En la hora presente
de España -y de un modo más preciso en
la actual coyuntura por la que atraviesa
la Iglesia española- resulta
prácticamente inviable intentar una
caracterización de la historia de
nuestra patria que pondere en términos
favorables y a la par susceptibles de
obtener la aquiescencia de una mayoría
de los católicos españoles, el hecho de
la unidad religiosa característico de su
devenir social, político y cultural
durante la mayor parte de los mil
cuatrocientos años que median entre
nosotros y el III Concilio de Toledo.
Cerco a la unidad católica
Semejante imposibilidad es el resultado
de un doble proceso hecho de elementos
hasta cierto punto concomitantes: la
repercusión de una parte, en la opinión
común, manipulada sin trabas por los
massmedia, de los argumentos de una tenaz
leyenda Negra -hoy debidamente
incorporados al catecismo básico del
demócrata comme il faut-, que se empeña
en reconocer en la multisecular
inspiración católica de nuestra cultura
al responsable principal de la
inadecuación de la sociedad española a
los modos de vida contemporáneos; y de
otro la aceptación, -más o menos
sincera y más o menos explícita según
los casos, pero casi siempre operativa-
por una mayoría de la jerarquía
católica, y de los orientadores de la
baqueteada comunidad de los creyentes, de
los supuestos del liberalismo católico,
doctrina según la cual la renuncia a la
tradicional concepción teodosiana de las
relaciones entre la religión y las
instancias organizativas del cuerpo
social supone un paso
"positivo" en un imaginario
proceso purificador, de superación de
"estructuras obsoletas",
orientado a la conquista por el
catolicismo aggiornado de una mayor
autonomía en sus relaciones con la
sociedad civil.
En tales circunstancias es evidente que
intentar cualquier apología de la unidad
católica española es una empresa vana.
Y, sin embargo, no lo es menos que dichas
lecturas laica o liberal-católica de la
historia de España, sea cual fuere su
grado de aceptación, implican una
gravísima omisión en el modo de
interpretar nuestro pasado, hasta el
punto de que, desde su óptica, resulta
éste por completo ininteligible. La
historia de España no seria otra cosa
que un fenómeno multisecular de
desorientación colectiva, de
"desviacionismo histórico". Y
no es ninguna casualidad que tales ideas
hayan coincidido, en el tiempo en que
vivimos, con un colapso moral sin
precedentes, que afecta, hasta
asfixiarlo, al sentimiento comunitario de
España.
"En la Edad Media, como ahora, la
Península Ibérica no era una unidad
política. Las Comunidades Autónomas
tienen sus raíces en aquella época
histórica, etc.", reza la fórmula
de presentación de unas recientes
"Jornadas nacionales" (sic)
sobre investigación medieval auspiciadas
por la Comunidad de Madrid y en las que,
por cierto, intervienen algunos
especialistas eminentes. ¿Están ya
levantando acta los historiadores de la
extinción de España? Concédase la
parte que se quiera a la delicuescencia
mental del autor del programa en
cuestión. No es menos cierto que la
advertencia profética de Menéndez
Pelayo se está haciendo realidad:
perdida la Unidad Católica España está
volviendo "al cantonalismo de los
arévacos y de los vetones, o de los
reyes de taifas".
Repasemos brevemente los términos de la
cuestión. España es una de las
nacionalidades más antiguas, más
veteranas del Viejo mundo, cuyos
orígenes se remontan, como en el caso de
otros países del área occidental y
mediterránea, a la época romana. El
orto de su unidad civil y cultural no
fue, sin embargo, fácil, y ya lo
observaron los antiguos al señalar el
carácter compartimentado del solar
ibérico y la belicosidad de sus
habitantes: "cuando no tienen
enemigo exterior -observó Trogo
Pompeyo-, lo buscan dentro". Esa
unidad ha estado siempre amenazada por
fuerzas centrifugas-generadoras de esos
momentos de "intemperie
histórica" de que habla Sánchez
Albornoz, cuando España parece
sonreírle, insensato, a la perspectiva
de su dislocación-, a las que se suma la
propia posición de puente de la
Península -entre Europa y Africa, entre
oriente y occidente-, circunstancia que,
sobre un potencial incentivo de
diversidad fecunda, ha supuesto, de
hecho, un elemento de quiebra que pudo
serlo -con toda verosimilitud en su
momento- de carácter irreversible.
El catolicismo, factor de cohesión
El catolicismo -la unidad religiosa-
constituyó para la naciente España un
factor de cohesión eficaz definitiva
siempre que mantuvo su operatividad
colectiva, capaz de moldear una sociedad
reciamente trabada, que sorprendió al
mundo con empresas portentosas que sólo
se explican -al menos en lo que en ellas
puede detectarse de sustrato profundo, de
coherencia interna más allá del genio
individual e individualista tan
característico de lo hispano-, por un
impulso de naturaleza religiosa, fruto de
vivencias colectivas en el seno de un
medio familiar y comunitario impregnado
de sentimiento católico.
Para entenderlo baste remontarse al
momento histórico de esa unidad: el III
Concilio de Toledo. Hispania salía de
una de sus peores encrucijadas -la ruina
de la romanidad y las invasiones
germánicas-, cuando el cronista Hidacio
creyó que advenia el fin de los tiempos.
Los visigodos constituían un elemento
exógeno que sólo podía ser asimilado
merced a su integración en una ya más
que incipiente unidad religiosa, fruto de
la expansión del Cristianismo en la Baja
latinidad. Que la unidad religiosa era
imprescindible supo verlo Leovigildo,
pero la selección por él emprendida fue
equivocada. Cuando su hijo Recaredo
proclamó la unidad católica en Toledo
dio culminación a un proceso que venía
de atrás, e hizo viable la unidad
política, social y espiritual de
España, sólo parcialmente atisbada
hasta entonces. Aquel acto estuvo seguido
de un periodo de fecunda estabilidad y
expansión cultural -la época
isidoriana-, que hizo del reino
hispanogodo el más próspero de la
naciente Cristiandad.
La unidad religiosa había propiciado la
formación de España. Y fue la nostalgia
de esa unidad -vinculada de un modo
indisoluble, desde el III Concilio de
Toledo, a la existencia de un patrimonio
espiritual común a todos los españoles-
la que salvó a España cuando se halló
en trance de extinción tras la invasión
musulmana episodio histórico
sorprendente por su rapidez y eficacia
iniciales, pues en un corto periodo de
años estuvo España a punto -en aquel
"tempore perditionis Hispaniae"
de que hablaría un cronista- de ser
arrebatada al resto de la civilización
cristiana. Contra toda esperanza, un
grupo humano reducido, inicialmente
minúsculo, refugiado en los riscos
montañosos del norte peninsular, se
mostró capaz de asumir un legado
nacional en trance de extinción y de
sostenerlo hasta el triunfo final,
acaecido sólo ocho siglos más tarde.
Sánchez Albornoz ha hablado del
"lento avanzar de gasterópodo"
de nuestra Reconquista. Y José Antonio
Maravall ha resaltado la dimensión
portentosa, sin precedentes ni igual en
la historia universal, de aquel proyecto
de reconquista que define nuestra Edad
Media, "idea lanzada como saeta que
con incomparable fuerza recorre la
trayectoria de nuestros siglos
medievales, y que conservándose la
misma, llega hasta los Reyes
Católicos". los datos de orden
económico, social o cultural son
radicalmente inadecuados para explicar un
proceso semejante, inteligible sólo a la
luz de la vocación cristiana de sus
protagonistas, la misma que empapó la
cultura y modos de vida de los reinos
cristianos del norte en su multisecular
discurrir hasta la restauración de la
unidad territorial en 1492.
Expansión de la Fe
¿Y qué decir, desde esta perspectiva,
de la gesta americana, de ese
acontecimiento decisivo en la historia
humana, que hay se tipifica de
"encuentro entre dos mundos",
en un intento cicatero de restarle
relieve y mérito al protagonismo
español? Actualmente se encuentran
allí, en Hispanoamérica, las
comunidades católicas más numerosas y
prometedoras de la Iglesia universal. Se
trata de un dato estadístico que nadie
pone en tela de juicio. ¿Tiene hoy
conciencia esa misma Iglesia -sus
jerarquías y sus élites intelectuales-
de que la existencia de ese continente
católico es, fundamentalmente, el fruto
de la unidad católica española? Dejando
de lado a ese sector lascasiano que sólo
ve -contra toda justicia- los defectos de
la implantación de lo hispano en
América, podemos preguntarnos si se
percatan hoy los católicos de que la
difusión del cristianismo en América es
el fruto de una gigantesca tarea
colectiva, animada por un dinamismo
social, cultural, institucional y
político, que sólo pueden entenderse
desde la capacidad de una sociedad
unitariamente católica, consciente de
que esa unidad de fe era la clave de su
destino le pueblo elegido -el que le
había llevado a completar la reconquista
peninsular el mismo año en que dio
:comienzo su expansión en un Nuevo
Mundo-.
Octavio Paz, tan laico y escasamente
hispanófilo, lo ha reconocido
recientemente: "lo que distingue a
la conquista española de la de otros
pueblos europeos es la
Evangelización"; y añade: "si
la comparamos con otras se ve que los
indios americanos no conocieron la
exterminación física ni las
reservaciones". La explicación se
hallaría, según Octavio Paz, en que el
descubrimiento, conquista y
evangelización pacifica y violenta"
se realizaron "muy dentro de la
tradición árabe y monoteista de la
religión" que es su modo sui
generis, cortical y despectivo, de aludir
a la unidad católica de los españoles.
Podrá afirmarse lo que se quiera, pero
lo que resulta evidente -hasta el punto
de que negarlo seria muestra de
sectarismo o mala fe- es que si las
orientaciones liberales, pluralistas y
ecuménicas, imperantes hoy en un amplio
sector de la Iglesia hubiesen triunfado
en la época de la conquista, hoy, en el
mejor de los casos, se alzarían, pared
con pared, en los grandes recintos del
servicio religioso, los templetes de
Cristo, Viracocha y Quetzalcoatl. Y la
razón de ello no seria otra que el
predominio en dichas tendencias de un
elemento acomodaticio y disolvente,
inconciliable con cualquier proyecto
serio de conquista y predicación.
Y algo parecido puede afirmarse del
prolongado combate, militar e
intelectual, que la monarquía hispana
mantuvo, durante los siglos XVI y XVII,
en defensa de la Cristiandad y de la
Reforma Tridentina, acosadas por la
presión del Protestantismo. Lo explica
Vicente Palacio Atard: "España no
se resigna a contemplar como espectadora
impasible la ruina de la unidad cristiana
de Occidente. Y ocurrirá así un hecho
asombroso: mientras los demás países
hacen política nacional, los españoles
prescinden de sus intereses y hacen
política universal". España, en
frase de Lain Entralgo, fue capaz de
demostrar, frente a los factores de
disolución que se abrían paso en
Europa, "que había otra posibilidad
de vida: el proyecto de una Cristiandad
posrenacentista". ¿Hubiera podido
tan siquiera concebirse la político
exterior de nuestra Casa de Austria,
perseverante hasta el agotamiento final,
si no estuviese asentada sobre la unidad
católica de sus reinos firmemente
acatada por sus súbditos? ¿Y que sería
de la Europa católica de hoy si los
Tercios y jesuitas españoles no hubiesen
puesto limite a la marea ascendente del
protestantismo? ¿Habría abjurado
Enrique IV su protestantismo de no haber
contado el Partido Católico con el apoyo
constante de Felipe ll? Muy distintos
serian, ciertamente, los limites del orbe
cristiano de hoy sin la intervención en
Europa, y allende el Océano, de la
Católica Monarquía española.
La fe del pueblo llano
También en la consideración de la
historia española posterior a la crisis
del siglo XVII, cuando ya lentamente
empieza a infiltrarse los primeros brotes
de disidencia racionalista y laica, es
preciso valorar adecuadamente el papel de
la unidad católica, altamente apreciada
por la mayoría de la población. Cuando
España decide adherirse a la
movilización europea contra la
Revolución francesa, sus autoridades,
contagiadas de espíritu ilustrado,
fueron empujadas por el pueblo llano,
agitado de una fervorosa vocación de
Cruzada, a enfrentarse contra la
Convención regicida y anticristiana. Un
caso en el que la unidad católica se
manifestó de abajo a arriba, de un modo
parecido a lo que ocurriría quince años
más tarde, cuando la ocupación
francesa: el impulso popular contra los
invasores -que se halla en el origen del
alzamiento europeo contra Napoleón-
estuvo animado por sentimientos de orden
religioso muy operativos, bien
explícitos junto a los de signo
monárquico, en la documentación de la
época, circunstancia que omiten muchos
historiadores al hablar de la
manifestación, en la Guerra de la
Independencia, de la nacionalidad
española contemporánea. Una vez más
ininteligible sin la consideración de la
unidad católica.
Y la misma lectura de los hechos debe
aplicarse a nuestra controvertida
historia contemporánea, la de las
guerras civiles entre liberales y
carlistas, la de la magna conflagración
civil de 1936-1939. Hoy se sabe que los
carlistas, eran amplia mayoría en la
sociedad española, al menos durante la
Guerra de los Siete Años. Y que la
insurrección de una gran parte de los
españoles, frente a una España oficial
enredada en los intereses del Frente
Popular, libró a nuestra patria de
convertirse en una más de las
repúblicas socialistas, de cuyos
encantos habla hay la prensa con relativa
frecuencia. No fueron episodios aislados
o inconexos, al contrario: fueron la
reacción en cada momento de aquel sector
de los españoles, no inficionado por las
corrientes liberales o agnósticas, que
se empeñó en que España siguiera
siendo "ella misma"-según la
expresión de Juan Pablo II-, y en
mantener, viva y en forma, la tradicional
configuración católica de su cultura y
de sus instituciones. Todo ello en la
más estricta conformidad con el
magisterio eclesiástico de su época.
Hoy el desastre parece consumado en un
país que ha perdido el pulso moral y
religioso. No puede perderse, sin
embargo, la esperanza, porque los
designios de Dios son inescrutables y en
sus manos se halla el destino de los
pueblos. Quiera El enmendar el rumbo de
nuestra patria. Y, para ello, iluminar a
los pastores de su extraviado rebaño.
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