El llamado derecho a una muerte digna: la eutanasia

EUTANASIA TEOLOGICA O VERDADERA EUTANASIA

El buen morir, o el morir en estado de gracia

Nos queda, por último y para cerrar el tema, hablar de la eutanasia teológica, o mejor, mística. sin este capítulo final la lección estaría ajena a cuanto hay de subyacente y, por tanto, de místico o misterioso en el frente de batalla en el que nos encontramos. Y es este aspecto de la cuestión el que, desde un punto de vista cristiano, nos interesa de un modo especial. si eutanasia es, etimológicamente, «eu» (bueno) y «thanatas» (muerte), muerte dulce, ninguna muerte más dichosa, más digna del hombre que la muerte en estado de gracia, en amistad con Dios.

Para calibrar la magnitud y la profundidad de este debate hay que partir de lo que puede llamarse la «otredad» del hombre en la naturaleza creada. El hecho de que el hombre, Adán, se sintiera solo en el paraíso, prueba su desigualdad ontológica y cualitativa con el resto de los vivientes. Esta originalidad desigualante del hombre, que le revela su soledad, radica, por contraste con el resto de la creación—a la que está llamado a dominar—, en que tiene un espíritu inmortal, animado por la gracia o vida divina, de la que es partícipe. Pero hay más: no sólo su alma vivificante se halla en el orden de lo sobrenatural, sino que su cuerpo gozaba, como dones preternaturales, de la impasibilidad (no podía sufrir) y de la inmortalidad (no podía morir).

Ahora bien, si el hombre, si los hombres, como nos dice la experiencia de cosa día, sufrimos y morimos, y si algo desde nuestra radicalidad se alza en protesta y rebeldía contra el dolor y contra la muerte, será preciso encontrar una explicación al hecho, y esa explicación es que el dolor y la muerte no son hechos biológicos originarios, sino subsiguientes, Y que sólo se explican por la pérdida de los dones preternaturales que adornaban al hombre. De aquí que el dolor y la muerte, en el hombre, no sean hechos puramente biológicos, sino un misterio, la obra del «mysterium iniquitatis» san Pablo, con sobriedad y exactitud, lo explica así: «stipendia peccati mars» (Rom., 6, 53) y «stimulus mortis peccatum est» (1 Cor., 15,56). las frases de Yavé: «polvo eres y en polvo te has de convertir» y «parirás con dolor» nos ofrecen, con todo su grafismo, las consecuencias que para el hombre tuvo la victoria del misterio de la iniquidad.

Cristo, redentor de la humanidad caída, no vino a desterrar de este mundo ni el dolor ni la muerte. Se limitó, asumiéndolos El mismo, a cambiar su significado. La obra de la redención se realiza y consuma en un clima de dolor y de muerte. El Redentor, Cristo, es el «varón de dolores» profetizado por Isaías que, padeciendo, cumple su Pasión, una Pasión en la que su extraordinaria pasibilidad hizo que el sufrimiento adquiriese tonalidades y matices, físicos, psíquicos y morales, que sólo es posible vislumbrar. Por su parte, María, que corredime, perfumando de feminidad la acción redentora personal y exclusiva de Cristo, es, por excelencia, «la Dolorosa». si el corazón es el que ama, al menos simbólicamente, en el mismo amor recibieron Cristo la lanzada física y la señora los siete puñales de sus siete grandes dolores. Por añadidura, Cristo, que ha asumido el dolor, asumió una muerte, y una muerte cruel y dolorosísima, la muerte de cruz, y con ella todo el proceso preagónico que va desde el huerto de los olivos a la cima del Gólgota.

A partir de ese momento, el hombre, que no puede evadirse del dolor y de la muerte, está facultado—con el cambio de signo—para incorporarlos al dolor y a la muerte de Cristo, integrándolos en la misma tarea redentora, como si la Encarnación nos enhebrara y se prolongara en cosa uno de nosotros, en un «Mystici Corporis Christi».

Tal es lo que san Pablo nos dice con respecto al dolor: «me gozo de lo que padezco... (pues) estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo» (Col., 1,24), y con respecto a la muerte, conjugando la incorporación de la nuestra a la de Cristo, para incorporarnos en ella a El, para la resurrección (Rom., 6, 4 y 5).

El dolor, para el cristiano, tiene seis valencias distintas: expiatoria, meritoria, comunicativa, resignativa, participativa y redentora. (Ve Pío XII, discurso citado de 24-II-1957, y Juan Pablo II, 21 -VII- 1981. )

Ahora bien, sólo los santos han comprendido en todas sus dimensiones esta contemplación teológica del dolor, de la muerte y de la muerte dolorosa. No nos será posible aquí hacer un relate exhaustiva de esa comprensión, felizmente numerosa, ejemplar y estimulante. Bástenos las frases «sufrir o morir» que tantos de ellos pronunciaron, y dos citas:

Una clásica, de Santa Teresa, y otra, más reciente, de fray María Rafael, el monje trapense.

Los versos conocidos de santa Teresa, «en tan alta vida espero—que muero porque no muero», ponen de relieve la mística desazón, el drama íntimo que nace del deseo vehemente de morir, por llegar adonde «el vivir se alcanza y el gozo que la proximidad de alcanzar esa vida, reforzando la propia, prorrogue el dolor de no alcanzarla».

Fray María Rafael nos dejó un ejercicio de la «Vía Crucis» que uno de sus hermanos de religión tuvo el acierto de entresacar de sus escritos, poniendo, para presidir las estaciones, un perfil de un Jesús paciente, que el propio fray María Rafael había dibujado a lápiz («Vía Crucis», P. s. Edit., Covarrubias, 19, Madrid, 3a ed., 1977) Ese dibujo solitario, al cambiar de posición, nos presenta un rostro de Jesús compasivo, anhelante, fatigado, atribulado, agradecido, sorprendido, abrumado, enternecido, aplastado, confundido, contrariado, agonizante, desfigurado y plácido.

Pues bien, en su «Vía Crucis» personal, fray María Rafael adscribe: «¡Quién tuviera fuerzas de gigante para sufrir! ¡Qué bien se vive sufriendo! sólo el insensato que no adore la Pasión de Cristo, la Cruz de Cristo, puede desesperarse de sus propios dolores.»

En todo caso, hay que subrayar que el dolor y la muerte son obra del señor de la muerte, del diablo, «qui habebat mortis imperium» (Heb., 2,14). Por ello, es lógico que trate de utilizarlos en cosa hombre concreto, a cuyo nivel personal libra desaforadamente un Apocalipsis subjetivo. El combate, en última instancia, es entre el diablo, homicida «desde el principio» (Juan, 8,44), señor de la muerte, y Cristo, que de sí mismo dice: «Yo soy la Vida» (Juan, 11,25 y 14,ó). Al señor de la muerte le interesa que la muerte de cada hombre, cambiando de signo, no sea integración en la Vida. El señor de la muerte sabe que la muerte que él trajo es no sólo muerte corporal, sino muerte eterna, y sabe también que la muerte de Cristo, y en ella la del hombre, es Vida eterna para el alma, y resurrección de un cuerpo incorruptible y glorioso para la eternidad (1 Cor., 15, 42/44). De aquí su combate contra la Vida, en la vida del moribundo, en la vida del hombre a punto de terminar. Le enloquece aquello de san Pablo: «ubi est mars, victoria tua?», ubi est mars, stimulus tuus?» (1 Cor., 15,55) y le asombra el prodigio de la incorruptibilidad temporal del cuerpo de algunos santos incorruptibilidad que es la hermana menor del cuerpo resucitado y glorioso, como el pudor y el sueño son hermanos menores de la castidad y de la muerte.

Por eso, ante la utilización diferente del dolor, la postura cristiana es doble: combatirlo y aceptarlo. Pío XII (24II-1957), partiendo de un principio claro, que «el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad no procede de los sufrimientos mismos, que se aceptan, sino de la intención voluntaria sostenida por la gracia», dijo lo siguiente: a) «si algunos moribundos consienten en sufrir como medida de expiación y fuente de méritos..., que no se les imponga la anestesia», y b) «si, por el contrario, el progreso en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad puede agrandarse y hacerse más viva si se atenúan los sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, debe acudirse a la supresión del dolor (que) procure una distensión orgánica y psíquica (y) que facilitando la curación haga posible una entrega, de sí, más generosa.»

A este doble comportamiento ante el dolor del moribundo no se puede oponer, como muestra del heroísmo cristiano, el hecho de que el señor de la Vida rechazara beber, clavado y atormentado en la Cruz, el vino mezclado con mirra que le ofrecieron (Mc., 15,23), porque si ello es así, también lo es que aceptó en Getsemaní el consuelo del ángel que le confortaba (Lc., 22,43) luego de rogar al Padre que le evitase, si fuera posible, beber el cáliz de su pasión (Mt., 26,39; Mc., 14, 36; Lc., 22,42) y de aceptar en cualquier caso su voluntad: «fiat voluntas tua» (Mt., 26,42).

Más aún, ante la posibilidad alegada por Cuello Colón («El problema jurídico penal de la eutanasia», en «Tres temas penales», Madrid, 1955) de que los moribundos, aquejados por los sufrimientos, pueden pecar de impaciencia y murmuración, la terapia dolorosa se impone por un deber de caridad.

La lucha contra el dolor no sólo como exigencia biológica, sino como faceta de la lucha contra el que lo hizo posible, es decir, contra el señor de la muerte, impone, con el deber de conservar la vida y de curarse, la medicación y la asistencia en las operaciones dolorosas, ha dado origen, en el ejercicio del quehacer misericordioso a la enorme tarea hospitalaria de la Iglesia, en el curso de los siglos, y a la fundación de instituciones religiosas con esa finalidad.

Juan de Dios y Camilo de Lelis, Juana Jugan y Teresa Fornet son ejemplos, entre tantos, de un acercamiento caritativo a los enfermos y ancianos cuya hora de morir se aproxima. Si los que lloran suelen hacerlo porque sufren, ese acercamiento caritativo aspira a la eutanasia teológica del moribundo, recordándoles aquello que nos transcribe el evangelista san Mateo (5,3): «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». *


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