Desde aquel Concilio
III de Toledo, tan lejano en el tiempo, y
hasta una época relativamente próxima a
nosotros, el Cristianismo católico
constituyó un elemento esencial de la
personalidad nacional española. la Fe
era el vinculo que aproximaba e imprimía
un sello común a todo un mosaico de
pueblos sobre los cuales el media
geográfico y los particularismos
históricos, la lengua y hasta la
insolidaridad temperamental, operaban
como poderosas fuerzas centrifugas.
Esta unidad de Fe creó la conciencia de
una radical comunidad de destine, que no
sólo se mantuvo incólume durante la
dominación islámica, sine que animó la
secular empresa del reencuentro de la
España perdida, que fue la epopeya de la
Reconquista.
En el Concilio III de Toledo quedó
sellada la unidad espiritual de España,
mediante la conversión al Catolicismo de
la población arriana de la Península.
Este elemento germánico, descendiente de
los invasores visigodos y suevos,
constituía una reducida minoría en
comparación con la masa de la población
hispanoromana que, salvo escasas
excepciones, era católica a mediados del
siglo Vl. Pero los godos, aunque
inferiores en número, tenían un
considerable peso social, porque
integraban el estamento
aristocrático-militar, principal
detentador del poder político, del cual
salieron todos los monarcas que ocuparon
el trono del Reino visigodo español.
Durante largo tiempo, el dualismo
religioso apareció como la lógica
consecuencia del dualismo étnico y
social: los hispano-romanos eran
católicos, los godos eran arrianos, y la
diversidad de confesiones constituía un
importante y deseado hecho diferencial.
Este planteamiento fue desechado como
ideal político desde la hora en que
Leovigildo comenzó a reinar en la
España visigoda.
Leovigildo -uno de los grandes
"hacedores" de esa España que
los visigodos "inventaron" y
construyeron- tuvo la aspiración de
fundir en un único pueblo los dos
elementos romano y germánico que
integraban la población hispana. Esa
habría de ser la unitaria base
demográfica de la gran Monarquía que
extendiera su autoridad soberana por
todas las tierras de la Península
Ibérica. Pero Leovigildo tenia el
convencimiento de que tan solo sobre el
firme fundamento de la unidad confesional
podría asentarse una sólida unidad
nacional y política. Tal fue la razón
de que el primer intento de unificación
religiosa de los españoles haya sido
obra de Leovigildo y que ese intento
fuera bajo signo arriano, aunque se
tratara de un arrianismo mitigado y
diluido con importantes concesiones
doctrinales y disciplinares a los
católico la tentativa de Leovigildo se
saldó con un rotundo fracaso; pero la
unida religiosa no tardaría en llegar:
la lleva feliz término su hijo y
sucesor, Recaredo, y fue la unidad
católica española.
En la primavera del año 586 fallecido el
rey Leovigildo, y Recaredo le sucedió
pacíficamente en el trono visigodo Es
indudable que desde el comienzo, mismo
del reinado, el nuevo monarca tenia
resuelto abrazar la Fe Católica y tardó
poco en cumplir su propósito Dos años
antes de la celebración de Concilio III,
a comienzos del 587 Recaredo fue recibido
en la Iglesia en calidad de príncipe
católico participó en el gran Sínodo
que se reunió en la capital del reino.
Profesión pública de fe
¿Cuáles pudieron ser entonces las
poderosas razones que determinaron la
convocatoria del célebre Concilio
Toledano? Un escritor contemporáneo y
bien informado -el cronista Juan de
Biclaro- dice que la iniciativa de reunir
un magno Sínodo partió de San Leandro
de Sevilla y de Eutropio, abad del
monasterio Servitano: dos destacados
eclesiásticos relacionados con Bizancio
conocedores, por tanto, de las
tradiciones conciliares del Oriente
cristiano, Leandro y Eutropio estimaban
que un acontecimiento de tan excepcional
trascendencia como era la conversión del
pueblo visigodo al Catolicismo y su
recepción en la Iglesia, merecía
celebrarse con la debida solemnidad y en
un escenario a la medida de su
importancia histórica. Ningún marco
más grandioso podía desearse para tal
circunstancia que un Sínodo general del
Episcopado del reino, capaz de rivalizar
en brillantez con los prestigiosos
concilios que se reunían en tierras del
Imperio de Oriente: y ese fue el Concilio
III de Toledo.
En el Concilio Toledano, el papel de
Recaredo -tal como se ha dicho- no fue el
de catecúmeno o neoconverso, sine el del
monarca ortodoxo que hace la profesión
de fe en nombre del pueblo que ha
conducido hasta el umbral de la Iglesia.
Recaredo había convocado a los obispos a
reunirse en asamblea, y en su presencia
tuvo lugar la inauguración oficial del
Concilio, en la mañana del domingo 8 de
mayo del año 589. Las palabras de
Recaredo en el aula conciliar, dirigidas
al Episcopado del reino subrayan el
protagonismo del monarca en la
conversión de sus súbditos. Godos y
Suevos eran los dos pueblos que Recaredo
-tras haber sido él mismo iluminado por
Dios- había arrancado de las tinieblas
de la herejía y ofrendaba ahora a la
Santa Iglesia.
"Presente está aquí -decía el rey
ante los obispos- la ínclita nación de
los Godos, estimada por doquier por su
genuina virilidad, la cual separada antes
por la maldad de sus doctores de la fe y
la unidad de la Iglesia Católica, ahora,
unida a mi de todo corazón, participa
plenamente en la comunión de aquella
Iglesia". Y allí estaba también
presente -seguía diciendo el rey-
"la incontable muchedumbre del
pueblo de los Suevos, que con la ayuda
del Cielo sometimos a nuestro reino y
que, si por culpa ajena fue sumergida en
la herejía, ahora ha sido reconducida
por nuestra diligencia al origen de la
verdad". Recaredo, promotor de la
conversión de sus súbditos, ofrecía a
Dios "como un santo y expiatorio
sacrificio, estos nobilisimos pueblos que
por nuestra diligencia han sido ganados
para el Señor".
"Conquistador de nuevos pueblos para
la Iglesia Católica": ese fue el
titulo con que los obispos aclamaron a
Recaredo al final de su discurso:
"¿A quién ha concedido Dios un
mérito eterno, sino al verdadero y
católico rey Recaredo? ¿A quién la
corona eterna, sino al verdadero y
ortodoxo rey Recaredo?" Estas y
otras fueron las aclamaciones que
brotaron de los labios de los padres
conciliares, y que han llegado hasta
nosotros a través de las actas del
Sínodo. Más aún, Recaredo es
presentado como un nuevo apóstol:
"¡Merezca recibir el premio
apostólico, puesto que ha cumplido el
oficio de apóstol!", exclaman los
obispos recurriendo a un símil de
tradición oriental, pues en el Oriente
cristiano se aplicó a los grandes
príncipes -desde el emperador
Constantino a Wladimiro de Kiew- que
tuvieron un papel importante en la
conversión de sus pueblos.
La asamblea conciliar siguió su curso.
Un grupo de eclesiásticos y magnates
conversos, en representación de todo el
pueblo godo, hicieron la profesión de
fe, que luego fue suscrita por ocho
antiguos obispos arrianos y cinco
"varones ilustres" de la
nobleza visigoda. El concilio promulgó
todavía una serie de preceptos sobre
disciplina eclesiástica y otros que
atribuían a los obispos importantes
funciones civiles, articulando el esquema
de un sistema de "gobierno
conjunto" de ambos pueblos-visigodo
e hispano-romano-, en el que participaban
de modo armónico dignatarios laicos y
obispos. Al prelado católico más
insigne, san Leandro de Sevilla,
correspondió el honor de clausurar el
Concilio Toledano con una vibrante
homilía de acción de gracias: la
Iglesia desbordaba de gozo por la
conversión de tantos pueblos, por el
nacimiento de tantos nuevos hijos; porque
"aquellos mismos -decía Leandro-
cuya rudeza nos hacia antaño gemir, son
ahora, por razón de su fe, motivo de
gozo".
La huella conciliar
El Concilio III de Toledo marcó una
huella indeleble en la historia religiosa
española. Pero su importancia desborda
el estricto marco hispánico para
alcanzar una dimensión más amplia:
católica. La Crónica de Juan de Biclaro
traza un sugestivo paralelo entre
Recaredo en el Concilio III de Toledo y
los grandes emperadores cristianos de
Oriente, Constantino y Marciano, que
habían reunido los Concilios ecuménicos
de Nicea y Calcedonia; y la Crónica
contempla el Sínodo toledano, proyectado
sobre el horizonte de la Iglesia
universal, como el acontecimiento que
representaba la definitiva victoria de la
Ortodoxia sobre el Arrianismo. Así, a
los ojos del más ilustre Cronista
español contemporáneo, el Concilio
aparecía a la vez como el origen de la
unidad católica de España y el punto de
agotamiento del ciclo vital de la gran
herejía trinitaria de la Antigüedad
cristiana. Al conmemorar ahora el XIV
centenario de su celebración, vale la
pena poner de relieve esta doble
dimensión religiosa -española y
ecuménica- que tuvo en la historia de la
Iglesia el Concilio III de Toledo.
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