Fue en las Cortes
Constituyentes, salidas de la revolución
del 68, donde el 5 de junio de 1869
sucumbió la Unidad Católica de España,
"asesinada -en frase feliz de
Menéndez Pelayo-por 163 votos contra
cuarenta". Había durado dicha
Unidad, oficial y públicamente, 1.280
años, a lo largo de los cuales
alumbraron los días más gloriosos de
nuestra historia. La cuenta de esos mil y
pico años nos lleva al de 589, cuyo
decimocuarto centenario estamos
conmemorando y, dentro de él, al magno
acontecimiento que dio vida, tan fecunda
como extensa, a esa Unidad.
Desde estas primeras líneas ya los
lectores habrán adivinado que el tal
acontecimiento se llama Tercer Concilio
de Toledo, el cual, y su fecha,
constituyen, a juicio de muchos, la
efeméride más importante de nuestro
calendario histórico. Su texto completo
puede verse, entre otras publicaciones,
en la colección de "Concilios
visigóticos e hispano-romanos"
preparada por J. Vives (1), un comentario
sobre el mismo, breve pero suficiente en
el vol. Il del "Diccionario de
Historia Eclesiástica de España"
publicado por el Consejo Superior de
Investigaciones Científicas en 1972.
Una asistencia notable
La nota más característica de este
tercero y de los otros quince que forman
la llamada serie visigótica de los
Concilios Toledanos es, sin duda, la
participación en ellos del poder civil,
representado principalmente por la
persona de los respectivos monarcas, que
eran quienes convocaban el concilio y
presidían, al menos, su sesión de
entrada. Cierto, que esa solo nota no
hubiera bastado para que gocen los de
Toledo de la fama y primacía que gozan
entre los demás concilios nacionales
hispanos. Su renombre y popularidad se la
presto el hecho de la conversión del
pueblo godo, pasando a la fe católica de
la fe arriana, que se consumó y se
formalizó a través de la sesiones y las
actas del Tercer Concilio. De ahí, que
sólo ésta haya sido objeto, cada siglo,
de solemne conmemoración centenaria como
lo es, esperamos, la de 1989. He aquí
los elementos principales que le dieron
significación singular y perfil propio,
y lo llevaron a unos resultadostan
transcendentes como excepcionales.
En primer lugar, la asistencia al mismo,
junto con los 62 obispos católicos (55,
personalmente; 7, mediante apoderado), de
8 obispos arrianos. Correspondían
aquéllos -los católicos- no sólo a
sedes de la Península propiamente dicha,
sino a algunas del sur de Francia
(Narbona, Elna, Nimes, Carcasona, etc.)
cuyo territorio (la antigua Aquitania)
formaba parte entonces del Reino
visigodo. Los arrianos procedían casi
todos del Noroeste peninsular (Portugal y
Galicia). la autoridad máxima entre los
prelados la ostentaba como legado del
papa Pelagio II, el arzobispo de Sevilla,
San Leandro, al que acompañaban otros
metropolitanos, entre ellos Massona de
Mérida, que es, después de San Leandro,
seguramente el más conocido y famoso.
Entre los laicos o civiles asistentes se
contaban, aparte el rey Recaredo y la
reina Bado, verdaderos protagonistas del
gran acontecimiento, un grupo de nobles
godos, que también iban a abjurar de la
herejía arriana.
Contenido y expresividad de textos
Pero lo verdaderamente interesante del
Concilio son los textos que nos han
transmitido sus actas. Y lo son, tanto
por su contenido como por la
magnificencia y expresividad de su forma
literaria. De ello son ya indicio las
primeras palabras: "En el nombre de
nuestro Señor Jesucristo, en el cuarto
año del reinado del muy glorioso,
piadosisimo y fidelisimo a Dios, señor
rey Recaredo, el día 8 de mayo, era 627,
se celebró este santo Concilio en la
ciudad real de Toledo, por los obispos de
toda España y de las Galias, que
firmaron a continuación. Habiendo el
mismo rey gloriosisimo, en virtud de la
sinceridad de su fe, mandado reunir el
Concilio de todos los obispos de sus
dominios, para que se alegraran en el
Señor de su conversión y por la de la
raza de los godos, y dieran también
gracias a la bondad divina por un don tan
especial, el mismo santísimo príncipe
habló al venerable Concilio en estos
términos...".
De esta alocución regia mantiene su
celebridad por más elocuente que
ninguno, el siguiente párrafo:
"Presente está toda la inclita raza
de los godos, apreciada por casi todas
las gentes, por su genuina virilidad, la
cual aunque separada, hasta ahora de la
fe por la maldad de sus doctores, y de la
unidad de la Iglesia católica; sin
embargo, en este momento, unida conmigo
de todo corazón, participa en la
comunión de aquella Iglesia que recibe
con seno maternal a la muchedumbre de los
más diversos pueblos y los nutre de sus
pechos de caridad, y de la cual se dice
por boca del profeta: "Mi casa será
llamada casa de oración para todos los
pueblos". No sólo la conversión de
los godos se cuenta entre la serie de
favores que hemos recibido; más aún, la
muchedumbre infinita del pueblo de los
suevos, que con la ayuda del cielo hemos
sometido a nuestro reino, aunque
conducida a la herejía por culpa ajena,
ha sido traída por nuestra diligencia al
origen de la verdad. Por lo tanto,
santísimos Padres, ofrezco al eterno
Dios, por vuestra mano, como un santo y
expiatorio sacrificio, a estos
nobilisimos pueblos, que por nuestra
diligencia se han ganado para el Señor,
pues será para mi una inmarcersible
corona y gozo en la retribución de los
justos, si estos pueblos que por nuestros
cuidados corrieron a la unidad de la
Iglesia, permanecen firmes y constantes
en ella. Y así como por disposición
divina nos fue dada a nosotros traer
estos pueblos a la unidad de la Iglesia
de Cristo, del mismo modo os toca a
vosotros instruirlos en los dogmas
católicos, para que instruidos
totalmente con el conocimiento de la
verdad, sepan rechazar acertadamente el
error de la perniciosa herejía y
conservar por la caridad el camino de la
verdadera fe, abrazando con deseo coda
día más ardiente la comunión de la
Iglesia católica". Varios próceres
y varones ilustres acreditaban con sus
personas la presencia en el Concilio de
esa raza inclita, como lo cantan sus
nombres: Gusino, Fousa, Afrila, Aila.
La sinceridad y la fuerza de la
conversión resplandece en el lenguaje de
las fórmulas con que los distintos
estamentos arrianos (rey y reina, obispos
y nobles) suscriben y firman la
profesión de fe en las verdades
católicas y abominan de los errores
arrianos: "Yo Recaredo, rey,
reteniendo de corazón y afirmando de
palabra, esta santa y verdadera
confesión, la cual idénticamente por
todo el orbe de la tierra la confiesa la
Iglesia católica, la firmé con mi mano
derecha con el auxilio de Dios. -Yo Bado,
reina gloriosa, firmé con mi mano y de
todo corazón, esta fe que creí y
admití".
"Ugnas, obispo en nombre de Cristo
anatematizando los dogmas de la herejía
arriana, condenada más arriba firmé de
mi mano y de todo corazón esta santa fe
católica, en la cual creí al
convertirme a la Iglesia católica".
Y así, Sunila, obispo de Viseo, y
Gardingo, de Tuy, y Bechila, de Lupo y
otros.
El Catolicismo ayer y hoy
¿Cuáles eran esas verdades profesadas y
esos errores anatematizados? El mismo
texto de las actas recoge cumplidamente
unas y otros, tal como se contenían en
las profesiones de fe (símbolos o
fórmulas en su nombre técnico) de los
tres grandes y primeros Concilios
ecuménicos (Nicea, Constantinopla y
Calcedonia) en las cuales la doctrine de
Arrio sobre la relación existente entre
las personas de la Santísima Trinidad y
la procedencia del Espíritu Santo era
resueltamente rechazada.
Los textos de nuestro tercer Concilio
suelen cerrarse, según las ediciones,
con el de la hermosa homilía pronunciada
por San Leandro, después de la
confirmación de sus cánones, y que
sigue siendo pareja, así en el
pensamiento como en la expresión, de los
textos anteriores: "la misma novedad
-empieza diciendo- pone de manifiesto que
esta festividad es la más solemne de
todas las festividades, porque así como
es cosa nueva la conversión de tantos
pueblos, del mismo modo hay el gozo de la
Iglesia es más elevado que de
ordinario... Regocíjate y alégrate,
Iglesia de Dios. Gózate y ponte de pie,
cuerpo único de Cristo; vístete de
fortaleza y salta de júbilo, porque tus
aflicciones se han convertido en gozo y
el traje de luto se ha convertido en
vestido de alegría".
A veces, se añade la carta del rey
Recaredo al papa San Gregorio Magno y la
respuesta de éste, en que se congratula
y le felicita en los términos más
elogiosos por la conversión de los
pueblos suevo y godo; lamentándose, con
gran humildad, de que él mismo no ha
sido capaz todavía de acabar en Italia
e, incluso, en Roma con los últimos
grupos arrianos.
Hoy más que en ningún otro momento
histórico de la Iglesia, no sólo la
española sino la universal, el Tercer
Concilio toledano, cobra especial relieve
y significación si se contrasta lo que
en él se acordó, decretó y empezó a
practicarse, con lo acordado y empezado a
practicar en tantas recientes asambleas
eclesiales, aun las más altos. La frase
de un agudo escritor -R. García Serrano-
cuando hace algunos años decía, en tono
más bien humorístico, que no era
España la que había dejado de ser
católica según proclamó Azaña en
días de la segunda República, sino la
propia Iglesia católica quien estaba
empezando a dejar de serlo, tiene su
miga, es decir, su tanto de verdad si se
contempla a la luz de los textos
Toledanos. Por ejemplo y al contrario que
hoy, todo es allí católico, absoluta
exclusivamente católico en el concepto y
en la palabra: la Iglesia, la fe, la
jerarquía, el Estado, el clero, la
nación, el pueblo. Para nada se habla
allí de Iglesias cristianas y su posible
concordia, con diferentes dogmas con
distintas prácticas, con jerarquías
paralelas, pero encontradas. La ilusión
del papa y del rey, de los obispos y los
nobles, del clero y del pueblo, la meta
ideal y anhelada por todos es la unidad
religiosa en el Estado confesional
católico; instituciones ambas
depreciadas hoy y alegremente
chalaneadas, si no vendidas a precio de
saldo.
Precisamente viene siendo lugar común en
los observadores que, de un tiempo a esta
parte, contemplan con preocupación el
nuevo y, para muchos, peligroso rumbo de
la Iglesia, buscarle a éste adecuado
término de comparación en el movimiento
arriano de los siglos quinto y sexto. Si
la paridad -pensamos nosotros-,
desgraciadamente, se diera o la similitud
fuera grande, ¿no habría que suspirar,
acaso, para enderezar el rumbo torcido de
la Patria y de la Iglesia, por un nuevo
Tercer Concilio de Toledo.
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