Indice de Defensa de la Hispanidad

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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

La vuelta de las misiones

No ha de olvidarse la obra que se realiza por los misioneros españoles en el Extremo Oriente. Han salvado la vida de millares de niñas, cuyo infanticidio es en China muy frecuente. Las misiones recogen las criaturitas, evitando que sus padres las maten, y las alimentan y educan. Lo que es la vida de los misioneros nos lo pintará el hecho de que los Agustinos tienen en la provincia de Hunán, más grande que España, a 24 Padres, cuya subsistencia y sostenimiento de casas, escuelas, templos, etc., importa medio millón de pesetas anuales, que les remiten sus compañeros españoles, de los que éstos ahorran de su trabajo docente en sus Institutos y Centros de enseñanza. Estos misioneros viven en el corazón de la China, en la mayor soledad, y actualmente con el temor de que una invasión comunista o una agresión bolchevique les queme la Misión o la Iglesia, pero con la esperanza puesta en que hay, en torno suyo, hombres que les quieren, a quienes han adoctrinado, a cuyos espíritus han llevado la fe y la caridad. Esta es también la vida de nuestros dominicos, franciscanos y jesuitas en aquellos países. En las fuentes del Amazonas hay también misioneros españoles, soportando temperaturas atroces y una atmósfera saturada de humedad, donde todas las cosas se derriten si les es posible, víctimas de las fiebres, pero perseverantes en su empeño, como la obra de los franciscanos en Africa, comenzada en los tiempos de Raimundo Lulio, y que tantos cientos de vidas nos cuesta, por el fanatismo y crueldad de los mahometanos. Pero la sangre de los mártires va quebrantando la resistencia de los islamitas al Cristianismo, y hoy es más fácil la predicación que hace cien años, y hace cien años menos peligrosa que hace doscientos...

Pero lo que necesitarían los misioneros, para la mayor fecundidad de sus esfuerzos, es que se produjera, en los países donde laboran, algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún, la cristianización del Estado. Porque les falta la ayuda que, en las tierras conquistadas por la Monarquía Católica de España, recibían del poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo infieles las grandes masas del Asia y del Africa.

Ahora está el mundo revuelto. Acabo de leer un libro de un autor japonés, el Dr. Nitobe, que termina con la profecía de que al final de todas las guerras y revoluciones del Extremo Oriente se alzará la Cruz sobre el horizonte. Pero hay también quien cree que no será una Cruz lo que se alce, sino la hoz y el martillo. Esta es, a mi modo de ver, la alternativa. Las soluciones intermedias son cada vez menos probables. O la Cruz, de una parte, diciendo a los hombres que deben mejorar y que pueden hacerlo, y situando delante de sus ojos un ideal infinito, o la hoz y el martillo, asegurándonos que somos animales, que debemos atenernos a una interpretación puramente material de la Historia, que tripas llevan pies, que no hay espíritu, que el altar es una superstición y que debemos contentarnos con comer, reproducirnos y morir. Los que me lean ya sé que habrán tomado su partido. Lo grave es que queden tantas gentes en España que crean de buena fe que los religiosos estaban pagados por los Gobiernos monárquicos, que cada uno de ellos recibía un sueldo del Estado, que son los enemigos de la cultura y de la sociedad. Esto, a mi juicio, quiere decir sólo una cosa, y es que hay que dedicar buena parte de nuestra energía misionera a reconquistar nuestro pueblo. De otra parte, no me cabe duda de que tan pronto como se efectué esta labor de reconquista -y tiene que realizarse, porque hay muchos hombres que comprendemos la necesidad de consagrar a ellas nuestras vidas- y a medida que se vaya efectuando, el alma española volverá a soñar con descubrir nuevas Américas y con llevar a todos los hombres la esperanza de que puedan salvarse, lo mismo que nosotros, lo que significa en lo humano que pueden perfeccionarse y progresar, persuadido de esta Catolicidad o universalidad es la quinta esencia de nuestra Religión Católica, su parte más fuerte y más segura o, cuando menos, la que ejerce mayor influencia sobre nuestras almas superiores.*


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