A lo largo de la
historia, los españoles siempre tuvimos
a honra la preservación de nuestra
Unidad religiosa católica, desde que la
juró Recaredo en el III Concilio de
Toledo -año 589- hasta la ley todavía
cercana de 1968 (que, como consecuencia
del II Concilio Vaticano, proclamó la
"libertad religiosa") y más
propiamente hasta la vigente
Constitución laica de 1978, con la solo
excepción de los cinco años de la II
República. Incluso las Constituciones
liberales del siglo pasado, por más que
afirmasen como origen del poder el propio
pacto constitucional, establecían la
Unidad religiosa y la confesionalidad
católica del Estado como punto primero
de esa convención. Es decir, el Rey y
las leyes reconocieron siempre a la
religión católica como religión
oficial, y los cultos públicos, la
enseñanza y las costumbres se regularon
dentro de los supuestos básicos de la fe
católica.
Los sucesivos centenarios de aquel
concilio toledano fueron siempre
celebrados como una gloria nacional,
símbolo de fidelidad y de paz
espiritual. Distinto será el caso en
este centenario, el decimocuarto. Ya no
se recordará como el origen gozoso de
algo vigente, sino, por vez primera, como
algo pretérito, superado. Tampoco las
autoridades lo conmemorarán -si es que
lo conmemoran- como un bien pasado,
añorable, sino, todo lo más, como una
situación "cultural" que tuvo
su razón de ser en otras épocas, pero
que ha sido ya sustituida por nuevas
formas de convivencia civil y religiosa
"pluralistas",
"laicas" o
"humanistas". Ya lo ha dicho el
Cardenal Primado ante una pregunta de los
periodistas sobre cómo habrá de
tratarse esa efemérides. "No
queremos darle de ninguna manera aires
apologéticos ni triunfalistas -ha sido
su respuesta- subrayaremos su significado
cultural y humano a la luz del más
cercano de los concilios, el Vaticano
II".
Un principio objetado
A quienes afirmamos hoy que es moralmente
obligatorio y prácticamente necesario
restablecer en España la confesionalidad
del Estado y la unidad católica se nos
suelen oponer tres objeciones
aparentemente de peso:
La primera es de carácter a la vez
teológico y psicológico: ¿Por qué la
Iglesia defendió siempre (hasta el
Concilio Vaticano II) como necesaria la
confesionalidad del Estado y valoró
sobre toda otra situación la unidad
religiosa de un pueblo? ¿Por qué se
opuso en todo tiempo a la libertad
religiosa en el fuero externo y a la
laicidad del Estado? Si la fe es una
virtud teologal, infusa, y la profesión
religiosa es lo más intimo o personal
del hombre, ¿por qué no ha de disponer
éste de la más absoluta libertad de
conciencia, de práctica y de expresión
religiosas? ¿Por qué no admitir una
completa independencia entre el orden
civil y el religioso, entre el Estado y
la Iglesia?
La segunda objeción es de carácter
fáctico, existencial o histórico: de
hecho la unidad religiosa no existe ya en
la sociedad, ni siquiera en España; una
gran parte de la población es ajena a la
práctica del catolicismo sea por
indiferencia, sea por adhesión al
marxismo ateo, sea por la propaganda
reciente de otras religiones.
La tercera objeción se basa en un
argumento de autoridad eclesiástica: la
propia Iglesia en la Declaración
Dignitatis humanae del Concilio Vaticano
II ha decretado la libertad religiosa en
el fuero externo de las conciencias y ha
presionado sobre los gobiernos católicos
para que la establezcan legalmente.
Para responder a estas objeciones parece
preciso aclarar previamente lo que
entendemos por unidad religiosa. La
unidad religiosa y la confesionalidad del
Estado no suponen imponer a nadie una fe
religiosa (lo que es moral y físicamente
imposible) ni menos, su práctica. Ni
siquiera prohibir el culto privado de
otras religiones. Supone si que las leyes
se atengan a una moral inmutable cuyo
cimiento religioso se hallará, en
último término, en los Mandamientos de
la ley de Dios. Y que el Estado
profesará y protegerá la religión
católica como única exteriorizable
públicamente.
Aclarado esto, nos cumple responder a
aquellas tres objeciones.
Objeción teológica y psicológica
El primer y fundamental de los
Mandamientos, que obligan al hombre es el
de amar a Dios sobre todas las cosas, y
esto tanto en el plano personal como en
el colectivo o social. Porque el hombre
es social por naturaleza y no cabe
distinguir una naturaleza individual
sujeta al deber religioso y otra social
exenta de tal vinculo, es decir,
religiosamente neutra. El cristiano debe
formar una sociedad cristiana, con leyes,
instituciones y costumbres inspiradas en
su fe o, al menos, no hostiles a ella. Y
lo mismo que en el plano individual tiene
el cristiano obligación de preservar su
fe, de no exponerla a peligros, así
también asiste al gobernante católico
el deber de preservar la fe ambiental, de
promover las condiciones idóneas para su
mantenimiento y expansión. Al igual que
el hombre no puede subsistir físicamente
en estado de aislamiento, sin ayuda de la
sociedad, así tampoco la fe y la virtud
pueden conservarse ambientalmente sin el
apoyo de un medio adecuado que está
formado por la estructura familiar, las
costumbres y las instituciones
cristianas. Si este deber de formar
sociedad religiosa fuera susceptible de
más o de menos reconoceríamos un caso
cumbre en la génesis de nuestra propia
patria, nacida de los reductos primeros
de la Reconquista cuyo factor diferencial
fue precisamente el cristianismo, y
religioso fue el sentido de su lucha.
Pero esto, además de un deber religioso
es para el hombre una necesidad práctica
en el orden político: si la vida social
y las leyes dejan de apoyarse en unos
principios inmutables para convertirse en
opinión y sufragio, todo queda sometido
a discusión, y el desorden moral y civil
crece hasta hacerse incontenible. Como
aconteció a los romanos en su última
decadencia, llega un momento en que la
sociedad no soporta ni sus males ni sus
remedios.
No puede subsistir en efecto, un gobierno
estable que no se asiente en lo que se ha
llamado una "ortodoxia
pública". Es decir, un punto de
referencia que permita apelar a un
criterio superior de autoridad y
obligatoriedad, base de las
instituciones, las leyes, las sentencias.
Y un consenso ambiental -más o menos
consciente- sobre las normas de conducta
y los valores vigentes en esa sociedad,
normas que trasciendan la mera voluntad
humana o la utilidad pública. Al igual
que toda civilización histórica se ha
formado siempre en torno a una vivencia
religiosa (piénsese en la Cristiandad o
en el Islam), el gobierno de los hombres
ha de poseer una referencia última a ese
cimiento religioso o sacral. Cuando éste
falta o se niega -como en la democracia
moderna- se cae en el puro positivismo
legal, y se vive de lo que quede de fe
ambiental en las conciencias, en las
familias y en las costumbres. Cuando nada
queda ya todo se hace incierto y
discutible y la sociedad se desmorona. La
pérdida de una unidad religiosa es el
origen de la actual disolución -más o
menos rápida- de las nacionalidades y
civilizaciones.
La democracia moderna -el régimen nacido
de la Revolución cuyo bicentenario se
celebra también este año- elimina del
mundo moral y político cuanto trascienda
al hombre mismo: ya no existirán
principios superiores, ni imperativos de
validez absoluto; todo será relativo al
hombre y a las mayorías, meras opiniones
computables en el sufragio y cambiantes
por su misma naturaleza.
Este régimen "de opinión",
antropocéntrico y relativista, excluye
de la política al cristiano consciente.
Sólo podrá participar en ella desde
partidos de oposición, no ya al
gobierno, sino al sistema mismo; es
decir, desde partidos marginales de
carácter meramente testimonial. Porque,
por principio, el católico no puede
admitir la voluntad general como fuente
de la ley y del poder.
En rigor, excluye también al hombre
mismo, a todo hombre, al destruir la
consistencia de la política como obra
humana. ¿Quién edificará, con fe y
empeño si sabe que construye sobre arena
movediza? ¿Qué cuanto afirme o
establezca no posee más vigencia ni
validez que la opinión mudable de las
mayorías? El régimen de partidos o de
opinión elimina en la político el
sentido de la acción al negar objetivos
y referencias válidas por si mismas, y
elimina la estabilidad o consistencia que
toda obra humana requiere al menos en su
intención. La política deja así de ser
empresa humana para convertirse en juego
de partidos y profesión de políticos.
Cuando se establece la democracia moderna
como sistema y se acepta la
"libertad religiosa" (y el
consecuente laicismo de Estado) resulta
ya imposible mandar o prohibir cosa
alguna. ¿En nombre de qué se
preservará en una tal sociedad el
matrimonio monógamo e indisoluble?
¿Bajo qué titulo se prohibirá el
aborto, la eutanasia o el suicidio?
¿Qué se podrá oponer al nubismo, a la
objeción de conciencia militar, a las
drogas o a la promiscuidad de las
comunas? Bastará con que el afectado por
el mandato o la prohibición apele a una
religión cualquiera -incluso inventada o
individual- que autorice tal práctica o
la prohiba. ¿Qué límite podrá poner
el Estado a esa libertad religiosa si se
la supone basada en "el derecho de
la persona".
Quien desee divorciarse o vivir en
poligamia no tendrá sino declararse
adepto a múltiples religiones orientales
o al Islam o a los mormones. Quien desee
practicar la eutanasia o inducir al
suicidio, podrá declararse sintoísta.
El que quiera practicar el nudismo
público alegará su adscripción a la
religión de los bantúes, y los
objetores al servicio militar buscarán
su apoyo en los Testigos de Jehová. En
fin, los que vivan en promiscuidad o se
droguen hallarán un recurso en los
antiguos cultos dionisiacos o báquicos.
La inviabilidad última de cualquier
gobierno humano (que no recurra
simplemente al voluntarismo y la fuerza)
se hace así patente. la "libertad
religiosa" es, por su misma esencia,
la muerte de toda autoridad y gobierno.
Mientras esto llega -y está a la vista
en el horizonte histórico- la religión
verdadera pierde rápidamente audiencia
al verse privada del apoyo de las leyes y
las costumbres, al ser relegada a la
condición de una opción entre mil, y
enfrentada al estallido de las pasiones.
Y otras religiones -sobre todo las
ocultistas e hinduistas- ocupan en el
corazón de los hombres el puesto que ha
dejado, por su propia abdicación, la
religión de sus padres y de su
civilización.
De donde se deduce que ni una
religiosidad ambiental o popular puede
subsistir sin el apoyo de una sociedad
religiosamente constituida, ni el poder
público puede ejercerse con autoridad y
estabilidad si se prescinde de una
instancia superior, religiosa, de común
aceptación.
Objeción fáctica y existencial
La segunda objeción se refería, como
vimos, a la imposibilidad de restablecer
la unidad religiosa en España porque, de
hecho, esta unidad se ha perdido en la
sociedad contemporánea y sobre una
sociedad "plural" no se puede
gobernar confesionalmente.
A ello cabe responder: cuando decimos que
el pueblo español sigue siendo, no sólo
histórica, sino básica y visceralmente
católico, no ignoramos el gran proceso
de descristianización que ha sufrido de
un siglo a esta parte, ni cómo hoy ese
proceso se ve intensamente reforzado. No
obstante lo cual:
a) Ninguna otra religión se ha afianzado
en nuestro suelo desde tiempos de
Recaredo ni ha obtenido más que
adhesiones de localización mínima y
pasajera. Tampoco ha brotado de nuestro
suelo ninguna otra religión ni aun
herejía, por más que algunas de éstas
hayan encontrado cierto eco.
b) Si en una hipótesis, un inmenso
cataclismo (un terremoto generalizado,
una guerra atómica, como ejemplos) se
abatiera sobre nuestro suelo, el ochenta
por ciento de sus habitantes recurrirían
al Cielo bajo el nombre de Cristo y de su
Santísima Madre. Y el veinte por ciento
restante lo haría cuando el peligro
fuera para ellos inminente. Nadie, por
supuesto, invocaría a otro Dios ni bajo
otros nombres, y casi ninguno moriría
conscientemente sin esa invocación. Por
más que esta reacción respondiera en
muchos casos al miedo, no deja por eso de
revelar la mentalidad religiosa profunda
de la totalidad de la población.
Caso distinto seria si estos hechos no
fueran ciertos y coexistieran entre
nosotros varias confesiones, como sucede
en otros países. En tal caso la
prudencia política del gobernante
exigiría una libertad religiosa dentro
de los limites en que esas confesiones
convengan entre si, pero nunca una
completa laicidad del Estado.
Objeción eclesiástica
La tercera objeción, en fin, esgrimía
la autoridad del Concilio Vaticano II
que, en su Declaración Dignitatis
Humanae, parece consagrar como derecho
humano respetable jurídicamente la
libertad religiosa y el consiguiente
"pluralismo político".
A lo cual cabe replicar: es cierto que
ese documento elude más o menos
claramente a la libertad religiosa en el
fuero externo, y también que el sector
progresista dominante hoy en la Iglesia
lo ha utilizado para procurar el
desmantelamiento de la unidad católica y
de la confesionalidad del Estado en los
países en que existían. Sin embargo,
ese Concilio se declaró a si mismo como
meramente "pastoral" y "no
dogmático". Y su doctrina se opone
en este punto a la de todos los concilios
anteriores (éstos si dogmáticos) y a
todas las encíclicas papales. Por otra
parte, una declaración es el rango menor
entre las disposiciones de que consta el
Concilio. Cabría interpretarla como una
mera directiva circunstancial, táctica
de "pastoral", que, como toda
táctica, ha de probar en la práctica su
eficacia y validez.
Y, al cabo de veinticinco años, los
frutos de la misma son tan patentes y
desastrosos que puede aplicársele la
norma de juicio que el mismo Cristo nos
enseñó: por sus frutos los conoceréis.
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