabajar como buenos obreros para la construcción y las minas. La llegada de los padres José Pascual y Jerónimo Figueroa en 1639 consolidó esta misión incipiente de Tarahumara.

Cuando llegaron estos misioneros, el gobernador de Parral, don Francisco Bravo de la Serna, ante los caciques tarahumares, se postró de rodillas y les besó las manos, repitiendo el gesto de Cortés con los franciscanos primeros. Llegaron poco después los misioneros Cornelio Beudin y Nicolás de Zepeda. Beudin era belga, y como esos años estaba prohibido a los extranjeros pasar a la América hispana, cambió su nombre por Godínez. El mismo nombre había tomado el irlandés Miguel Wading cuando en 1620 fue a la misión de Sinaloa. En esos años se fundaron San Felipe y Huejotitlán, al sur del río Conchos, y San Francisco de Borja, al norte. Con esto quedó iniciada la misión de la Baja Tarahumara.

Primeras rebeliones

Al este de tarahumares y tepehuanes vivían los indios tobosos, que fueron un verdadero azote para estas misiones. Alzados en 1644, incursionaron e hicieron estragos al nordeste de Parral, en Tizonazo y en seis misiones que los franciscanos tenían entre los indios conchos. Los tobosos mataron españoles, robaron ganado, arrasaron haciendas y poblados, consiguiendo a veces que algunos tarahumares y tepehuenes se unieran a sus fechorías. Motivo para esto había en el mal trato que los indios a veces sufrían de los oficiales y civiles españoles, y concretamente del inepto y duro gobernador de Nueva Vizcaya don Luis de Valdés.

Poco después de dominado este ataque, en 1648 estalló la primera rebelión tarahumara, que también fue sofocada por fuerzas militares comandadas por don Diego Guajardo Fajardo, el nuevo gobernador, hombre de mejores cualidades que Valdés. Los soldados españoles de que se disponía para estas campañas eran muy pocos, cuarenta o cincuenta, y en esa ocasión se decidió establecer el fuerte de Cerro Gordo, entre Parral e Indé.

También en esa ocasión, en 1549, yendo por la Alta Tarahumara contra los rebeldes, el gobernador Fajardo y el padre Pascual descubrieron un valle muy hermoso a orillas del Papigochic, lugar que ya en 1641 había fascinado en un viaje al padre Figueroa. Allí se fundó la misión de Papigochic y la española Villa Aguilar, hoy llamada Ciudad Guerrero. Y fue el belga Cornelio Beudin, el llamado Godínez, quien en 1649 se hizo cargo de la misión de Papigochic.

Alzamientos y mártires

Por aquellos años agitados las misiones fueron progresando en su tarea evangelizadora y civilizadora, pero la situación era todavía muy insegura. La gran mayoría de los tarahumares eran aún paganos, y en cualquier momento una chispa podía ocasionar el incendio de una nueva rebelión. La chispa podía ser cualquier cosa: algún mal trato infligido a indios por los civiles españoles, el hecho de que muriera un niño que había sido recientemente bautizado, o las conspiraciones urdidas por los hechiceros, por los indios tobosos o por caciques que azuzaban a los descontentos...

El año 1650 parecía iniciarse próspero y feliz para las misiones, aunque el descontento de algunos indios seguía incubándose. A mediados de mayo, el padre Godínez había administrado los santos óleos a la hija de un neófito, y la muchacha murió horas después. Ya en ese tiempo andaban conspirando tres caciques tarahumares, Teporaca, Yagunaque y Diego Barraza, que había tomado ese nombre de un capitán español.

Y en ese mes de mayo estalló la tormenta. Los rebeldes cercaron la choza en que dormían el padre Godínez y su soldado de escolta, Fabián Vázquez, y le prendieron fuego. Cuando salieron, los flecharon, los arrastraron y los colgaron de los brazos de la cruz del atrio, cometiendo luego en ellos toda clase de crueldades. El belga Cornelio Beudin fue, pues, el primer mártir de la Tarahumara.

En estas ocasiones, los acontecimientos solían sucederse en un orden habitual: tras un tiempo latente de conspiración, los tarahumares alzados atacaban, arrasaban, robaban ganados y cuanto podían, huían a los montes, les perseguía un destacamento de soldados españoles, acompañados de un alto número de indios leales, se rendían los rebeldes cuando ya no podían mantenerse, y firmaban entonces una paz... que muchas veces resultaba engañosa.

Los indios repoblaron y reconstruyeron Papigochic, y muchos jesuitas de México se ofrecieron a sustituir en aquella misión al padre Godínez, y allí fue destinado finalmente el napolitano Jácome Antonio Basilio, llegado a México en 1642. Trabajó felizmente en Papigochic todo el año 1651, ganándose el afecto de los indios, pero en marzo del año siguiente estalló de nuevo la guerra, encendida una vez más por el cacique Teporaca.

Los alzados concentraron su ataque sobre Villa Aguilar, vecina a la misión de Papigochic, estando ausente el misionero. El leal cacique don Pedro recorrió más de treinta kilómetros para avisar del peligro al padre Basilio, que en lugar de huir acudió a Villa Aguilar para asistir a los españoles y a los indios sitiados. Cuando se produjo el asalto definitivo, murió flechado y a golpes de macana, y su cuerpo fue colgado de la cruz del atrio. La violencia y las llamas dejaron desolado por muchos años el valle de Papigochic.

Teporaca y los alzados fueron después al este, arrasaron Lorenzo, la misión jesuita de Satevó, entre Chihuahua y el río Conchos, y siete misiones franciscanas de los conchos. No logró el cacique rebelde que los tarahumares del sur se le unieran, pues ya eran cristianos desde hacía diez años. Y cuando los tarahumares rebeldes se vieron en apuros, aceptaron la paz que los jefes españoles les ofrecían a condición de entregar a su cacique Teporaca.

«Aceptaron los rebeldes -cuenta Dunne-, cazaron al pájaro y lo entregaron. Los indios constantemente traicionaban a sus propios jefes. Había también siempre una particular circunstancia, y era que siempre se exhortaba a recibir el bautismo a los paganos rebeldes, antes de que fueran ahorcados. Teporaca había recibido el bautismo, por eso en los documentos se habla de él como de un apóstota. Todos le exhortaron al arrepentimiento y a la confesión, tanto el misionero, como parientes y amigos. Pero murió empedernido sin ceder a súplica alguna» (126).

Restauración

En 1649 el veterano misionero Jerónimo Figueroa pidió el retiro. Ya llevaba siete años con los tepehuanes y diez con los tarahumares. Se le aceptó el retiro de su puesto, pero todavía había de permanecer en la Tarahumara muchos años más, prestando importantes servicios. El hizo informes muy valiosos, y también compuso en lengua tepehuana y tarahumara gramática, diccionario y catecismo, que fueron gran ayuda para los misioneros nuevos. Por fin, en 1668 el padre Figueroa hizo su último informe, tras 29 años en la misión de Tarahumara, a la que llegó en 1639. En medio de siglo de grandes trabajos y sufrimientos, el espíritu de Cristo se había ido difundiendo entre los tarahumares, crecía el número de bautizados, se alzaban las iglesias, y se creaban nuevos poblados misionales.

Los jesuitas, digamos de paso, hicieron una gran labor en el campo de las lenguas indígenas de las regiones indias más apartadas. Así por ejemplo, años antes que el padre Figueroa, el padre «Juan Bautista Velasco escribió una gramática y un diccionario en lengua cahita; con el padre Santarén, los escribió en xiximí y con el padre Horacio Carochi, en otomí» (Dunne 143). También el jesuita criollo Guadalajara compuso gramática, diccionario y un tratado general del tarahumar, del guazapar y de lenguas afines.

La asamblea de Parral (1673)

Don José García de Salcedo, gobernador de Nueva Vizcaya, y su principal colaborador, don Francisco de Adramonte, alcalde mayor de Parral, reunieron en Parral, en 1673, una Asamblea de suma importancia para el porvenir de la misión de Tarahumara. Asistieron con ellos representantes del obispo, autoridades militares, cuatro jesuitas, entre ellos Figueroa, y algunos caciques tepehuanes y tarahumares, y el más notable de ellos, el llamado don Pablo, respetado por todas las tribus.

Por la parte española, el informe más importante fue el del padre Figueroa, en el que reconocía todos los abusos y errores cometidos hasta entonces por los españoles, señalando los remedios. Por su parte, los tarahumares, con don Pablo al frente, prometieron su cooperación y lealtad. También en aquella ocasión se repitió el gesto de Cortés, y al término de la reunión el gobernador, seguido de los jefes españoles e indios, besaron las manos del venerable padre Figueroa. «En esta célebre reunión -escribe Dunne- y en su espíritu constructivo es donde encontramos la cuna del moderno Estado de Chihuahua» (154).

Por otra parte, en 1664 escribió carta el General de los jesuítas comunicando que por fin el Consejo de Indias autorizaba el ingreso en la América hispana de misioneros extranjeros. Gracias a esta disposición de la Corona española, pocos años después pudieron ir a México grandes misioneros como los italianos Kino, Salvatierra y Píccolo, o el padre Ugarte, hondureño, o Nueuman, hijo de alemán, o el noble húngaro Ratkay. Como en seguida veremos, esto tuvo muy buenas consecuencias, concretamente en las misiones de Tarahumara, Pimería y California.

La Alta Tarahumara

Por el año 1675 dos grandes apóstoles jesuitas, los padres José Tardá y Tomás de Guadalajara, fundaron misiones en el norte y oeste de Tarahumara. Estos padres hicieron entradas de exploración y amistad con los indios, llegando hasta Yepómera, al norte, y por el oeste a Tutuaca. En estos viajes misioneros pasaron aventuras y riesgos sin número, como cuando en Tutuaca los indios, para celebrar su venida, organizaron una gran borrachera...

Reprendidos por los misioneros, apenas podían entender los indios que aquella orgía alcohólica tan gozosa pudiera ofender a Dios, pero cuando los padres insistieron en ello, derramaron en tierra las ollas de bebida. Del aventurado viaje de estos dos padres jesuitas nacerían más tarde, a petición de los indios, varias misiones de la Alta Tarahumara, que en su conjunto vinieron a constituir en 1678 una nueva misión, llamada de San Joaquín y Santa Ana.

Uno de los primeros intentos de los misioneros era siempre persuadir a los indios a que vivieran reducidos en pueblos, mostrándoles el ejemplo de paz y prosperidad de los que así lo habían hecho ya. Con frecuencia los pueblos tarahumara, como Carichic, se extendían en diversas chozas o rancherías a lo largo de diez o quince kilómetros. Según esto, cada misión comprendía varios partidos, y cada partido varios pueblos, siendo única la iglesia que se construía. En el pueblo principal de cabecera, que llevaba generalmente el nombre de un santo y como apellido el nombre indígena del lugar, residía un misionero, que atendía los otros lugares, llamados pueblos de visita. Y diseminadas entre estos pueblos, sobre todo al sur, vivían algunas familias españolas en sus ranchos o estancias, cerca de las misiones. En 1678 había unos 5.000 tarahumares neófitos.

El padre José Neuman (1656?-1732)

Neuman nació en Bruselas de padre alemán, y de niño se crió en Viena. Ingresó en la Compañía, y en 1678 partió para México en una expedición de diecinueve jesuitas, entre los que se contaban Eusebio Kino y el noble húngaro Juan María Ratkay. Tras muchos contratiempos, embarcaron en 1680, y tanto Neuman como Ratkay, al llegar a México, eligieron la misión de Tarahumara por ser la más dura y peligrosa. Había entonces en aquella misión ocho jesuitas, cuatro españoles y cuatro criollos.

Neuman, uno de los más grandes misioneros de la Tarahumara, permaneció en esta misión más de cincuenta años; los primeros veinte en Sisoguichi, unos 250 kilómetros al noroeste de Parral, al extremo oriental de la región tarahumara, y treinta y uno en Carichic, al centro de la misión. Cuando llegó al pueblo de Sisoguichi, que era cabecera de otros, había sólo 74 familias cristianas, esparcidas en doce kilómetros por la ribera de un afluente del Conchos. Se conservan de Neuman varias cartas muy interesantes.

En una de ellas, recién llegado, cuenta: «me consagré a la instrucción de los niños. Dos veces al día los reunía en la iglesia. Por la mañana, terminada la Misa, repito con ellos el Pater Noster, Ave María y Credo, los preceptos del Decálogo, los sacramentos y los rudimentos de la doctrina cristiana. Todo esto lo tengo escrito y traducido al tarahumar y lo voy repitiendo según está escrito. Por la tarde les repito la lección y también hago a los niños algunas preguntas del catecismo. Al mismo tiempo instruyo a los que aún son paganos, dándoles a conocer los principales misterios de la fe, y preparándolos a recibir el Bautismo».

Perseverante en la dura misión

La misión de Tarahumara no sólo era la más peligrosa en aquellos años por las frecuentes rebeliones, sino también la más dura por la índole de sus indígenas, reacios a la vida cristiana. El padre Neuman, que los conoció bien, llegó a escribir, en una carta de 1686, cosas como ésta:

«No puede negarse que con esta gente los resultados no compensan tan duros trabajos, ni fructifica la buena semilla el ciento por uno. La semilla del Evangelio no germina y si llega a nacer, pronto la ahogan las espinas de los deseos carnales. Hay muy poco empeño en los recién convertidos que se preparan al bautismo. En realidad, algunos únicamente fingen creer sin mostrar afición alguna por las cosas espirituales, por las oraciones, el divino servicio o la doctrina cristiana. No muestran la más mínima aversión hacia el pecado, ni sienten ansiedad por su eterna felicidad, ni muestran empeño en persuadir a sus parientes que se bauticen. Más bien muestran una perezosa indiferencia para todo lo bueno, un apetito sensual ilimitado, un hábito inveterado de emborracharse y un obstinado silencio cuando se trata de averiguar los escondrijos de los gentiles» (+Dunne 218).

Y en carta de 1682 dice algo muy grave: «Por lo cual, muchos misioneros que ansiaban venir a las Indias esperando convertir muchos infieles comienzan a pensar que están perdiendo el tiempo y su trabajo, porque el fruto de sus esfuerzos es casi nulo... Y así ansiosamente suplican a sus Superiores los envíen a otras misiones donde puedan ser de mayor utilidad. De los catorce sacerdotes que trabajan en estas misiones no habrá más de dos que no hayan pedido al Padre Visitador los cambie a donde puedan dedicar sus esfuerzos y sus mejores años a la salvación de mayor número de paganos».

Sin embargo, al servicio misionero y pastoral de estos indios taraumares permaneció el padre Neuman medio siglo, aplicando para ello una fórmula muy sencilla: «Lo único necesario es la mansedumbre de un cordero para dirigirlos, una paciencia invencible para aguantarlos; finalmente la humildad cristiana que nos capacita para hacernos todo a todos, sin desdeñar a ninguno, y para desempeñar, sin amilanarse, los menesteres más despreciables; y si los bárbaros se burlan de nosotros, sufrir su menosprecio hasta el fin».

El fin del padre Neuman lo dispuso el Señor en 1732, a los 76 años de edad y más de 50 de servicio a los indios tarahumares, donde hizo no sólo de misionero y Superior de la misión, sino también de cronista, «picapedrero, zapatero, sastre, albañil, carpintero, cocinero y médico de enfermos»...

Más violencias y martirios

Hacia 1682 el número de bautizados de la Tarahumara -que en la visita del padre Zapata, en 1678, apenas llegaba a 5.000-, era ya de 14.000. Ratkay, concretamente, en Carichic, estaba haciendo un admirable trabajo misionero, pero en 1683 cayó enfermo y murió. En 1685 el padre Guadalajara pudo abrir por fin el deseado colegio de la Compañía en Parral. Por esos años se construyeron hermosas iglesias, y puede decirse que en el decenio 1680-1690 «la Misión de la Alta Tarahumara [la más difícil de las dos] se había asentado bastante bien en la vida cristiana y en la civilización española» (Dunne 249).

En 1690 grupos de indios conchos alzados cayeron sobre la misión de Yepómera, mataron al jesuita Juan Ortiz Foronda y a dos españoles, y cometieron toda clase de estragos. Se les unieron tarahumares, y más tarde jovas, de modo que tres pueblos del noroeste quedaron en pie de guerra. Poco después el padre Manuel Sánchez, que estaba al cuidado de Tutuaca, fue también asesinado. Controlada la rebelión por las armas, de nuevo los misioneros volvieron a sus puestos... a esperar, evangelizando y civilizando, el próximo estallido de violencia. El padre Neuman fue nombrado entonces superior de toda la Alta Tarahumara.

La próxima rebelión fue la de 1697, causada ésta, una vez más, por instigación de los indios tobosos. A éstos los describía así el padre Neuman:

«Viven como bestias salvajes. Van completamente desnudos, pintan su rostro de un modo horrible, de modo que parecen más demonios que hombres; sus únicas armas son arcos y flechas envenenadas... Comen la carne humana y beben la sangre. No tienen un lugar fijo para vivir; casi cada día cambian de residencia con el objeto de no ser descubiertos. Algunas veces corren unas veinte leguas en veinticuatro horas, porque con su agilidad para trepar por las montañas y su velocidad en la carrera parecen cabras o venados. Invaden los caminos, atacan a los viajeros y con sus gritos salvajes llegan a espantar a las mulas y a los caballos».

Muchos indios, incluso los más cristianos, seguían siendo vulnerables a las mentiras de los hechiceros y a la solidaridad con los caciques alzados de su propia raza, de tal modo que llegó un momento en que estos alzamientos iniciados por tobosos y tarahumares prendió también en tribus de guazapares y de pimas.

Como otras veces, también en esta ocasión hubo numerosos indios que fueron leales a la autoridad española, y que ayudaron a los soldados a sofocar la rebelión, ya apagada a mediados de 1698. El padre Neuman, por ejemplo, hizo saber que «ni siquiera la mitad de toda la Tarahumara había tomado parte en la rebelión y que veinticuatro pueblos habían permanecido por completo al margen de ella» (Dunne 269).

Una norma prudente para la paz

La situación de España a comienzos del XVIII, con la Guerra de Sucesión encendida en Europa, era muy difícil, y se envió a la América hispana un apremiante decreto, por el que se mandaba que no se diera motivo alguno a los indios para la insurrección, ya que no era posible invertir fuerzas y dinero en más guerras. En adelante, pues, ya no se persiguió a los tarahumares que abandonaban los pueblos, ni eran tenidos por rebeldes. Los misioneros llegaban a ellos como amigos, y todo iba en paz.

Por otra parte, el general Juan Retana, de acuerdo con los misioneros, encargó a los indios gobernadores de los pueblos que ellos mismos mantuvieran la disciplina, juzgaran de los casos penales y aplicasen los castigos oportunos. Esto eliminó muchos enojos que antes habían ocasionado alzamientos, y alivió a los misioneros de tareas muy comprometidas. De este modo, «el espíritu de amistad y tolerancia para con los fugitivos de las montañas y la debida instrucción dada a los gobernadores de los indios, para que pudieran administrar justicia por sí mismos, habían traído una paz duradera» (Dunne 279).

El hallazgo de minas de plata dió lugar a la fundación en 1716 del Real de Chihuahua, que con los años había de ser una gran ciudad. Y en ella los jesuitas hicieron un Colegio en 1718, gracias sobre todo a las gestiones y donaciones del general San Juan y Santa Cruz, antiguo gobernador de Nueva Vizcaya. En la visita realizada a la misión de Tarahumara por el padre Juan de Guenduláin en 1725 se da una información detallada de la prosperidad general de los diversos pueblos.

El padre Francisco Herman Glandorff (1687-1763)

El padre Glandorff, nacido en 1687 cerca de Osnabrück, en Alemania, fue destinado en 1723 a la Tarahumara, y después de un tiempo con el veterano Neuman en Carichic, se ocupó de Tomochic desde 1730, al extremo oeste de la misión, cerca de Tutuaca. El padre Bartolomé Braun, que fue superior suyo y escribió su vida, cuenta de él muchos milagros, referidos varios de ellos a la asombrosa velocidad con que se trasladaba a pie, llegando en sus correrías apostólicas más allá y más pronto que otros a caballo. Algo semejante veremos acerca del franciscano Antonio Margil de Jesús, que también por esos años andaba o casi volaba por México. El padre Antonio Benz, bávaro, en carta de 1749, decía: «El padre nunca bebe, nunca monta a caballo y sin cansancio llega a caminar en un solo día más de 30 leguas», casi 170 kilómetros.

El mismo padre Glandorff en sus cartas, que corrían en copias por Europa, cuenta algunos de estos milagros con toda ingenuidad, atribuyéndolos, como cosa evidente, al poder y al amor de Dios. En ocasiones, el demonio no le dejaba en paz. Y así en 1725 escribe a un amigo jesuita: «La campana de la iglesia se oye tocar por la noche y durante el día; se oye mucho estruendo en la casa; las puertas y ventanas se abren y se cierran, sólo mi cuarto se ve libre de tales horrores. Quizá los demonios quieren arrojarme de esta tierra que por tantos años han dominado».

Gran apóstol, el padre Glandorff ya para 1730 había construido en su partido cinco templos y atendía 1.575 cristianos tarahumares, de los que había casado a 661. Sufrió mucho a veces, con ocasión de la defensa de los indios. Y también, hacia 1747, ciertas rencillas surgidas entre jesuitas criollos y extranjeros le causaron grandes penas. «Si los Padres de esta nación, escribía entonces, desean devorar a los Padres de allende el mar, ¿por qué entonces solicitan su venida en Roma?»...

En 1763, mientras veinte jesuitas atendían cincuenta pueblos de la Alta Tarahumara, el padre Glandorff, a pesar de sus 76 años, se resistía a dejar su amada misión de Tomochic. Y en ese año, en su destartalada choza, acompañado de un indio, estrechando un crucifijo y con los ojos fijos en el cielo, entregó su alma al Creador. Y todos pensaron que había muerto un santo.

Paz en la Tarahumara

En 1763 realizó el visitador Ignacio de Lizasoáin un minucioso informe sobre su visita a la Tarahumara, después de recorrer en veinte meses 2.059 leguas. Las misiones están en paz. Algunos datos sorprenden, como los altos números de confesiones en los indios, y los mínimos de comuniones. Autorizado el Visitador para confirmar, sólo en la Alta Tarahumara administró el sacramento a 5.888 neófitos...

Y cuando por fin, al precio de la sangre, se había logrado la pacificación y evangelización de la región de Tarahumara, en 1767, los misioneros jesuitas fueron expulsados de ella y de todos los dominios de la Corona hispana. Algunas de aquellas misiones fueron continuadas por la Compañía a partir de 1900.

5.-Misión de Pimería

Al noroeste de México, la Alta Pimería comprende el norte de Sonora y el Sur de Arizona, y es tierra fértil y clima templado. Los indios pobladores, de la raza ootam, eran 30.000, y se distribuían entre papabotas, sobas, tepocas y pimas altos, todos los cuales, hacia el 1700, vivían todavía completamente al margen de México.

El padre Eusebio Kino (1645-1711)

El evangelizador primero y principal de la Pimería fue el padre Eusebio Kino, nacido en Segno de familia noble trentina, en el año 1645. Él mismo castellanizó, o pimerizó, su apellido familiar, Chini -que se pronuncia Quini-, dejándolo en Kino. Hemos conocido su vida por su escrito Favores celestiales (+Aventuras y desventuras del padre Kino en la Pimería), en el que narra su vida misionera, y por la obra de Alfonso Trueba, El padre Kino, misionero itinerante y ecuestre.

En 1665, a los 20 años, ingresó Kino en la Compañía de Jesús, estudió filosofía y teología en la universidad de Ingolstadt, y de tal modo sobresalió en la ciencia matemática que el Duque de Baviera le ofreció esta cátedra en la misma universidad. Pero, como él mismo refiere, «siempre más me incliné y solicité con los superiores mayores en Roma el venir más bien a enseñar las doctrinas cristianas y verdades evangélicas de nuestra santa fe católica a estos pobres infieles tan necesitados para que con nosotros se salven y nos ayuden a alabar a nuestro piadosísimo Dios por toda la eternidad» (Aventuras 79-80).

Así las cosas, en 1678 se unió en Génova a una expedición de 17 jesuitas destinados a la Nueva España, entre ellos los padres Neuman y Ratkay, que habían de ser famosos misioneros en la Tarahumara. Hubo de permanecer en España dos años, que aprovechó para aprender el castellano, y allí conoció a la Duquesa de Aveiro, madrina de muchos misioneros.

Señalemos aquí que para la evangelización de las Indias, y concretamente de la Nueva España, desde un comienzo llegaron con frecuencia hombres muy cultos, procedentes de las principales universidades de Europa, y no pocas veces de familias nobles. Y también es oportuno recordar que por entonces, todavía hacia el 1700, aquellos hombres eran, más que españoles o portugueses, alemanes o franceses, ciudadanos de la Cristiandad, pues sólo más tarde, con la secularización de las identidades nacionales, se fueron creando Estados particulares completamente cerrados en sí mismos.

Baja California

En 1679, la Corona española había dado órdenes, una vez más, para que se poblara California, encomendando la evangelización de ésta a la Compañía de Jesús. A comienzos de 1681, con 36 años de edad, llegó el padre Kino a México. Nombrado cosmógrafo de la expedición conducida por el almirante Atondo, en 1683, embarcó el padre Kino en Sinaloa, con cien hombres más, y entre ellos los padres Juan Bautista Copart y Pedro Matías Goñi. Fondearon en La Paz, al sur de la península, y más tarde en otra ensenada que llamaron San Bruno.

En el año y medio que duraron allí, los padres aprendieron dos lenguas, y se dedicaron a enseñar la doctrina y las oraciones a los indios. Pero, contra la voluntad de los misioneros, se tomó la decisión de abandonar la península, pues ni conseguían allí modo de procurarse alimentos, ni había desde México una vía regular para hacerles llegar bastimentos.

Vuelto Kino a la capital, se propuso establecer misiones en Sonora, desde las cuales apoyar la conquista espiritual de la península de California. Conseguidas las licencias, antes de partir, hizo gestiones a fines de 1686 para que durante 5 años los indios convertidos a la fe estuvieran exentos del trabajo en minas o haciendas de españoles. Ignoraba que las Leyes de Indias tenían concedida ya esta exención por 10 años, y que el rey Carlos II (1665-1700) acababa de prorrogarla por 20.

La misión de los Dolores

En 1687, con 43 años, el padre Kino partió a caballo desde Guadalajara, y en Oposura (Moctezuma) se reunió con dos ancianos jesuitas misioneros, los padres Manuel González y Aguilar. Con ellos cabalgó para explorar al norte la zona todavía no evangelizada, y llegaron hasta Cucurpe, la última iglesita del mundo cristiano mexicano, donde vivía el padre Aguilar. Siguieron adelante hasta Cosari, lugar del cacique Coxi, ya en plena Pimería, y en aquel hermoso valle del río San Miguel estableció el padre Kino la misión de Nuestra Señora de los Dolores.

Poco después, con el padre Aguilar, plantó más al norte las misiones de San Ignacio, San José de Imuris y Remedios. Ya solo el padre Kino, desde la misión de Dolores, se aplicó a dar vida cristiana a aquellas poblaciones misionales nacientes. El cacique Coxi, que extendía su autoridad por toda la zona, «pima sagaz, maduro, sólidamente cristiano y deseosísimo del bien de su nación», apoyó siempre su acción misionera, que fue prosperando rápidamente, como el mismo padre Kino lo refiere:

«Esto [la misión de Dolores] es un hormiguero donde con todo gusto y buena voluntad los naturales hacen adobes, puertas, ventanas... Las campanas que vinieron de México las colocamos ahora en la capillita que hicimos al principio. Los naturales gustan mucho de oir sus toques, nunca oídos antes por estas tierras. Gústanles mucho también las pinturas y ornamentos sagrados». Lo primero de todo, en efecto, se construía siempre la iglesia, aunque fuera de modo muy rudimentario, y en cuanto era posible las campanas tañían desde su espadaña. Y el pueblo se iba formando en torno a la iglesia y la plaza.

En una carta del padre Kino, escrita seis años después de fundada la misión de Dolores, describe su florecimiento: «La Misión tiene su iglesia bien provista de ornamentos, cálices, campanas, etc. También gran cantidad de ganado mayor y menor, bueyes de labranza, huerta con diferente clase de verdura, árboles frutales de Castilla, uvas, duraznos, membrillos, higos, granados, peras y albaricoques. Los herreros tienen sus fraguas, el carpintero su taller, los arrieros sus arreos, los cosecheros su molino de agua, varias clases de semilla, abundantes cosechas de trigo y maíz y otras muchas cosas, sin hablar de la cría de caballos y mulas, que no poco se necesitan para el uso de la Misión, las nuevas expediciones y conquistas y para comprar regalos con qué atraer, ayudando la gracia de Dios, a los naturales y ganar sus almas».

Imuris y Remedios fueron creciendo al mismo tiempo que Dolores. Y con la llegada de cuatro nuevos misioneros, los padres Sandoval, Castillejo, Pinelli y Arias, pudieron establecerse más poblados misionales, como Magdalena, Tubutama, Oquitoa y el Tupo.

Salvatierra y Kino

En 1690 llegó a Dolores el padre Juan María Salvatierra, visitador de estas misiones, el que había de conquistar California para la fe, y el padre Kino le llevó a conocer las misiones de Pimería, para que con sus propios ojos viera que eran indios de paz, y que la acusación frecuente entre los capitanes españoles de que los pimas habían levantado a janos y apaches era completamente falsa.

En este encuentro Kino le habló mucho al padre Salvatierra de California, le entregó un catecismo y un pequeño diccionario de la lengua indígena que compuso cuando allí estuvo, y le propuso que desde la fértil Pimería se asistieran las futuras misiones de la estéril California.

Nuevas misiones de la Pimería

A fines de 1692 sale el padre Kino de expedición acompañado de indios y cincuenta mulas de carga. Llegó al pueblo de Bac, y allí plantó la misión de San Javier. Él mismo cuenta cómo transcurrió este encuentro con los sobaipuris, y por el relato podemos imaginar cómo habrían sido más o menos sus otras fundaciones misionales:

«La entrada fue de más de 80 leguas de camino muy llano; encontré a los naturales muy afables y amigables, y en particular en la principal ranchería de San Javier del Bac, que tiene como 800 almas. Les hablé la palabra de Dios, y en el mapa mundi les enseñé las tierras y los ríos y los mares por donde los padres veníamos desde muy lejos a traerles la saludable enseñanza de nuestra santa fe, y les dije cómo también los españoles antiguamente no eran cristianos, y que vino Santiago a enseñarles la fe, que al principio, en catorce años, no pudo bautizar más que unos pocos, de lo cual el santo apóstol estaba desconsolado; pero que se le apareció la Virgen Santísima y le consoló diciéndole que aquellos pocos convertirían a los demás españoles, y los españoles convertirían las demás gentes en todo el mundo. Y les enseñé en el mapa mundi cómo los españoles y la fe habían venido por la mar a Veracruz y entrado a la Puebla y México y a Guadalajara y a Sinaloa y a Sonora y ahora a sus tierras de los pimas, a Nuestra Señora de los Dolores del Cosari, adonde ya había muchos bautizados, casa e iglesia, campanas y santos, muchos bastimentos, trigo y maíz, muchos ganados y mucha caballada, que todo lo podían ir a ver y aun desde luego preguntar a sus parientes mis sirvientes que allí iban en mi compañía. Éstas y las demás pláticas de las cosas de Dios y del cielo y del infierno las oyeron con gusto, y me dijeron que querían ser cristianos, y me dieron unos párvulos a bautizar. Están estos sobaipuris en un grandioso valle del río de Santa María, al poniente» (Aventuras 11-12).

En 1693 se fue el padre Kino a los indios sobas, vecinos y enemigos mortales de los pimas. En el lugar principal de esta nación fundó la misión de Nuestra Señora de la Concepción de Caborca, y logró la reconciliación entre los indios sobas y los pimas. Más al norte, en 1694, fundó Encarnación y San Andrés.

Martirio del padre Saeta

En ese año de 1694 el padre Kino instaló en Caborca al jesuita siciliano Francisco Javier Saeta, que pronto se hizo querer por sus indios feligreses, a los que se dedicó por entero. Y al poco tiempo estalló en la misión de Tubutama una revuelta que iba a destruirla. El padre Daniel Janusque, misionero de aquel pueblo, había traído para cuidar el ganado un indio ópata, que abusaba de su mando y maltrataba a los pimas. Estando un día ausente el padre misionero, el ópata, en un altercado con un pima, lo pateó con sus espuelas. Acudieron los pimas y le flecharon, mataron enseguida también a otros dos ópatas que venían de Caborca, y ya encendidos en la revuelta, dieron fuego a la iglesia.

Más tarde, se juntaron a los alzados de Tubutama otros indios descontentos de Oquitoa y Pitquín. Formaban una cuadrilla de unos 40, y entraron en Caborca el 2 de abril. «Dos cabecillas se llegaron al padre, que se hallaba en la iglesia y que los trató amablemente. Salió a despedirlos, y apenas fuera, los enemigos descubrieron sus arcos y le atravesaron de dos flechazos. Herido, entró en su aposento, se abrazó a un crucifijo que había traído de Europa, y debilitado por la hemorragia, sin socorro alguno, expiró» (Trueba, Kino 39).

El padre Saeta había escrito el 10 de abril de 1695 una carta al padre Kino en la que, muy animoso, le contaba sus muchos trabajos. «En lo que toca -le decía- que nos veamos un día destos, vuestra reverencia podrá avisarme cuándo gusta, que, aunque yo hago aquí muchísima falta por lo mucho que estoy engolfado, sin embargo hurtaré ese rato, y como veloz saeta volaré a ponerme a los pies de vuestra reverencia y recibir sus mandatos y discurrir de medio mundo». Una vez cerrada la carta, en tono grave añadió en su exterior: «Se confirman las muertes de Martín y del muchacho». Eran sus arrieros ópatas. «Vuestra reverencia no me pierda de vista». Y añade el padre Kino en su crónica: esta carta «la recibo a las veintisiete horas de su santo martirio» (Aventuras 13-15).

Alzamiento y pacificación

La rebelión de los pimas de Tubutama se debió en parte a los malos tratos del capitán Antonio de Solís, que aplicaba duros castigos por leves penas e incluso había matado algún indio. Desgraciadamente, la autoridad de Sonora le autorizó a él mismo para sofocar la incipiente rebelión, y este mal hombre, ofreciendo una falsa paz, hizo caer en una trampa a los pimas alzados, y mató a 48. Se alzaron entonces los pimas, y en Caborca, San Ignacio, San José, Magdalena, Tubutama y Oquitoa, quemaron las iglesias, ahuyentaron los ganados y destrozaron casas y sembrados...

De los fuertes de Nueva Vizcaya se juntó una tropa de 400 hombres, que a fines de 1695 acudieron a sofocar la rebelión. Bien conducidos por Juan Fernández de la Fuente, y con la mediación pacificadora del padre Kino, pudo apagarse el incendio. Los pimas entregaron a las autoridades los homicidas del padre Saeta y los principales delincuentes, «que quedaron catequizados y bautizados y prevenidos para la muerte, aunque viéndolos tan humildes y tan arrepentidos, la paternal muy grande caridad del padre visitador Horacio Polici les alcanzó el perdón» (Aventuras 23,26).

Cesaron las hostilidades, y se repoblaron las misiones. «El capitán Solís, culpable de los trastornos, tuvo triste fin. Después de matar a su mujer, hallándose pobre y desvalido en México, fue muerto de un trabucazo» (Trueba, Kino 43).

Viaje a México

A fines de 1695, estando ya en paz la Pimería, se fue el padre Kino a la capital. «En siete semanas, cuenta él mismo, camino de 500 leguas, llegué a México el 8 de enero de 1696. Fue Dios servido que yo pudiese decir misa todos los días deste viaje» (Aventuras 26). Fue un viaje de unos 2.800 kilómetros. Allí defendió la causa de los pimas, mal conocidos y muy calumniados, y logró del superior jesuita y del Virrey que se dispusiera el envío de cinco nuevos misioneros. Y cuando el padre Kino, tras un mes en México, regresó a la Pimería, los indios acudían, a veces de hasta 100 leguas, para darle la bienvenida, y pedirle misioneros.

Pero, finalmente, los misioneros concedidos no fueron enviados, al llegar más informes falsos sobre la región. Esta fue siempre la cruz principal del padre Kino en su vida misionera: no conseguir para la Pimería tantos misioneros como eran precisos, existiendo la posibilidad de que acudieran.

Prosperidad de las misiones

Al padre Kino y a sus hermanos misioneros se debe en su mayor parte no sólo la exploración, pacificación y evangelización del noroeste de México, sino también la gran riqueza agrícola y ganadera que allí se fue desarrollando. En efecto, a él «se debió que el ganado se propagara en las secas llanuras del Noroeste; que el trigo germinara en las fértiles orillas del río Colorado; que la uva, el membrillo, el durazno o el granado fructificara en Sonora y Baja California. Pero toda esta riqueza era un subproducto, derivado de la propagación del Evangelio» (Trueba, Kino 47).

«Para el bien común de sus misiones tenía prósperos ranchos de ganado, a cargo de sus indios, en Dolores, Caborca, Tubutama, San Ignacio, Imuris, Magadalena, Quiburi, Tumacácori, Cocóspora, San Javier del Bac, Busánic, Sonoita, San Lázaro, Sáric, Santa Bárbara, etc. Levantaba en los principales puestos buenas cosechas de trigo y maíz. Sus huertas producían todas las frutas de Castilla. Sus recuas iban por los presidios y los reales de minas con carne seca, sebo, harina, maíz, animales, que cedían a cambio de ropa o instrumentos mecánicos. Para la erección de sus iglesias -algunas espléndidas- formó un equipo de excelentes oficiales, carpinteros, albañiles, herreros, pintores. Otros oficios aprendieron los indios, como vaqueros, carreros, maestros de escuela, alcaldes, alguciles, mayordomos» (68-69).

Un misionero a caballo

Como hemos dicho, todavía en 1700 el noroeste de México era prácticamente desconocido. Por eso fue necesario que el padre Kino, a los viajes para fundar y para visitar las misiones fundadas, añadiera numerosas entradas de exploración, sobre todo entre los años 1695 y 1706. «Desde este primer pueblo de Dolores, cuenta él mismo, en estos veintiún años hasta acá, he hecho más de 40 entradas al norte, al poniente, al noroeste, al nordeste y al sudoeste de a 50, de a 80, de a 100, de a 150, de a 200 y más leguas de camino, algunas veces acompañado de otros padres y las más veces con solos mis sirvientes y con los gobernadores y capitanes y caciques» (Aventuras 121-122). Recordemos que una legua equivale a 5.573 metros...

Estando de camino, comía sólo maíz cocido o tostado, dormía sobre los avíos de su caballería, y no omitía la misa ni en sus viajes más penosos. Se le veía cabalgar recogido y en oración, o cantando salmos y alabanzas. Andaba siempre a la búsqueda de los lugares más oportunos para instalar nuevos centros misionales, y explorando las posibilidades de conectar por mar y quizá por tierra las ricas misiones de Pimería y las pobres de California.

California es península

Así fue como en uno de estos viajes el padre Kino divisó desde lo alto de un monte la desembocadura del Colorado, y pudo adivinar que California era península, contra el convencimiento generalizado de que era una isla.

En la cuarta expedición marina organizada por Cortés, en 1539, Francisco de Ulloa navegó hasta el fondo del mar de California, y conoció su condición peninsular, trayendo un mapa exacto, que, por lo demás, sólo en 1770 fue publicado. Más tarde predominó en América y en Europa la idea de que California era una isla. El mismo padre Kino, en efecto, dice: «en la creencia que la California era península y no isla, vine a estas Indias Occidentales». Y añade: es cierto que «algunos de los cosmógrafos antiguos pintaban la California hecha península o istmo... Pero desde que el pirata inglés Francisco Drake navegó por estos mares, divulgó por cosa cierta que este seno y mar califórnico tenía comunicación con el mar del norte, y de vuelta a sus tierras, engañó a toda la Europa, y casi todos los geógrafos de Italia, Alemania y Francia pintaron la California isla» (78-80).

En 1701 el padre Salvatierra, avisado de la feliz noticia, que abría grandes esperanzas para la asistencia de sus misiones californianas, se reunió en Cucurpe con el padre Kino para hacer juntos un viaje que comprobara la posible conexión por tierra entre Sonora y California. Y los dos grandes misioneros hicieron hacia el noroeste una cabalgada histórica, que el mismo Kino refiere:

«Llevó su reverencia [el padre Salvatierra] para la entrada el cuadro de Nuestra Señora de Loreto [patrona de las misiones de California], que nos fue de gran consuelo en todo el camino». Eran días primaverales, y «grandes trechos del camino se hallaban alfombrados con rosas y variadas flores, como si la naturaleza convidara a festejar la Virgen de Loreto, que yo llevaba por las mañanas y el P. Salvatierra por las tardes. Casi todo el día se nos iba en rezar salmos y cantar alabados en español, italiano, pima, latín y aun californio con los seis indios que venían con el Padre». Llegaron en su camino a la misión de Sonoita, en la frontera actual con los Estados Unidos. Finalmente, tras muchos días de viaje, desde lo alto de un monte, «al cual subimos cargando con nosotros el cuadro de Nuestra Señora de Loreto, divisamos patentemente la California» (Aventuras 71-74).

Un gran misionero

El padre Eusebio Kino, fuerte y delgado, según el padre Velarde que le trató, fue un religioso muy piadoso, «que no usaba vino más que para decir misa. Añade que no tenía sino dos camisas de tela corriente y que todo lo daba de limosna a sus indios. Siempre tomó sus alimentos sin sal y mezclados con yerbajos para hacerlos desagradables al paladar. Dormía cuatro o cinco horas, leía por costumbre vidas de santos. Amaba mucho a los niños, sobre todo a sus indiecitos, que lo llegaban a querer tanto como a sus padres naturales» (Trueba, Kino 77). Su ascendiente era tal entre los indios, que en 24 años de continuos viajes, nunca se atentó contra su vida. Fue muy amable y paciente con los indios, y también tuvo mucha paciencia para sobrellevar las muchas resistencias que halló en la misma Compañía.

«Se calcula que en 24 años de misiones caminó más de 7.000 leguas, o sea unos 30.000 kilómetros, con el principal fin de extender el imperio de la fe. Predicó el Evangelio este padre itinerante, ecuestre y apostólico a tribus tan varias y remotas como pimas, sobas, sobaipuras, seris, tipocas, yumas, quiquimas, opas, hoabonomas, himuras, cocomaricopas, californios, etc.; fundó 30 pueblos, aprendió diversos idiomas, formó diccionarios, compuso catecismos; no sólo instruyó a los indios en las obligaciones de cristianos y de vasallos fieles, sino que trabajando con ellos personalmente, los enseñó a fabricar casas, construir iglesias, cultivar la tierra y criar ganado» (12).

Por lo demás, al escribir su vida misionera en 1708, el padre Kino eligió un título bien humilde y verdadero, Favores celestiales. Efectivamente, es éste un término que aparece en el texto con frecuencia: «De los favores que Nuestro Señor nos ha hecho en las dichas entradas o misiones, conversiones, descubrimientos, reducciones, conquistas espirituales y temporales...»; los «favores celestiales que, aunque indignamente, estoy escribiendo»...; «las muy muchas almas que los celestiales favores de Nuestro Señor, a manos llenas, continuamente nos va dando»... (Aventuras 40,92,105).

A manos llenas, realmente, favoreció el Señor los trabajos misioneros en la Pimería: «Con todas estas entradas o misiones que se han hecho a estas nuevas gentilidades de 200 leguas en estos veintiún años quedan reducidas a nuestra amistad y al deseo de recibir nuestra santa fe católica entre pimas y cocomaricopas, y yumas, quiquimas, etc., más de 30.000 almas, las 16.000 de solos pimas y he hecho más de 4.000 bautismos y pudiera haber bautizado otros 10 o 12.000 indios si la falta de padres operarios no nos hubiera imposibilitado el catequizarlos e instruirlos por delante» (129-130).

A los 66 años, habiendo acudido a la misión de Magdalena para dedicar a San Francisco Javier una hermosa capilla que él mismo había ayudado a edificar, mientras celebraba la misa de dedicación, se sintió enfermo, y poco después murió como tantas veces había dormido: vestido, echado sobre una piel de carnero, con el aparejo de la caballería por cabecera, y cubierto con dos mantas de indios. Era el 15 de marzo de 1711.

6.-Misión de California

Durante casi dos siglos, hasta fines del XVII, la isla o península de California se mantuvo ajena a México, apenas conocida, y desde luego inconquistable. Hernán Cortés fue el descubridor de California, así llamada por primera vez en 1552 por el historiador Francisco López de Gómara, capellán de Cortés.

Dos expediciones organizadas por Cortés, otra conducida por él mismo en 1535, y una cuarta en la que confió el mando a Francisco de Ulloa, sirvieron para descubrir California, pero se mostraron incapaces de poblarla. Aquella era tierra inhabitable (calida fornax, horno ardiente), áspera y estéril, en la que no podían mantenerse los pobladores, que a los meses se veían obligados a regresar a México. El Virrey Mendoza intentó de nuevo su conquista, y después Pedro de Alvarado y Juan Rodríguez Cabrillo. Felipe II, ante el peligro que corría California a causa del pirata Drake, mandó poblar aquella región. Sebastián Vizcaíno fundó entonces el puerto de la Paz, pero en 1596 hubo que desistir de la empresa una vez más. Felipe III da la misma orden, Vizcaíno funda Monterrey, y regresa con las manos vacías en 1603. Años después, en 1615, se da licencia al capitán Juan Iturbi, sin resultados. Ortega, Carboneli y otros fracasaron igualmente en los años siguientes. El impulso que parecía decisivo para poblar California fue conducido, con grandes medios, por el almirante Pedro Portal de Casanate en 1648, pero también sin éxito.

Carlos II, en fin, ordena un nuevo intento, y en 1683 parten dos naves conducidas por al almirante Atondo, y en ellas van el padre Kino y dos jesuitas más. Pero tras año y medio de trabajos y misiones, se ven obligados todos a abandonar California. Fue entonces cuando una junta muy competente reunida en México por el Virrey, después de 20 expediciones marítimas realizadas en casi dos siglos, declaró que California era inconquistable.

California

El padre Baegert, que sirvió 17 años en la misión de San Luis Gonzaga, dice que California «es una extensa roca que emerge del agua, cubierta de inmensos zarzales, y donde no hay praderas, ni montes, ni sombras, ni ríos, ni lluvias» (+Trueba, Ensanchadores 16). En realidad existían en la península de California algunas regiones en las que había tierra cultivable, pero con frecuencia sin agua, y donde había agua, faltaba tierra... Por eso hasta fines del XVII la exploración de California se hacía normalmente en barco, costeando el litoral. Las travesías por tierra a pie o a caballo, con aquel calor ardiente, sin sombras y con grave escasez de agua, resultaban apenas soportables.

Los californios

Los indios californios eran nómadas, dormían sobre el suelo, y casi nunca tres noches en el mismo lugar. Andaban desnudos, las mujeres con una especie de cinturón, y no tenían construcciones. Su alimentación era un prodigio de supervivencia: comían raíces, semillitas que juntaban, algo de pescado o de carne -grillos, orugas, murciélagos, serpientes, ratones, lagartijas, etc.-, e incluso ciertas materias, como maderas tiernas o cuero curtido.

El padre Baegert cuenta que una vez vió cómo un anciano indio ciego despedazaba entre dos piedras un zapato viejo, y comía laboriosamente luego los trozos duros y rasposos del cuero. Echaban al fuego la carne o pescado que conseguían, sacándolo luego y comiéndolo «sin despellejar el ratón, ni destripar la rata, ni lavar los intestinos del ganado».

Más aún, cuenta que en la época de las pitayas, que contienen gran cantidad de pequeñas semillas que el hombre evacúa intactas, los indios juntaban los excrementos, recogían de ellos las semillas, las tostaban y molían, y se las comían. Los españoles apelaban esta operación segunda cosecha o de repaso (Ensanchadores 21). Quizá fue en estos indios en los que se inspiró Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) para elaborar el mito del Buen salvaje y de la idílica vida primitiva, en plena comunión con la naturaleza...

Los californios tenían tantas mujeres como podían, en ocasión tomadas de entre sus propias hijas. No tenían organización política o religiosa, y según fueran guaicuras, pericúes, cochimíes u otros, hablaban diversos idiomas. Eran unos cuarenta mil indios en toda la península, normalmente sucios, torpes y holgazanes.

Siendo así la tierra y siendo así los indios, nada justificaba los gastos y esfuerzos enormes que serían necesarios para poblar y civilizar California, empresa que, por lo demás, se mostraba imposible. Aquella tierra presentaba un rostro tan duro y miserable que sólamente los misioneros cristianos podían buscarla y amarla, pues ellos no buscaban sino la gloria de Dios y el bien temporal y eterno de los indios.

En efecto, los jesuitas, en 1697, entraron allí para servir a Cristo en sus hermanos más pequeños: «Lo que hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y cuando fueron expulsados en 1767, tenían ya 12.000 indios reunidos en 18 centros misionales.

El padre Juan María Salvatierra (1644-1717)

El apóstol primero y principal de California fue el jesuita Juan María Salvatierra, nacido en Milán, de familia noble, en 1644. Llegó a México a los 30 años de edad, en 1675, con otros miembros de la Compañía. A partir de 1680, hizo durante diez años una gran labor misionera en Chínipas. En 1690 fue nombrado Visitador, y al año siguiente visitó la misiones de Sonora, donde habló de California largamente con el padre Kino. Desde entonces el padre Salvatierra hizo cuanto pudo para que se intentase de nuevo la evangelización de California, y siguiendo una inspiración del venerado misionero padre Zappa, hizo pintar el tránsito de la Casa de la Virgen de Loreto por los aires, con los indios californios en actitud de espera y acogida.

Por fin, en 1697 consiguió Salvatierra licencia real para intentar la evangelización de California, con la condición de no hacer gasto alguno a costa de la Real Hacienda, y de tomar posesión de aquellas tierras en nombre de la Corona. A los misioneros se les concedió como escolta un pequeño número de soldados, que habían de ser mantenidos por la propia misión. El padre Kino, retenido a última hora en la Pimería, no pudo acompañar a Salvatierra, que partió con el padre Francisco María Píccolo, misionero doce años en la Tarahumara.

Señalemos una vez más que en esta misión de California, como en tantas otras, hubo laicos cristianos que con su celo apostólico hicieron posible la empresa, suministrando a fondo perdido los medios económicos necesarios. Alonso Dávalos, conde de Miravalles, y Mateo Fernández de la Cruz, marqués de Buena Vista, juntaron con otros 17.000 pesos. El vecino de Querétaro, don Juan Caballero de Ozio, contribuyó con 20.000; la Congregación de los Dolores, de México, con 10.000; y don Pedro Gil de la Sierpe, tesorero de Acapulco, ofreció una lancha grande y una galeota de transporte (Ensanchadores 28). Más adelante ayudó también el marqués de Villa Puente, «cuyos cofres siempre estaban abiertos para la misiones de California y China» (50).

Después del fracaso de veinte expediciones civiles o militares, a veces muy potentes, la armada del Señor que había de hacer la conquista espiritual de California estaba compuesta por dos jesuitas, cinco soldados con su cabo, y tres indios, de Sinaloa, Sonora y Guadalajara, más treinta vacas, once caballos, diez ovejas y cuatro cerdos -que, por cierto, hubieron éstos de ser sacrificados, pues inspiraban a los indios un terror invencible-.

Nuestra Señora de Loreto

El 19 de octubre de 1697 desembarcó la expedición misionera en la costa californiana, frente a la actual isla del Carmen, y una vez plantada una cruz y entronizada la imagen de Nuestra Señora de Loreto, establecieron lo que había de ser Loreto, la misión central de California.

Los primeros contactos con los indios que se acercaron fueron ambiguos. A los que se acercaban de paz, les daban de comer diariamente pozole o maíz cocido. A los de guerra, hubo en alguna ocasión que espantarlos a tiros, y murió alguno. La intervención del buen cacique de San Bruno, que trece años antes se había hecho amigo del padre Kino, facilitó mucho las cosas. Y en noviembre llegó el padre Píccolo, que había de ser durante 31 años uno de los puntales de la misión.

En seguida iniciaron tareas de construcción y de doctrina, pero muy pronto vieron que el problema primario eran los abastecimientos. El mismo padre Salvatierra tuvo momentos de desánimo: «Escribo esta relación sin saber si la acabaré de escribir, porque a la hora que la escribo nos hallamos aquí con bastantes necesidades, por falta de socorro; y como cada día van apretando más, y yo soy el más viejo del Real de Nuestra Señora de Loreto, daré el tributo primero, cayendo como más flaco en la sepultura» (Ensanchadores 32). Los misioneros, incapaces de hacerse a la dieta de los indios californios, apenas subsistían con legumbres secas y leche de cabra, con algo de pescado seco en Cuaresma.

Las solicitudes urgentes a México no recibían normalmente otra respuesta que la negativa o el silencio administrativo. Muy de tarde en tarde, la llegada de algún barco de socorro -el San José, el San Xavier, el San Fermín-, enviado por los amigos jesuitas o seglares, hacía posible la prolongación de la aventura... En 1699 pudieron los misioneros salir a explorar la tierra, y en lugar adecuado fundaron la misión de San Francisco Xavier.

Viaje a México

El padre Salvatierra hubo de pasar a México en 1701 a recabar más ayudas. Fue entonces cuando, con el padre Kino, descubrió la condición peninsular de California. Nuevos misioneros se sumaron a la empresa: los padres Manuel Basaldúa, michoacano, Jerónimo Minutuli, italiano de Cerdeña, y sobre todo el gran apóstol Juan de Ugarte, nacido en Honduras de padres vascos. Era éste un misionero de una firmeza apostólica absoluta. En una ocasión realmente desesperada, cuando el mismo Salvatierra proponía ya dejarlo todo, Ugarte se fue a la iglesia, y a los pies de la Virgen de Loreto hizo voto de no desamparar la misión como no fuera por mandato de obediencia. Y allí siguieron todos...

La dificil subsistencia

Un soldado de la escolta tenía autoridad civil sobre los indios, pero el gobierno de éstos lo llevaba de hecho el misionero, que nombraba entre ellos gobernador, fiscal de la Iglesia y maestro de escuela.

Con enorme paciencia, los misioneros debían enseñar a los indios californios la doctrina cristiana, las oraciones y los sacramentos, y lo que resultaba más difícil, tenían que acostumbrarles a trabajar, cultivar la tierra, criar ganado, construir iglesias y casas, escuelas y depósitos. Además de esto, los misioneros habían de vestir a los indios y cuidarlos si caían enfermos.

El trabajo y las necesidades eran, pues, innumerables. Al principio, los padres sustentaban a todos los indios que se reducían al pueblo misional. Una vez reducidos e instruídos, mantenían sólo a los gentiles que iban a catequizarse. Y los domingos se daba de comer a cuantos acudían a misa. Cuando el suministro alimentario desaparecía, fácilmente los indios abandonaban la misión...

Por lo demás, muy escasas eran las ayudas recibidas de México, aunque los amigos de la misión formaron un Fondo Piadoso de las Californias, y hubo haciendas en la Nueva España destinadas a la ayuda de la obra misionera. Por eso pronto comprendieron los misioneros que su labor sólo podría prolongarse si lograban una autosuficiencia económica. Sólamente un trabajo enorme podría sacar adelante aquella aventura misional que parecía imposible.

El padre Ugarte (1660-1730)

En estos trabajos sobresalió Ugarte, que en San Xavier vino a ser el procurador principal de las otras misiones más pobres. Una vez celebrada la Misa, y rezadas las oraciones, daba el desayuno a los indios, y se iba luego con ellos a la fábrica de la iglesia, a los desmontes de terreno, los cultivos y demás lugares de trabajo. Los indios no hacían sino lo que el misionero iba haciendo antes que ellos. O en ocasiones se quedaban viendo a los que trabajaban, riéndose y haciendo bromas, incapaces de ver utilidad alguna a cualquier acción -por ejemplo, hacer adobes- que no diese una ventaja absolutamente inmediata.

Aun siendo las condiciones tan adversas, los indios se fueron acostumbrando al trabajo, y grandes obras se fueron llevando adelante. Se llenaron precipicios, se llevó tierra donde había agua y se hizo llegar el agua a donde había tierra, se multiplicó grandemente el ganado caballar y lanar. Los indios aprendieron a cardar la lana, hilarla y tejerla. Ugarte mismo fabricó las ruecas, tornos y telares, y consiguió que un tejedor de Tepic, con sueldo, viniera a enseñar su arte a los indios. Procuró a los indios, además de las tierras comunales, gallinas, cabras, ovejas y sementeras propias, donde cosechaban maíz, calabazas y otros frutos.

El ejemplo de Ugarte fue tomado como norma para el planteamiento de las demás misiones californianas. Las misiones jesuitas de California, de 1697 a 1768, subsistieron por sus propios trabajos y por las ayudas particulares de buenos cristianos laicos. Y así en 1707, año de gran sequía y escasez en la Nueva España, el padre Ugarte podía escribir en una carta: «Gracias a Dios, ya va para dos meses que comemos aquí con la gente de mar y tierra buen pan de nuestra cosecha de trigo, pereciendo los pobres de la otra banda, así en Sinaloa como en Sonora. ¿Quién lo hubiera soñado? Viva Jesús y la Gran Madre de la Gracia, y su Esposo, obtenedor de imposibles» (Ensanchadores 39).

Más aventuras

Nuevas misiones van naciendo, Santa Rosalía de Mulegé, Ligui, Guadalupe, La Purísima, San Ignacio, San José de Comondú, San Juan... El padre Salvatierra es nombrado Provincial de los jesuitas, pero logra en 1707 liberarse de su cargo y volver a California. Las iglesias, algunas muy hermosas, se alzan en todas las misiones, cambiando la fisonomía de la península, y ninguna tenía menos de tres campanas, «que no hacen mala música cuando se tira de ellas».

Pronto se inutilizaron los barcos San José y San Fermín, y como único medio de transporte quedó la pobre lancha San Xavier, que en 1709 encalló durante una tempestad arriba de Guaymas, fue desmantelada y enterrada por los indios seris, y recuperada tras dos meses de grandes trabajos. Por ese tiempo, una terrible epidemia de viruela diezmó a los californios, especialmente a los niños.

Un barco construido en California

En 1717 pasó el padre Salvatierra a México para tratar asuntos de la misión, y allí murió, en Guadalajara, a los 71 años, agotado y lleno de méritos. Fue sepultado en la Capilla de Loreto que él mismo había edificado. El padre Ugarte le sucedió al frente de las misiones de California.

La dificultad de comunicación marítima entre la península y Guaymas era entonces uno de los problemas más graves y urgentes. Por esas fechas, ya sólo quedaba en servicio la veterana lancha San Xavier, que hacía tiempo que venía pidiendo la jubilación. El padre Ugarte, en la imposibilidad de conseguir un barco de México, decidió, ante el asombro de muchos, armar un barco en California, donde no había maderas ni clavos, jarcias ni brea, ni menos oficiales expertos en la construcción.

Sin embargo, él trajo a Loreto constructor y oficiales, y habiendo oído que 70 leguas al norte había una zona de árboles grandes, allí se fue con su gente, y en cuatro meses de trabajos de tala y arrastre, al tiempo que catequizaba a los indios de la zona, se consiguió la madera precisa. Finalmente, y en breve tiempo, pudo ser botada en 1720 la balandra Triunfo de la Cruz, que sirvió a la misión en 120 travesías durante 25 años.

En ese mismo año, se inició la evangelización de los guaycuros, en la bahía de La Paz, al sur de Loreto, y se fundó la misión de Guadalupe Guasinapi, establecida allí donde el padre Ugarte evangelizó mientras se cortaban troncos. En los años siguientes se fundaron nuevas misiones: Ntra. Señora de los Dolores, Santiago de los Coras, San Ignacio Kadakaamán, Cabo de San Lucas, Santa Rosa de las Palmas, San José del Cabo...

Sangre de mártires

El padre Francisco María Píccolo murió a los 79 años, en 1729 en Loreto, después de 32 años de misión en la península. Y en 1730, a los 70 años, y 30 de misión californiana, falleció el gran padre Ugarte. Poco años después otros sacerdotes consumaron allí también la ofrenda de sus vidas, esta vez con una muerte martirial. En aquellos años, apenas tenían protección militar los misioneros de aquella zona: en La Paz había dos soldados, otros dos en Santa Rosa, ninguno en San José del Cabo...

Así las cosas, unos mulatos y mestizos, que habían sido dejados por piratas y marinos extranjeros en la costa sur, encendieron en las rancherías de los indios pericúes, entre Santiago y San José, el fuego perverso de la rebelión, que fue creciendo hasta hacerse un gran incendio. Cuatro misiones fueron arrasadas, y estuvieron en grave peligro todas las de California.

A primeros de octubre de 1734, los indios conjurados llegaron un día a Santiago poco después de que el padre Carranco celebrara su misa, cayeron sobre él, lo mataron con flechazos y golpes de palos y piedras, profanaron su cadáver y lo quemaron. De allí pasaron a San José, donde hicieron lo mismo con el padre Tamaral. Otro jesuita, el padre Tavaral huyó a la Bahía de la Paz, y los asesinos que le buscaban para matarle, desahogaron su frustración matando a 27 cristianos y catecúmenos... Todos los demás misioneros, por orden del Visitador, se acogieron al fuerte de Loreto a comienzos de 1735.

Avisado el virrey, que era el arzobispo Vizarrón, enemigo de los jesuitas, nada hizo para socorrer las misiones amenazadas. El auxilio vino de la nación yaqui, fiel a los misioneros cristianos. 600 guerreros se ofrecieron para la defensa, pero sólo 60 fueron elegidos para embarcarse y atravesar el golfo de California. Con esto se contuvo la rebelión, y más cuando no mucho después el virrey y el gobernador de Sinoaloa enviaron tropas que establecieron un fuerte en San José del Cabo. A petición de los indios, los misioneros volvieron entonces a sus misiones, que recuperaron su vida normal, y aún fundaron años después las de Santa Gertrudis (1752), San Borja (1762) y Santa María de los Angeles (1766).

Después de casi dos siglos de fracasadas empresas civiles y militares, 52 misioneros jesuitas, con la gracia de Cristo, lograron en 72 años (1697-1768) la conquista espiritual y la civilización de la península de California, en la que establecieron 18 misiones.

Expulsión de los jesuitas

Por esos años, después de tantos trabajos y sufrimientos, después de tanta sangre martirial, las misiones de la Compañía, también en las regiones más duras, como California o la Tarahumara, vivían una paz floreciente. Sin embargo, «el tiempo se estaba acabando para los jesuitas españoles en América, así como se había terminado para sus hermanos portugueses y franceses. Expulsados de Brasil en 1759 y de las posesiones francesas en América en 1762, los jesuitas de las colonias españolas eran objeto de muchas críticas y de acre enemistad en contra de ellos» (Dunne 321).

Como había sucedido en otras cortes borbónicas, también en la de España los favoritos de la corte y los ministros, con las intrigas del primer ministro conde de Aranda, determinaron que el rey Carlos III expulsara a los jesuitas en 1767 de todos los territorios hispanos.

El 24 de junio de 1767 el virrey de México, ante altos funcionarios civiles y eclesiásticos, abrió un sobre sellado, en el que las instrucciones eran terminantes: «Si después de que se embarquen [en Veracruz] se encontrare en ese distrito un solo jesuita, aun enfermo o moribundo, sufriréis la pena de muerte. Yo el Rey».

Cursados los mensajes oportunos a todas las misiones, fueron acudiendo los misioneros a lo largo de los meses. Los jesuitas, por ejemplo, que venían de la lejana Tarahumara se cruzaron, a mediados de agosto, con los franciscanos que iban a sustituirles allí -como también se ocuparon de las misiones abandonadas en California y en otros lugares-, y les informaron de todo cuanto pudiera interesarles. Llegados a la ciudad de México, obtuvieron autorización para visitar antes de su partida el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. La gente se apretujaba a saludarles en la posada en que estaban concentrados. El jesuita polaco Sterkianowsky escribía: «Parecía increíble el entusiasmo con que venían a visitarnos desde México. Si tratara de exagerar, no llegaría a hacerlo». Poco antes de Navidad, cuenta Dunne, unidos a otros jesuitas que venían de Argentina y del Perú, «partieron enfermos y tristes, abandonando para siempre el Nuevo Mundo. Salieron de América para vivir y morir en el destierro, lejos de sus misiones queridas y de sus hijos e hijas, sus neófitos» (330).

Misioneros ensanchadores de México

Hemos recordado aquí la inmensa labor misionera realizada en México por la Compañía de Jesús con los indios tepehuanes, los de Sionaloa y Chínipas, los de Tarahumara, Pimería y California; pero los jesuitas llevaron adelante, en condiciones de similar dureza, otras muchas misiones entre laguneros, acaxees y xiximíes, yaquis, mayas y yumas, los indios del Nayarit y tantos otros.

Por eso hemos de afirmar que todas esas regiones son actualmente México gracias a los misioneros jesuitas, que ensancharon la patria mexicana con su grandioso esfuerzo evangelizador. Y de franciscanos, dominicos, agustinos y otros religiosos hay que decir lo mismo: los misioneros fueron los principales creadores del México actual.

Sin embargo, hoy vemos en las ciudades de aquella nación pesadas estatuas, en el más puro estilo del realismo soviético, dedicadas a Juárez, Obregón o Carranza, pero apenas hallaremos ningún recuerdo de estos santos padres de la patria mexicana...

La verdad, sin embargo, de la historia humana está escrita con páginas indelebles, pues queda grabada en el corazón de Dios. Concluimos, pues, con las palabras de Alfonso Trueba en su obra Ensanchadores de México (66): «Pensamos en la grandeza moral que encierran las páginas de nuestra historia, de esa historia que el pueblo mexicano desconoce porque se la han ocultado. Y pensamos que México es una nación hecha por santos. Sus destructores han querido y quieren que se la lleve el diablo, pero esos santos han de volverla a su antiguo destino, y han de salvarla. Dios lo quiera».


Beato Pedro de San José, fundador de los bethlemitas Indice de Hechos de los Apóstoles en América Venerable Antonio Margil de Jesús, el fraile de los pies alados

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