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¿Qué es la Hispanidad?
La Hispanidad es un vocablo de
uso corriente entre nosotros, y hasta se atisban o vislumbran de
un modo confuso, al pronunciarlo, algunas de las ideas que en el
vocablo se esconden y contienen. Hoy, la Hispanidad circula como
una moneda de valor y cuño conocidos.
Pero a nosotros, ahora y en este momento, nos incumbe algo más
que recibir la moneda, examinarla superficialmente y dejarla
correr en el mercado. Desaprovecharíamos con estúpida
frivolidad esta ocasión que la Providencia nos depara si no
intentáramos -con la impresión de riesgo que la aventura
implica- retirarnos con esa moneda a nuestro estudio a fin de
considerarla con atención y minuciosa simpatía, de repasar,
despacio y con amor, las honduras y el perfil de sus relieves, de
recitar con pausa sus orlas y leyendas y de entrañarnos en su
hechura para conocer con detalle su ingrediente y la ley que
norma y preside su íntima aleación.
¿Cómo y cuando se ha elaborado y construido la doctrina de la
Hispanidad? ¿Cuáles son sus principios ideológicos? ¿Cuál es
la empresa, el programa, el quehacer de la Hispanidad?
Porque, ciertamente, nosotros no hemos inventado la Hispanidad.
Nos hemos limitado a bautizarla, a darle un nombre. Monseñor
Zacarías de Vizcarra, Obispo Consiliario general de la Acción
Católica Española, fue el feliz descubridor de la palabra. Y
Ramiro de Maeztu, uno de sus teóricos y expositores, el que la
propaga y vulgariza. Pero la Hispanidad estaba ahí. Nosotros no
la hemos edificado ni constituido. Nos hemos limitado a
declararla, a proclamarla, a quitar los velos que la cubrían.
Nos ha sucedido con la Hispanidad aquello que acontece con los
astros y con los dogmas. No son nuevos, no nacen de la noche a la
mañana. No se crean, ni se inventan cada día.
El astro esta en su sitio, girando en su órbita desconocida para
nosotros, hasta que llega un instante en que la triple
concurrencia de un observador agudo, de un tiempo bonancible y de
un instrumento hábil señalan, con precisión y exactitud, la
diáfana presencia de la antes ignorada criatura sideral.
El dogma, igualmente, está embebido, navegando en el tesoro de
la Revelación tradicional y escrita, vagamente percibido,
expuesto a los choques de la discusión y la disputa, hasta que,
agudizada la perspectiva histórica y asistido por la
infalibilidad prometida cuando se trata de los graves asuntos que
atañen a la Fe, el Romano Pontífice declara la verdad que, so
pena de herejía, deben aceptar y creer los hijos de la Iglesia.
Los mismos contradictores de la Hispanidad, los de dentro y los
de fuera de nuestra dimensión geográfica, han contribuido, sin
saberlo, a aclarar sus contornos. La reciedumbre y agresividad de
sus ataques nos revelaba que había algo de peso que atacar, y
como reacción y contraste, aquello que insultaban,
menospreciaban y zaherían atrajo la curiosidad de muchos; al
principio. con las precauciones y cautelas de algo que se reputa
vergonzante y prohibido y, al fin, con el ímpetu, el entusiasmo
y la generosidad de una causa que se estima grande y bella a la
vez.
Fue así como una generación, luego conocida como la generación
de la esperanza, pudo tener la sensación, espiritual y física,
de que una entera y prolija comunidad humana había vivido en la
plenitud de la Hispanidad. La Hispanidad comenzó a percibirse
cuando, por paradoja, empezó a retirarse, cuando dejo de
vitalizar el conjunto, y ello por la sencilla razón de que, al
igual que el hombre, las colectividades tienen un sistema
nervioso que acusa la incomodidad y la falta de salud.
Estamos en el camino de retorno, enfermos, si, pero con la
ilusión rejuvenecida y alimentada por el tesoro de la
experiencia. Esa experiencia, necesaria siempre, que cursa a los
hombres y a las sociedades, que les da un cierto sentido para
discernir y ponderar, nos ha revelado ahora, de un modo
clarividente, que nuestro error, error grave y colectivo, no fue
otro que asociar la quiebra del Imperio a la quiebra de la
Hispanidad, es decir, de los principios ideológicos que la
habían estructurado en el curso de tres siglos de amorosa
convivencia.
No fuimos capaces de percibir que el Imperio -aquel Imperio sin
imperialismo, como alguien ha estampado con letras de molde- era
tan sólo una fórmula política, un expediente pasajero,
contingente, susceptible de mudanza y de cambio, sin que por ello
padeciera la Hispanidad.
La Hispanidad era lo permanente, el espíritu con fuerza y
energía creadora y fecundante, capaz de corporeizarse, de
hacerse visible y operar a través de esquemas distintos.
Estimamos que al devenir insuficiente e inservible la fórmula,
también lo sustantivo se encontraba en liquidación, y con
infantil alegría emprendimos la subasta. *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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