Significación del Tercer concilio de Toledo

Por Tomás Marín
  XIV centenario

III Concilio

Toledo

     

Fue en las Cortes Constituyentes, salidas de la revolución del 68, donde el 5 de junio de 1869 sucumbió la Unidad Católica de España, "asesinada -en frase feliz de Menéndez Pelayo-por 163 votos contra cuarenta". Había durado dicha Unidad, oficial y públicamente, 1.280 años, a lo largo de los cuales alumbraron los días más gloriosos de nuestra historia. La cuenta de esos mil y pico años nos lleva al de 589, cuyo decimocuarto centenario estamos conmemorando y, dentro de él, al magno acontecimiento que dio vida, tan fecunda como extensa, a esa Unidad.

Desde estas primeras líneas ya los lectores habrán adivinado que el tal acontecimiento se llama Tercer Concilio de Toledo, el cual, y su fecha, constituyen, a juicio de muchos, la efeméride más importante de nuestro calendario histórico. Su texto completo puede verse, entre otras publicaciones, en la colección de "Concilios visigóticos e hispano-romanos" preparada por J. Vives (1), un comentario sobre el mismo, breve pero suficiente en el vol. Il del "Diccionario de Historia Eclesiástica de España" publicado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas en 1972.



Una asistencia notable



La nota más característica de este tercero y de los otros quince que forman la llamada serie visigótica de los Concilios Toledanos es, sin duda, la participación en ellos del poder civil, representado principalmente por la persona de los respectivos monarcas, que eran quienes convocaban el concilio y presidían, al menos, su sesión de entrada. Cierto, que esa solo nota no hubiera bastado para que gocen los de Toledo de la fama y primacía que gozan entre los demás concilios nacionales hispanos. Su renombre y popularidad se la presto el hecho de la conversión del pueblo godo, pasando a la fe católica de la fe arriana, que se consumó y se formalizó a través de la sesiones y las actas del Tercer Concilio. De ahí, que sólo ésta haya sido objeto, cada siglo, de solemne conmemoración centenaria como lo es, esperamos, la de 1989. He aquí los elementos principales que le dieron significación singular y perfil propio, y lo llevaron a unos resultadostan transcendentes como excepcionales.

En primer lugar, la asistencia al mismo, junto con los 62 obispos católicos (55, personalmente; 7, mediante apoderado), de 8 obispos arrianos. Correspondían aquéllos -los católicos- no sólo a sedes de la Península propiamente dicha, sino a algunas del sur de Francia (Narbona, Elna, Nimes, Carcasona, etc.) cuyo territorio (la antigua Aquitania) formaba parte entonces del Reino visigodo. Los arrianos procedían casi todos del Noroeste peninsular (Portugal y Galicia). la autoridad máxima entre los prelados la ostentaba como legado del papa Pelagio II, el arzobispo de Sevilla, San Leandro, al que acompañaban otros metropolitanos, entre ellos Massona de Mérida, que es, después de San Leandro, seguramente el más conocido y famoso. Entre los laicos o civiles asistentes se contaban, aparte el rey Recaredo y la reina Bado, verdaderos protagonistas del gran acontecimiento, un grupo de nobles godos, que también iban a abjurar de la herejía arriana.



Contenido y expresividad de textos



Pero lo verdaderamente interesante del Concilio son los textos que nos han transmitido sus actas. Y lo son, tanto por su contenido como por la magnificencia y expresividad de su forma literaria. De ello son ya indicio las primeras palabras: "En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, en el cuarto año del reinado del muy glorioso, piadosisimo y fidelisimo a Dios, señor rey Recaredo, el día 8 de mayo, era 627, se celebró este santo Concilio en la ciudad real de Toledo, por los obispos de toda España y de las Galias, que firmaron a continuación. Habiendo el mismo rey gloriosisimo, en virtud de la sinceridad de su fe, mandado reunir el Concilio de todos los obispos de sus dominios, para que se alegraran en el Señor de su conversión y por la de la raza de los godos, y dieran también gracias a la bondad divina por un don tan especial, el mismo santísimo príncipe habló al venerable Concilio en estos términos...".

De esta alocución regia mantiene su celebridad por más elocuente que ninguno, el siguiente párrafo:

"Presente está toda la inclita raza de los godos, apreciada por casi todas las gentes, por su genuina virilidad, la cual aunque separada, hasta ahora de la fe por la maldad de sus doctores, y de la unidad de la Iglesia católica; sin embargo, en este momento, unida conmigo de todo corazón, participa en la comunión de aquella Iglesia que recibe con seno maternal a la muchedumbre de los más diversos pueblos y los nutre de sus pechos de caridad, y de la cual se dice por boca del profeta: "Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos". No sólo la conversión de los godos se cuenta entre la serie de favores que hemos recibido; más aún, la muchedumbre infinita del pueblo de los suevos, que con la ayuda del cielo hemos sometido a nuestro reino, aunque conducida a la herejía por culpa ajena, ha sido traída por nuestra diligencia al origen de la verdad. Por lo tanto, santísimos Padres, ofrezco al eterno Dios, por vuestra mano, como un santo y expiatorio sacrificio, a estos nobilisimos pueblos, que por nuestra diligencia se han ganado para el Señor, pues será para mi una inmarcersible corona y gozo en la retribución de los justos, si estos pueblos que por nuestros cuidados corrieron a la unidad de la Iglesia, permanecen firmes y constantes en ella. Y así como por disposición divina nos fue dada a nosotros traer estos pueblos a la unidad de la Iglesia de Cristo, del mismo modo os toca a vosotros instruirlos en los dogmas católicos, para que instruidos totalmente con el conocimiento de la verdad, sepan rechazar acertadamente el error de la perniciosa herejía y conservar por la caridad el camino de la verdadera fe, abrazando con deseo coda día más ardiente la comunión de la Iglesia católica". Varios próceres y varones ilustres acreditaban con sus personas la presencia en el Concilio de esa raza inclita, como lo cantan sus nombres: Gusino, Fousa, Afrila, Aila.

La sinceridad y la fuerza de la conversión resplandece en el lenguaje de las fórmulas con que los distintos estamentos arrianos (rey y reina, obispos y nobles) suscriben y firman la profesión de fe en las verdades católicas y abominan de los errores arrianos: "Yo Recaredo, rey, reteniendo de corazón y afirmando de palabra, esta santa y verdadera confesión, la cual idénticamente por todo el orbe de la tierra la confiesa la Iglesia católica, la firmé con mi mano derecha con el auxilio de Dios. -Yo Bado, reina gloriosa, firmé con mi mano y de todo corazón, esta fe que creí y admití".

"Ugnas, obispo en nombre de Cristo anatematizando los dogmas de la herejía arriana, condenada más arriba firmé de mi mano y de todo corazón esta santa fe católica, en la cual creí al convertirme a la Iglesia católica". Y así, Sunila, obispo de Viseo, y Gardingo, de Tuy, y Bechila, de Lupo y otros.



El Catolicismo ayer y hoy



¿Cuáles eran esas verdades profesadas y esos errores anatematizados? El mismo texto de las actas recoge cumplidamente unas y otros, tal como se contenían en las profesiones de fe (símbolos o fórmulas en su nombre técnico) de los tres grandes y primeros Concilios ecuménicos (Nicea, Constantinopla y Calcedonia) en las cuales la doctrine de Arrio sobre la relación existente entre las personas de la Santísima Trinidad y la procedencia del Espíritu Santo era resueltamente rechazada.

Los textos de nuestro tercer Concilio suelen cerrarse, según las ediciones, con el de la hermosa homilía pronunciada por San Leandro, después de la confirmación de sus cánones, y que sigue siendo pareja, así en el pensamiento como en la expresión, de los textos anteriores: "la misma novedad -empieza diciendo- pone de manifiesto que esta festividad es la más solemne de todas las festividades, porque así como es cosa nueva la conversión de tantos pueblos, del mismo modo hay el gozo de la Iglesia es más elevado que de ordinario... Regocíjate y alégrate, Iglesia de Dios. Gózate y ponte de pie, cuerpo único de Cristo; vístete de fortaleza y salta de júbilo, porque tus aflicciones se han convertido en gozo y el traje de luto se ha convertido en vestido de alegría".

A veces, se añade la carta del rey Recaredo al papa San Gregorio Magno y la respuesta de éste, en que se congratula y le felicita en los términos más elogiosos por la conversión de los pueblos suevo y godo; lamentándose, con gran humildad, de que él mismo no ha sido capaz todavía de acabar en Italia e, incluso, en Roma con los últimos grupos arrianos.

Hoy más que en ningún otro momento histórico de la Iglesia, no sólo la española sino la universal, el Tercer Concilio toledano, cobra especial relieve y significación si se contrasta lo que en él se acordó, decretó y empezó a practicarse, con lo acordado y empezado a practicar en tantas recientes asambleas eclesiales, aun las más altos. La frase de un agudo escritor -R. García Serrano- cuando hace algunos años decía, en tono más bien humorístico, que no era España la que había dejado de ser católica según proclamó Azaña en días de la segunda República, sino la propia Iglesia católica quien estaba empezando a dejar de serlo, tiene su miga, es decir, su tanto de verdad si se contempla a la luz de los textos Toledanos. Por ejemplo y al contrario que hoy, todo es allí católico, absoluta exclusivamente católico en el concepto y en la palabra: la Iglesia, la fe, la jerarquía, el Estado, el clero, la nación, el pueblo. Para nada se habla allí de Iglesias cristianas y su posible concordia, con diferentes dogmas con distintas prácticas, con jerarquías paralelas, pero encontradas. La ilusión del papa y del rey, de los obispos y los nobles, del clero y del pueblo, la meta ideal y anhelada por todos es la unidad religiosa en el Estado confesional católico; instituciones ambas depreciadas hoy y alegremente chalaneadas, si no vendidas a precio de saldo.

Precisamente viene siendo lugar común en los observadores que, de un tiempo a esta parte, contemplan con preocupación el nuevo y, para muchos, peligroso rumbo de la Iglesia, buscarle a éste adecuado término de comparación en el movimiento arriano de los siglos quinto y sexto. Si la paridad -pensamos nosotros-, desgraciadamente, se diera o la similitud fuera grande, ¿no habría que suspirar, acaso, para enderezar el rumbo torcido de la Patria y de la Iglesia, por un nuevo Tercer Concilio de Toledo.

 

A la página principal

Apdo. 990 Zaragoza 50080