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Introducción
Nunca, en funciones de orador,
me sentí sobrecogido como en estos momentos. Me encuentro como
desplazado, porque todo aquí es para mí nuevo: el sitio, un
teatro fastuoso en vez de un templo; un auditorio cultísimo, en
que se concentra la flor de una civilización; el tema, que
deberá versar sobre la raza, y que sólo de lejos podrá rozarse
con las doctrinas del magisterio episcopal, y, sobre todo, el
enorme desnivel entre esta asamblea y este orador. Porque yo he
venido aquí sin el bagaje de un ideario que pueda llenar las
exigencias de vuestro pensamiento, sin esa autoridad que sólo
puede dar un nombre especializado en cuestiones de americanismo o
consagrado por la elocuencia, y sin lo que en estos momentos se
requiere para dar tono a un discurso: una palabra rica para
reproducir, como un arpa, los movimientos del espíritu o el
relampagueo de una imaginación que no tengo; cálida, para que
produzca en los corazones el entusiasmo o la emoción; fuerte,
intencionada y dúctil, para fundir en uno vuestro pensamiento y
el mío que en todo esto consiste la elocuencia, y ésta, la
soberana de las almas, fue siempre más propicia a los jóvenes
que a los viejos, para quienes, dice Cicerón, naturaleza ha
reservado los dones pacíficos y lentos del buen juicio y del
consejo.
Pero no me arredra este cúmulo de factores adversos. Son más y
de mayor fuerza los que me alimentan. Es la invitación, llena de
fraternal afecto, del señor arzobispo de Buenos Aires, que,
interpretando el sentir hispano de este gran pueblo, del que es
pastor insigne, llama al primado de España para que interprete
el sentido de hispanidad de esta fiesta de la raza y evoque, por
unos momentos, nuestra unidad de origen, de historia y de
destinos, en la caduca Europa y en esta América, lozana y
pujante. En esta lengua, vuestra y mía, que acá injertaron los
españoles en los pueblos aborígenes y que dentro de un siglo
será el vínculo social de cien millones de seres humanos. Es el
alma latina, y especificando más, el alma española, asiento de
hidalguía, madre de la claridad espiritual meridiana, que ha
llenado ambos mundos con el hábito del amor que funde y con este
sentido cristiano que acá y allá forma el subsuelo de la vida.
En esta fe de Cristo, que empujó a nuestros mayores a salvar el
Atlántico; que arrancó de la idolatría a los viejos pobladores
de América; que realizó la visión de Miqueas, porque de ella
pudo levantarse, en todo meridiano, la hostia pura y blanca,
oblatio munda, desde las bajas Antillas a los Andes, de la tierra
de Magallanes a Behring, y desde la que hoy es el Amor de los
Amores, vuestro Jesús y mi Jesús, ha dominado inmensas
multitudes, fundido el pensamiento en el mismo digma y el
corazón en la misma caridad. Es la misma autoridad espiritual,
el gran papa Pío XI, que ha querido dar a este congreso
eucarístico un sello particular de unidad, enviándole la
representación más alta y más identificada con él, el
cardenal Pacelli, a quien todos, vosotros y yo, rendimos el
homenaje de nuestra admiración, por ser quien es, y de nuestro
rendimiento, por lo que representa.
Y en esta unidad múltiple yo no puedo sentirme ni desplazado ni
aturdido, porque me encuentro como en mi patria y entre hermanos,
y sé que se me oirá, no como se oye con alma escrutadora la
disertación fría de un sabio, si yo pudiera serlo, sino como se
escucha a un hermano o a un padre que habla con el corazón y los
brazos abiertos. En ellos os estrecho a todos, y ello me da,
desde este momento, derecho a vuestra benevolencia.
Os la pido y la espero hasta para el mismo tema que voy a
exponer. Porque pudiesen no coincidir nuestros pensamientos.
Aunque atados, vosotros y yo, por estos vínculos de unidad de
que os hablaba, no todos pensamos ni sentimos igual en las cosas
que Dios ha dejado a las disputas de los hombres. Españoles,
americanos de veinte naciones, hijos de Portugal, Francia o
Italia, rendimos culto a unas palabras que són como el
denominador común que nos hace vibrar al unísono a todos:
cristianismo, progreso, cultura, patriotismo, tradición y otros
conceptos que son como el ideal de todo pueblo; y estas cosas que
concretan más el sentido de esta fiesta: la hispanidad, la raza,
el americanismo...
Pero dejad que formule unas preguntas, ante las que forzosamente
se diversificará el sentir de este auditorio: ¿Qué parte tuvo
España en el descubrimiento de América? ¿Llevó bien o mal la
obra de la conquista y colonización? ¿Sacó España de su obra
todo el partido a que tenía derecho? O, por el contrario, ¿fue
una codiciosa explotadora de lo que la casualidad, más que su
valer, pusiera en sus manos?
Más: las naciones americanas se independizaron de España;
¿qué parte tuvo la madre en la acción de sus hijas? ¿Es que
fue madrastra durante siglos, o tirana, o inepta? España, en las
historias que han predominado, durante siglos, sobre su
actuación en América, desde Las Casas hasta un libro reciente
que nos llena de afrenta, ¿ocupa el lugar justo que le señalan
los hechos, no las malas voluntades, o, por el contrario, son la
exageración, la mentira, la calumnia, las que la han desplazado,
deshonrándola? Son múltiples las cuestiones que el americanismo
suscita: ¿Tiene que retirarse Europa de América? ¿Es España
la que tiene mayores destinos en ella? Los pueblos latinos de
Europa y de América tienden a solidarizarse; ¿qué pensamiento
debe predominar en esta gran solidaridad, qué ideal: el
religioso, el económico, el social o político?
¿Qué denominación es la más adecuada, en esta solidaridad, la
de pueblos latinoamericanos o hispanoamericanos? ¿Es la
historia, es la etnografía, es el espíritu donde hemos de
buscar la convergencia de los hechos y su empuje a un ideal?
Ramiro de Maeztu acaba de publicar un libro en Defensa de la
hispanidad, palabra que dice haber tomado del gran patriota
señor Vizcarra, y que ha merecido el placet del académico don
Julio Casares; pero ¿podemos levantar bandera de hispanidad a la
faz de Europa, del mundo entero, enamorado, lleno de codicias,
como está, de todas estas Américas opulentas? Para los mismos
españoles, ¿cuál deberá ser lo que diríamos forma sustancial
de la hispanidad? ¿Qué dósis de religión o de laicismo, de
autoridad o libertad, de sangre o pacto, de pensamiento social o
político debe entrar en el concepto de hispanidad para que nos
dé una fórmula eficaz de utilidad y progreso, de elevación
solidaria a las alturas del espíritu, que debe tener la
supremacía en toda civilización digna de tal nombre, y que debe
ser el alma de todo progreso y bienestar material?
Ya veis que no oculto nada en el vasto panorama, ni hurto el
cuerpo a ninguna de las cuestiones gravísimas que suscita el
problema americanista. Inútil, por otra parte, empeñarse en
echar a vuelo todo el enjambre de ideas que en ellas se
encierran. Mejor será tomar un concepto de línea simple y
clara, agrupar a su rededor por afinidad, las ideas de orden
secundario que pueden robustecerlo y desechar aquellas otras que
no tengan valor lógico o histórico.
Y esto sí que, en esta fiesta de la raza, quiero hacerlo con
lealtad de caballero español y con celo de obispo, que en todo
debe procurar el esplendor de la cruz que lleva sobre el pecho y
la glorificación de Jesucristo, de quien es apóstol. Mi tesis,
para la que quiero la máxima diafanidad es ésta:
América es la obra de España. Esta obra de España lo es
esencialmente de catolicismo. Lugo hay relación de igualdad
entre hispanidad y catolicismo, y es locura todo intento de
hispanización que lo repudie.
Creo que ésta es la pura verdad. Si no lo creyera, no rompería
por ella una lanza. Ahora sí: cuantas esten a mi alcance. Y,
Quijote o no, a su conquista voy, alta la visera, montado en la
pobre cabalgadura de mis escasos conocimientos y de mi lógica,
pero sin miedo a los duendes del laicismo naturalista, a los
malandrines de la falsa historia o a los vestigios envidiosos de
la grandeza de mi patria.
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