Con el artículo
que sigue, profundo, brillante y lleno de
sugerencias doctrinales como todos los
que salen de la pluma de Monseñor Guerra
Campos, Obispo de Cuenca, se da fin al
presente número del que viene a ser
conclusión y cierre. Su autor lo
escribió para "Iglesia-Mundo"
pero vió la luz antes que en nuestras
paginas en las del Boletín del Obispado
n.° 8-10/1988/Agosto-Octubre. El mismo
explicaba esa circunstancia en la
publicación. Sus palabras pueden servir
perfectamente como introito: "El
Concilio Vaticano II ha reafirmado que la
solicitud positiva en favor de la vida
religiosa y moral de los pueblos es tarea
de todo poder público, en el marco de la
libertad civil religiosa. La cuestión es
de qué modo, en las nuevas
circunstancias, pueden y deben realizar
esa tarea los católicos en su función
de ciudadanos que participan en el
gobierno de la comunidad civil. Orientar
sobre esto es también parte de la
Evangelización, según la tradición de
la Iglesia, tan intensamente pregonada
desde el último Concilio.
En unas páginas escritas un mes antes
del documento de la Comisión Permanente,
el que suscribe trató de señalar el
vacío y la desorientación que se están
padeciendo en ese campo y que afectan al
quehacer presente y futuro de los
católicos. La gravedad de la situación
se refleja en el título. Las páginas
fueron escritas para corresponder a un
ruego de don Miguel Ayuso, profesor de
Comillas, quien preparaba, para Ediciones
Iglesia-Mundo, una colección de
comentarios en torno al III Concilio de
Toledo, redactados por distintos autores.
Con licencia del profesor Ayuso, damos el
texto en este Boletín."
INTRODUCCION
¿Tiene vigencia pastoral la enseñanza
del Magisterio?
El Papa Juan Pablo II, dirigiéndose a
los Obispos de la Provincia eclesiástica
de Toledo y de la Archidiócesis de
Madrid y al Ordinario Castrense en
diciembre de 1986, afirmó: "Sé que
estáis preparando, sobre todo en Toledo,
la celebración de un acontecimiento
eclesial de particular importancia, el
XIV centenario del III Concilio de Toledo
(año 589), que marcó el momento
decisivo de la unidad religiosa de
España en la fe católica. A distancia
de siglos nadie puede dudar del valor de
este hecho y de los frutos que se han
seguido en la profesión y transmisión
de la fe católica, en la actividad
misionera, en el testimonio de los
santos, de los fundadores de órdenes
religiosas, de los teólogos que honran
con su memoria el nombre de España. La
fe católica ha desarrollado una
idiosincrasia propia, ha dejado una
huella imborrable en la cultura y ha
impulsado los mejores esfuerzos de
vuestra historia. En la nueva fase de la
sociedad española es también necesario
que los católicos mantengan una unidad
de orientación y de actuación para
iluminar la cultura con la fe y
testimoniar el Evangelio en la
vida". Y en el mismo discurso el
Papa señaló las actitudes secularistas
que operan en España en los últimos
años, tendentes a que el mensaje
evangélico no ejerza su función
iluminadora en medio de la sociedad.
2. Un corte en la Historia
La valoración positiva de la
"unidad católica", afirmada en
tiempo "conciliar" por Juan
Pablo II y también por Pablo Vl y Juan
XXIII, y todo lo que ella evoca en cuanto
a relaciones Iglesia-Estado produce
cierta incomodidad en sectores de la
Iglesia española y en otras de historia
semejante. Por lo pronto, hay corrientes
que repudian una tradición histórica en
que la "unidad católica" y la
"confesionalidad" eran
integrantes del orden político. Pero
también se sienten incómodas personas
que, reconociendo los valores de aquella
tradición en la perspectiva de su
tiempo, estiman necesarios otros modos de
servirlos en el tiempo actual. Piensan
que se ha producido para bien, un corte
en la historia, y temen que el aprecio
del pasado induzca en la nueva etapa
actitudes de continuismo, que reputan
perniciosas, aunque sólo tengan la forma
de nostalgia.
En este ámbito mental las ideas
tradicionales causan perplejidad. No se
ve cómo conciliar los valores de antes y
los de ahora. ¿Es compatible la
"unidad" con el
"pluralismo" inherente a la
condición humana? Toda posición
singular reconocida a la Iglesia se
interpreta ahora en clave de
"privilegio" o de
"poder" civil (equiparados,
aunque no son lo mismo): ¿es eso
compatible con la igualdad de los hombres
y con el Evangelio, tanto si la Iglesia
se prostituye a ser "instrumentum
regni" como si pretende subyugar al
Estado para que sea "instrumentum
Regni Dei"? Más aún: es frecuente
suponer que si una ley es de inspiración
cristiana deja de ser medio de promoción
general y se convierte en
"privilegio de unos pocos o incluso
de una mayoría" (J. Villarejo). Es
decir, si los cristianos consiguen que
una ley defienda la vida de todos,
resulta que esto es un
"privilegio" de los defensores,
porque atenta al "derecho" de
los que quieren interrumpir vidas de no
nacidos. Y siguiendo por este camino de
contradicciones, se supone que si una ley
es de inspiración "racional"
en vez de "cristiana", alcanza
el vale; de generalidad. ¿Pero es
posible una ley que sea igualmente
aceptable para defensores y para
agresores de los no nacidos? Por último,
en esta mentalidad ¿qué sentido tiene
hablar de "obligaciones
religiosas" del Estado mismo? ¿no
tiene que ser "secular",
incluso para asegurar la convivencia
pluralista?
Hay en muchos como una sensación de
haberse desembarazado de un lastre. Y
cierta ufanía al compararse con tiempos
antiguos: ¿no es una conquista de la
Iglesia actual haber dejado el
"poder" tener
"libertad" y estar
"despolitizada"? Sólo que, al
hablar de "poder",
"libertad" y
"despolitización" y al
compararse con otros tiempos, hay no poca
ingenuidad y falta de información.
Por ejemplo, muchos dan por obvio que el
privar-librar a la Iglesia de todo
"privilegio" o
"poder" es el fruto de la
secularización o supresión de la
"confesionalidad". Podrían
recordar que el máximo despojo y
debilitamiento de la Iglesia en el siglo
XIX (desamortizaciones,
exclaustraciones...) fue obra de Estados
"confesionales". Y que la
tendencia regalista a poner toda la
disciplina institucional de la Iglesia
como función del Estado y a
"convertir la Iglesia en una
institución nacional que dependa lo
menos posible de la Santa Sede"
(Leclercq) se dio por igual en
situaciones políticas de absolutismo y
de liberalismo. Por eso, dicho sea de
paso, honra tan poco a la lucidez y a la
justicia el que tantas voces en la
Iglesia española hablen ahora de
"nacionalcatolicismo"
refiriéndose a un tiempo, el de
1939-1975, que fue substancialmente lo
contrario, pues la vida de la Iglesia en
España se caracterizó entonces por la
romanidad, en uno de los grados más
altos de toda su historia. La romanidad
equivale a independencia y universalidad.
Y ninguna persona bien informada
desconoce que también era expresión de
romanidad (Pío Xl, Pío Xll) lo del
"Estado Católico" con una
legislación "conforme a las
enseñanzas de la Sede Apostólica".
Especial autocomplacencia, frente a la
antigua historia, en lo tocante a la
"libertad". Domina el tópico
de que la "libertad" de la
Iglesia resplandece ahora precisamente en
contrate con la "protección" e
"injerencia" de los gobernantes
católicos de otros tiempos, desde
Constantino (promotor del primer concilio
ecuménico) a Carlo Magno y Carlos V o
todavía en el siglo XIX el Emperador de
Austria. Esa "libertad" parece
evidente a los ojos de todo el mundo en
el desarrollo del Concilio Vaticano II.
Se recuerda poco o no se sabe que en un
punto central del Concilio, por complacer
a un poder político, se maniobró de tal
forma en contra del reglamento que a un
numero altísimo de Padres se les
impidió proponer su pensamiento, y a
todos los demás se nos privó de la
oportunidad de conocerlo y emitir juicio
conciliar sobre él. No es la menor
agresión a la libertad en la historia
secular de los Concilios. El hecho de que
muchos Padres, en coincidencia con un
ambiente exterior propicio, la tolerasen
con desinterés no disminuye su magnitud,
sino al contrario.
La "politización" suele
referirse a intervenciones en el campo
político. Será ilegitima la que
constituya usurpación de funciones o un
desvío de la misión de la Iglesia. El
influjo y las intervenciones para que la
acción política sea conforme al orden
moral y favorezca el ejercicio de la
acción de la Iglesia (leyes y gobierno
en favor de la familia, la sana
educación, el sano ambiente público, la
ayuda a la vida religiosa, etc.) podrán
practicarse en forma más o menos
acertadas, pero no están fuera del
servicio a la misión propia de la
Iglesia. En realidad la
"politización" radical se da
en la supuesta "no
intervención", si se cae en la
tentación de reducir la acción de la
Iglesia a "facilitar" la
convivencia pluralista (tarea central de
la político) debilitando para ello el
ejercicio de su misión propia. Su
misión la obliga a ser más que una
oferta entre otras en el mercado Ia
obliga a proponer la llamada, la promesa
y la exigencia de Dios. El peligro que
acecha ahora es que cuando se habla de
renunciar a la Iglesia-cristiandad para
ser Iglesia-misión, sea la misión la
que, paradójicamente se oscurezca.
3. La cuestión permanente
Estamos en que hay un cambio en las
circunstancias históricas, que exige
variaciones en la acción de la Iglesia
para responder a las mismas. Es
precisamente el momento de atender a la
ley de todo lo vivo y verdadero: que las
variaciones funcionen como exigencia y
aplicación de algo permanente. No vale
desentenderse, como quien suelta lastre,
de "pedazos" de la doctrina
tradicional. Para muchos es tentador
simplificar, como si todo se resolviese
con decir que la Iglesia no necesita
apoyarse en el poder civil ni debe
hacerlo, y que le basta gozar de la
libertad común en un Estado
democrático. Pero la cuestión
permanente es otra. Lo del
"poder" y la
"libertad" quedan subsumidos en
algo más radical: La predicación de la
Iglesia acerca de los deberes del poder
civil y los ciudadanos. La cuestión no
es sólo cómo ha de tratar el Poder a la
Iglesia, respetando su libertad en la
sociedad civil sino cómo debe ejercer el
Poder su propia misión en el orden moral
y en relación con la vida religiosa.
Aquí está el eje, fijo en su misma
movilidad, en torno al cual han de girar
todas las variaciones pensables en la
relación Iglesia-Comunidad política.
Todos los planteamientos de la historia
-también aquellos que ahora muchos creen
poder eludir-renacen brotando de ese
núcleo ineludible. Una "idea"
bastante corriente es que la Iglesia,
superados los siglos de
"implicación" con el poder
civil, se encamina nuevamente hacia una
presencia en el mundo de tipo
preconstantiniano, como en los siglos
I-III. Pero no cabe olvidar que entonces
la predicación de la Iglesia era
netamente diferenciadora, sin
acomodaciones; y el despliegue de la
comunidad cristiana se movía ya hacia lo
que es exigencia destacada en la Iglesia
de hoy: que los cristianos no se
conformen con "vivir su vida como
grupo alojado en una sociedad ya dada,
sino que participen activamente como
ciudadanos "constructores de la
misma sociedad". Si es así, allí
donde la Iglesia está implantada, la
vuelta a una situación
preconstantiniana, entendida como no
implicación, es ilusoria.
"Constantino" está ahí. Si
molesta una determinada imagen de la
historia y queremos ilusionarnos con
imágenes "más puras", habrá
que confesar en todo caso que
"Constantino" son los
ciudadanos católicos que ejercen la
"soberanía" en una sociedad
democrática. Si "Estado
católico" era el que se obligaba a
inspirar su legislación y la práctica
de gobierno en la doctrina católica
(Pío Xl), en cualquier forma de Estado
los ciudadanos católicos, en cuanto de
ellos depende la legislación y el
gobierno, están obligados a
configurarlos según su conciencia
iluminada por la Iglesia (Pío Xl y
Concilio Vat. II).
Hablemos, si place, de
"ciudadanos" y no de
"ciudadanos católicos" y
recordemos el mínimo y lo más universal
en esa iluminación de la Iglesia. En
relación con cualquier comunidad
política, quienquiera que sea el titular
de la soberanía (¿todo el pueblo en
asamblea?, ¿una representación
elegida?, ¿un monarca elegido o
aceptado?), la misión de la Iglesia es
predicar en nombre de Dios que, no sólo
los actos y comportamientos de los
ciudadanos, sino además la misma
estructura constitucional de la
"ciudad" ha de estar
subordinada eficazmente al orden moral.
La Doctrina Católica sobre la comunidad
política, tal como se enuncia en el
Concilio Vaticano II ("Gaudium et
Spes" 74, "Dignitatis
humanae" 7), reclama en conciencia
para la acción del poder civil dos
condiciones: primera, que se ejerza
"dentro de los limites del orden
moral"; segunda y para limitar la
"arbitrariedad", "según
el orden jurídico legítimamente
establecido o por establecer". En
resumen: "según normas jurídicas
conformes con el orden moral".
4. Parece este un punto muy claro. Pero
está oscuro. En torno a ese punto se
difunde la niebla de la indeterminación,
se produce un vacío caótico, un
socavón en la aparente solidez de la
doctrina. ¿Está a la vista una estrella
polar para la conciencia de los
católicos? No preguntamos si hay una
Doctrina de la Iglesia: ahí están los
documentos, desde León Xlll a Juan Pablo
II, y, aunque escasas, no faltan, aun
ahora, exposiciones eruditas de su
conjunto, como por ejemplo la reciente
del Profesor Isidoro Martín. Acaso la
dificultad que encuentran los pastores
para transmitir a los fieles ese cuerpo
doctrinal está en que sus elementos (a
saber, fundamento moral del orden
político, libertad religiosa, deber
religioso de la comunidad política,
relación institucional entre Iglesia y
Estado) parecen ahora "membra
disiecta", sin integración
armónica. Como sea, lo que en estas
páginas nos proponemos señalar es el
hecho de que esa doctrina magisterial no
tiene vigencia, no es recibida de modo
efectivo y concorde en la pastoral
ordinaria. Y este fallo, ahora que se
trata de iluminar no sólo la acción del
"príncipe" sino la
participación de todos los ciudadanos,
es demoledor. Difícil será conseguir
así aquella "unidad de orientación
y actuación" que Juan Pablo II
requiere de los católicos en la nueva
fase de la sociedad española. Entre los
"agentes de pastoral" el
magisterio de los documentos sobre moral
política se olvida en gran parte, se
tiene por "superado" (anulado
por el "Concilio"); los
criterios con que se actúa van a su aire
o se degradan según los estereotipos de
la propaganda política. Hará falta
mucha reafirmación y quizá
recomposición de la doctrina para que
numerosos fieles y pastores reconozcan de
verdad "in iure" lo que hay de
vigente en el Magisterio. Sólo entonces
se moverán a darle vigencia "in
facto". Algo parecido a lo que
ocurrió durante decenios con la llamada
"doctrina social" de la
Iglesia.
He aquí una muestra reciente de la
distancia entre la Doctrina Católica y
la "opinión" corriente en la
Iglesia: los recordatorios que en los
últimos años hace la Congregación para
la Doctrina de la Fe y personalmente el
Cardenal Ratzinger, acerca del
condicionamiento moral de la democracia
caen en el vacío, y la instrucción
convergente del Papa en Paraguay (mayo
1988), que indicaremos después, a pesar
de la atención suscitada por el discurso
pontificio ni siquiera ha sido señalada
en las informaciones y comentarios
católicos: o porque no ha sido captada o
porque ha sido preterida. Habría que
preguntarse cuál de las dos causas es
peor síntoma.
Se dirá que la actual
"descomposición" es el reflejo
normal de una fase de
"transición", y que ya
surgirá en el futuro el nuevo edificio.
Pero, aunque se acepte una cierta
indeterminación respecto a modalidades
contingentes, la Iglesia no puede esperar
que brote nada vivo del mero caos. Sólo
puede esperar la fructificación de lo
que ya vive. Está encargada de mostrar
en medio del caos la semilla del logos.
¿Se cumple ahora ese encargo de modo
suficiente?
Incoherencia de la pastoral ordinaria
respecto a la moral del orden político
6 Enfoque liberal y criterio católico
Dicho queda que, según la doctrina
católica, la soberanía en la comunidad
política, quienquiera que sea su
titular, debe estar sometida
jurídicamente al orden moral (a la
soberanía de Dios). De modo que la
instancia suprema, jurídicamente
operativa, esté por encima de lo que es
legítimamente variable. Es algo más que
una exhortación para que ciudadanos y
gobernantes en sus decisiones y actos
electivos estén atentos a la ley moral.
Se requiere que sea moral el sistema
mismo, es decir, que esté constituido de
tal forma que no sea legitimo dentro de
él atentar contra la citada ley.
Pues bien, lo que se predica -más bien,
lo que late- en la pastoral ordinaria en
relación con la democracia, la libertad
religiosa y la relación Iglesia-Estado
está en clave liberal-permisivista no de
doctrina católica. La democracia es
supremacia de la voluntad o las opiniones
de los ciudadanos. legitimidad moral, en
el orden político, de cualquier
decisión tomada según las "reglas
del juego", según mayorías. Para
evitar la opresión de las mayorías
sobre las minorías se tiende a reglas de
juego que importen la máxima
permisividad legal, el desiderátum seria
poner como limite únicamente la
exclusión de la agresión directa. Esta
"permisividad legal" se
considera buena moralmente en el orden
político, aunque se repruebe la
"permisividad moral" en los
comportamientos personales. La libertad
religiosa, enunciada por el Concilio
Vaticano II, se entiende como
"neutralidad oficial" de los
gobernantes respecto a la Verdad contrato
igual para todas las formas de
autonomías subjetiva en la materia
(ateos y creyentes). En cuanto a la
Iglesia en la sociedad civil, se repite
constantemente que se contenta con que se
respete su libertad dentro del
pluralismo: libertad para predicar a
todos; y para actuar según sus propias
normas dentro de la comunidad de los que
libremente la aceptan. las normas de la
vida político serán las que determinen
los ciudadanos corresponderán a la
doctrina de la iglesia solamente en la
medida en que los ciudadanos quieran
inspirar sus conciencias en la
predicación de aquella.
Esto es lo que los políticos, en
general, entienden como pensamiento
actual de la Iglesia, después de oír a
sus "portavoces" y de hablar
con ellos.
6 Pero la Iglesia -cuya predicación en
principio parece dar por bueno el
"pluralismo permisivista"-
reacciona luego contra algunas de sus
aplicaciones o consecuencias. Declara
inviolables en el orden legal ciertos
valores morales y reclama su
cumplimiento, no sólo como fruto de la
fidelidad moral de una mayoría de
ciudadanos sino como responsabilidad
absoluta de los gobernantes. Rechazo de
la legitimidad moral de ciertas leyes,
aunque provengan de mayorías (lo que
equivale al rechazo de la noción
"liberal" de democracia). La
enseñanza del Magisterio mundial
reiteradísima por el Papa y los
Episcopados en el case del aborto, más
también en la contracepción
("Humanae vitae" 23), las
publicaciones ("Octogesima
adveniens" 20), la educación de
niños y adolescentes (Concilio Vat.
"Grav. educ." 1), excluye el
criterio dei pluralismo como justificante
en el orden legal; declare que una ley
contraria a la ley natural no tiene valor
de ley y, aunque sólo sea ley permisiva,
si deja sin protección al indefenso es
totalmente reprobable y mina los
cimientos de la sociedad. ¡léanse los
textos y se verá que se impone a los
poderes públicos una obligación moral
absoluta, independiente de las opiniones
de las mayorías! (Cf. v.g. Congregación
para la Doctrina de la Fe, declaración
del 18 de noviembre 1974, números
19-21).
7. Incoherencia
Pero ¿cómo puede un legislador o
gobernante, en cuanto tal, acoger esa
obligación si se ha legitimado antes el
sistema que le obliga no oponerse a la
"mayoría"? He ahí la
incongruencia de la predicación. La
incongruencia está en que se afirma un
criterio moral como absolutamente
exigible en nombre de Dios en las leyes
concretes que resultan de la aplicación
de un sistema político; y ese criterio
no se propone con suficiente claridad e
insistencia al exponer los principios del
mismo sistema. Se aprueba el árbol se
reprueban los frutos.
Los efectos lamentables de tal
incongruencia no son de extrañar.
Primeramente, desde "afuera":
sorpresa escandalizada, reacción
violenta de muchos, cuando los Obispos
aducen la Doctrina en casos como las
leyes del divorcio, el aborto, la
educación, la permisividad corruptora de
jóvenes (¿no aceptaban nuestro
pluralismo liberal?).
Otro efecto es el debilitamiento y la
ambigüedad de la misma predicación
destinada a orientar las conciencias de
los ciudadanos. Se ha dicho que la
Iglesia orienta a sus miembros y ofrece
ideas dignas de consideración a los no
católicos (¿dónde queda la acción
"profética" de decir a todos
en nombre de Dios lo que obliga
moralmente a todos?). Durante largo
tiempo la orientación a los ciudadanos
en su función de electores se resumía
en esto: "considerad los elementos
negativos y los positivos y decidid en
conciencia". Pero los ciudadanos en
su mayoría no veían claro qué
significa "en conciencia"
(¿referencia a una norma superior? ¿o a
la mera autonomía subjetiva?). Y aunque
lo supiesen, se les indicó de mil modos
que -como no hay nada sin defectos-
podían en conciencia apoyar con su voto,
por razón de los aspectos positivos, a
fuerzas promotoras de cosas tan negativas
como el aborto, la disolución familiar,
la corrupción moral de la juventud, la
descristianización cultural, etc. Se
dejó de iluminar la cuestión esencial:
¿hay o no algunos elementos negativos
que por si solos (por su radicalidad, por
socavar los cimientos de la sociedad)
deciden en contra y excluyen la
cooperación? El hecho es que con votos
de fieles, y también de pastores se
instauran los mismos males que luego se
lamentan. Y voces
"autorizadas", en el acto mismo
de condenar esos males, se apresuran a
advertir que se trata de "puntos
aislados", y reiteran su aval al
marco teórico-juridico del que brotan.
Es notorio que cuando numerosísimos
ciudadanos católicos se movilizaron en
ejercicio de sus derechos y en defensa de
sus hijos, sufrieron frenazos repetidos
por parte de sus pastores. Se les dijo:
oponeos, pero que la oposición no sea
política (¡y era un problema
enteramente político!); haced
manifestación de vuestro sentir mas no
una presión que perjudique a los autores
del mal en sus expectaciones electorales,
o que favorezca a otras fuerzas.
Sin duda, tales incoherencias de criterio
se explican en parte por un móvil
pragmático: el deseo de servir ante todo
a la "convivencia pluralista",
evitando que los católicos se
identifiquen con determinadas
agrupaciones políticas. Sin embargo,
este objetivo no debería promoverse con
recetas superficiales (como tampoco
parece justo que se invoque para acallar
la glorificación de los mártires
españoles). No se puede renunciar a que
los ciudadanos católicos, de un modo o
de otro, hagan valer su fuerza
democrática con "unidad de
orientación y de actuación" (Juan
Pablo II). Su dispersión en partidos no
puede ser tal que destruya la unidad
suprapartidista que exige la vocación
cristiana. Si no, todo es confusión.
¿Vale una "convivencia" que
debilita el servicio a la Verdad? ¿Es
justo caer en complicidad con fuerzas
que, a diestro y siniestro, no renuncian
a descristianizar? ¿Se evita de verdad
la "guerra"? ¿o los
cedimientos amplifican la agresión,
según se vió en los episodios de
reacción brutal cuando la Jerarquía
expuso tímidamente sus criterios en
relación con la familia, la enseñanza,
etc.? ¿No ocurrirá que, mientras la
"guerra" sigue, lo que se hace
es desmontar las propias defensas?
8. Libertad de la predicación
Lo que está en juego realmente es la
libertad de la predicación, sometida a
una fuerte autocensura. Hace unos años
se repitió mucho: la Iglesia, cuanto
más renuncie a privilegios o al poder
jurídico en la sociedad civil, tanto
más debe intensificar con toda libertad
su predicación moral a esa sociedad.
Ahora en varios sectores de la Iglesia y
entre varios teólogos (con "misión
canónica") es la predicación la
que resulta preocupante para una sociedad
pluralista. La norma política la hace la
mayoría. ¿Y si contradice a una norma
moral? Se dice que se siga predicando y
que se permita lo que no se puede impedir
("permisión" que parece obvia
e inevitable, ¡pero incluye el consejo
de que no se insista en denunciar la
ilegitimidad moral de la ley!). Se dice
que la Iglesia debe cooperar a que con
las distintas concepciones éticas se
forma una Moral Política, no cristiana
necesariamente. Pero también se dice que
el modo con que la Iglesia jerárquica
ejerce su predicación moral, por ejemplo
sobre el matrimonio, es inconciliable con
la Democracia. Porque, dicen, predica
como si tuviese el monopolio de la verdad
ética, de la ley natural, y así da
razón al anticlericalismo. "la
Iglesia debe aceptar otras instancias
éticas distintas de Ia suya".
En estas indicaciones de teólogos lo
único que está claro es la primacía
(práctica y, al parecer, axiológica)
del pluralismo. Lo referente a la misión
de la Iglesia está muy turbio.
¿Significa acaso que, al mismo tiempo
que enseña en nombre de Dios que el
aborto provocado es malo, la Iglesia,
para evitar el monopolio, debe decir que
la posición de quienes propugnan la
bondad o licitud del aborto es
"éticamente valiosa"? ¿No se
está insinuando la invitación a que la
Iglesia renuncie a hablar en nombre de
Dios? Sin embargo, el Concilio Vaticano
II (en el documento sobre libertad
Religiosa, ¡tan emparentado con el
pluralismo!) reafirmó que es misión de
la Iglesia: exponer y enseñar
auténticamente la Verdad, que es Cristo;
y "declarar y confirmar con su
autoridad los principios del orden moral
que fluyen de la misma naturaleza
humana" (D.H. 14).
Problema candente es cómo insertar la
predicación de la Iglesia en una
sociedad permisiva, con la que tiende a
congraciarse. La sociedad permisiva
pretende reducir la ordenación política
a una simple coexistencia de libertades
subjetivas, prescindiendo de su relación
a la Verdad y al Bien moral. Favorece el
agnosticismo moral, por reducción de lo
ético al mínimo legal. Descuida la
solicitud educativa. Desatiende valores
que son previos y más importantes que
los derechos exigibles. Incrementa la
mediocridad y la desgana espiritual.
Pero, sobre todo, y como lógica
consecuencia, lo que reclama no es
precisamente libertad para hacer lo que
le venga en gana (ya la tiene); quiere
más: la estima o legitimación social de
su conducta. Quiere que se la aplauda,
como aquellos de que habla San Pablo
(Rom. 1,32). La experiencia reciente
demuestra que, por mucho que la Iglesia
respete el permisivismo civil, no la
perdonarán mientras no relativice su
predicación y reconozca valor ético a
todas las actitudes. Para no ir a la
deriva, la nave de la Iglesia tendrá que
ir contra corriente o enderezar la
corriente.
9. Resumen
Las incoherencias entre la predicación
acerca del sistema del pluralismo
permisivo y la predicación acerca de sus
aplicaciones concretas denotan un
déficit de reflexión, quizá un
desinterés por la verdad y por la
trascendencia práctica de la misma. Y
siembran la duda sobre el alcance de las
enseñanzas de la Iglesia, poniendo a
muchos ante este dilema: ¿la verdad
afirmada como norma inviolable en las
aplicaciones (ley de aborto, etc.) es
sólo un residuo de viejas concepciones,
que debe ceder ante la "verdad"
superior del pluralismo permisivista? ¿o
al contrario, el permisivismo tan
fácilmente admitido al hablar en general
del sistema, es algo condicionado, con
subordinación a la auténtica verdad
superior recordada al enjuiciar las
aplicaciones? la coherencia impone elegir
con nitidez. Si lo primero, habrá que
disociar plenamente la "moral del
orden político" de la moral de los
comportamientos personales", es
decir: aunque se reprueben el aborto
criminal o el contagio inmoral de los
niños sería injusto reprobar la ley que
los facilita. Si lo segundo, entonces hay
que delimitar la parte de validez que
tenga el permisivismo; hay que reconocer
que las declaraciones de aceptación
genérica, tan "simpáticas",
son de un oportunismo antieclesial; hay
que expresar abiertamente las condiciones
de legitimidad moral de un sistema
pluralista, y mover sin ambigüedad a los
ciudadanos a que las implanten.
Urge recomponer la doctrina y su
proyección pastoral
10. Fluye de lo expuesto que en el campo
de la moral aplicada a la vida pública
la Iglesia necesita no sólo que se
cumpla lo que enseña sino volver a
enseñar lo que se ha de cumplir, Y esto
incluye: reafirmar su doctrina,
rescatarla de las exposiciones falseadas,
y quizá reajustarla, integrando los
fragmentos con unidad orgánica evitando
en todo caso que su mensaje quede
rebajado a ser una expresión más del
lenguaje político y cultural del mundo.
Sobre el campo de escombros de la
confusión reinante ha de levantar de
nuevo el edificio de su Moral política,
como hizo en su día el Papa León Xlll.
Naturalmente, no hablamos de una simple
construcción en el papal, sino de
orientaciones referidas a una praxis
viva. Doctrina y proyección pastoral
inseparables. Y, claro está no se
presupone ningún idealismo ingenuo. Los
ciudadanos católicos han de saber cómo
soportar situaciones impuestas o
establecidas; y, según advertía León
Xlll y en 1931 el Episcopado español, no
ignoran que dentro de un régimen no
laudable puede haber leyes y actuaciones
justas, y viceversa, pero no se trata de
grupos impotentes, forzados a
"padecer" lo bueno o malo que
hagan con ellos. Son ciudadanos activos,
obligados en conciencia a participar en
un proceso incesante de mejora de la
sociedad, de renovación y conservación.
Ese proceso necesita un polo que le dé
sentido y eficacia, y una doctrina
aplicable a la realidad presente.
11 Indicaciones del Magisterio
Para la integración doctrinal necesaria
ofrece pistas el Magisterio reciente.
Curiosamente quizá esté ya apuntada en
un documento que ha sido utilizado para
la desintegración: la declaración sobre
libertad Religiosa del Concilio Vaticano
II. Bien por insuficiente desarrollo,
bien porque ha sido recortado en la
predicación ordinaria, no se ha logrado
que aparezca clara la coherencia de las
"cosas nuevas con las
antiguas", postulada en el
documento, y tanto los adversarios como
muchos partidarios, unos lamentándolo y
los otros alegrándose, coinciden en una
misma interpretación, según la cual la
Iglesia ha abandonado su "doctrina
católica" y se ha convertido, sin
más, a una doctrina que rechazaba.
Lástima que la falta de espacio impida
exponer aquí un análisis detenido del
texto. Con todo, y sin entrar en el fondo
de la cuestión, es imprescindible
señalar algo que es desatendido en la
opinión corriente.
El propósito del Concilio es dar
doctrina católica. El texto contiene dos
directrices que brotan de los postulados
de la doctrina tradicional católica y
desautorizan el simplismo de la
interpretación vulgar. La primera, que
la misión del Poder civil respecto a la
libertad está ligada con la Verdad (D.H.
1,3,ó): pues la sociedad civil tiene
obligaciones religiosas; y la libertad
religiosa exige del Poder civil, además
del respeto de la autonomía, la acción
positiva de promover condiciones
propicias para la vida religiosa, de
ayudar a los ciudadanos a que cumplan sus
deberes con Dios, estimándolo como un
bien para la vida social. Nada de
neutralidad: si la "no
coacción" comprende a todos
(cumplan o no su deber religioso), la
"promoción y ayuda" se
refieren a la vida religiosa. Y por eso
en el campo de la educación el Concilio
proclama, en correlación con un derecho
inviolable, un deber que obliga a todos
los responsables de la educación, no
solamente a los católicos: nada menos
que el de estimular positivamente a
niños y adolescentes en su vida
religiosa y moral, en el conocimiento y
el amor de Dios ("Grav. Ed."
1). Dimensión positiva de la función
gobernante, silenciada en la pastoral
ordinaria. La segunda directriz (D.H.
14,7) es que la libertad religiosa (no
coacción en el orden civil) ha de ser
regulada por el poder público mediante
la justa delimitación y la
imprescindible coerción contra los
abusos. Los límites son los exigidos por
la tutela de los derechos de los demás,
la composición de los derechos de todos,
la paz pública como convivencia en la
justicia, la moralidad pública.
Todo esto de los límites y la coerción
a su servicio en defensa de los derechos,
a la luz de la función positiva y
estimuladora del poder público, tiene,
sin salir de la letra del documento
conciliar, un alcance que ha sido casi
enteramente desatendido. Si se toma en
serio, ¿no reafirma, en conformidad con
el núcleo de la doctrina tradicional,
que también la vida religiosa y moral de
los ciudadanos debe ser objeto de la
protección, incluso coercitiva, del
poder público? Esta no ha de mirar sólo
a los ataques contra "otros
derechos" con pretexto religioso;
también a los ataques contra
"derechos religiosos" con
pretexto de Iibertad.
De hecho, todo gobernante, por
permisivista que sea en principio, se
siente obligado a marcar líneas de
solicitud positiva y de coerción y no
sólo para que subsista la sociedad o
para la autodefensa institucional, sino
para promover lo que estima beneficioso y
refrenar lo dañoso, aun contradiciendo
costumbres y opiniones extendidas. Este
hecho descubre que, si esa solicitud de
promoción y defensa no se aplica a los
valores religiosos, no es por exigencia
de un principio de libertad o supuesta
neutralidad, sino por una
despreocupación errónea. Si son objeto
de solicitud los "derechos" de
los ciudadanos y lo que da consistencia a
la sociedad civil, ¿por qué no los
valores religiosos que según el
Concilio, son un derecho-deber personal y
social? ¿Por qué no la vida de los no
nacidos? ¿Por qué no la preservación
de los niños y jóvenes contra
propagandas corruptoras? ¿Por qué no la
fe y el amor a Dios de los ciudadanos
contra el insulto y la agresión? ¿por
qué no todo aquello sin lo cual el
ciudadano se ve agredido o desamparado en
su derecho a que la comunidad le ayude en
su vida religiosa y moral, facilitando su
fidelidad y no forzándole a respirar
aire contaminado? El derecho de los
ciudadanos a obtener condiciones
propicias para lo religioso
("Dignitatis humanae") y muy
particularmente el derecho de niños y
jóvenes a ser estimulados (Grav. Ed.)
son de tal entidad que, si se toman en
serio, condicionan estructuralmente toda
la vida social y pública, y por tanto el
sistema de normas y de coerciones. ¿Se
toman en serio? No. ¿Se predican
seriamente a las autoridades y a los
ciudadanos? No. ¿Hay una idea clara de
lo que es, como "limite" de la
libertad civil, la "moralidad
pública" (DH 7)? No. Parece que es
hora de invitar a los católicos, en
cuanto "ciudadanos", a salir
del cómodo y adormecedor refugio de una
libertad meramente negativa y a
interesarse por la dimensión positiva de
la libertad religiosa. ¿Y no deberían
algunos estudiar de qué modos se podría
cumplir ahora el deber de promoción y
tutela que al poder civil incumbe, y
contarlos como ingredientes de la tarea
político? Bien entendido que el cauce
han de ser (DH 7) "normas jurídicas
conformes con el orden moral
objetivo".
12. Mensajes recientes
Pío Xll, en su radiomensaje de Navidad
de 1944 hablaba de una "sana
democracia fundada sobre los inmutables
principios de la ley natural y de las
verdades reveladas"; si no, el
régimen democrático es absolutismo. En
estos últimos años el Cardenal
Ratzinger insiste en la necesidad de que
la democracia asuma, como su propio
constitutivo, la subordinación al orden
moral. la Santa Sede, en 1974, a
propósito de las leyes permisivas del
aborto afrontaba abiertamente la gran
cuestión: en un sistema pluralista, y
siendo además verdad que la ley civil no
tiene por qué sancionar todo lo inmoral,
¿cómo se puede exigir la no
legalización en contra de la opinión de
la mayoría? la respuesta fue que la
protección de la vida de un niño
prevalece sobre todas las opiniones.
El 17 de mayo de este año 1988 Juan
Pablo II, en un discurso muy cuidado
durante su encuentro con los
"Constructores de la sociedad"
(Asunción, Paraguay), recordó que la
Doctrina social de la Iglesia propone un
"ideal de sociedad solidaria y en
función del hombre abierto a la
trascendencia" Ia verdad es la
piedra fundamental del edificio social.
Refiriéndose a la "sociedad
democrática, basada en el libre consenso
de los ciudadanos"; subrayó dos
requisitos. Primero: "participación
real de todos los ciudadanos en las
grandes decisiones mediante formas que
sean las "más conformes a la
expresión de las aspiraciones profundas
de todos". Segundo: referencia a los
"valores absolutos, que no dependen
del orden jurídico o del consenso
popular: por ello, una verdadera
democracia no puede atentar en manera
alguna contra los valores que se
manifiestan bajo forma de derechos
fundamentales, especialmente el derecho a
la vida en todas las fases de la
existencia; los derechos de la familia,
como comunidad básica o célula de la
sociedad, Ia justicia en las relaciones
laborales"; todos los derechos
basados en la vocación trascendente del
ser humano.
El requisito primero fue muy voceado en
los medios informativos como
desautorización de ciertos regímenes
autoritarios. El requisito segundo no fue
comentado. Si hay lógica, los
informadores tendrían que entenderlo
como desautorización moral de aquellas
democracias (por ejemplo, la española)
en que se puede atentar legalmente contra
los valores absolutos, pues quedan a
merced de "consensus"
cambiantes.
13. Conclusión
Todo nos lleva a una conclusión, que es
la clave de arco del edificio doctrinal
de la Iglesia. La subordinación del
sistema político al orden moral, si ha
de realizarse como es debido en forma
Jurídica y de modo que en democracia se
evite la contradicción entre el deber
moral y un "derecho" de
mayorías, sólo se puede garantizar
estableciéndola en la Constitución:
mediante un principio constitucional y un
poder que lo haga cumplir. Sólo así el
sistema es moral.
14. Fijar esa invariante en la
Constitución es factible de modo
democrático. No hablamos de imponer un
"dogma" abstracto a una
realidad social, sino de hacer
fructificar la realidad de una historia,
de una adhesión a valores de
inspiración cristiana, que revelan las
"aspiraciones profundas" (Juan
Pablo II) de la mayoría de un pueblo.
Aspiraciones que es necesario cultivar,
para mantener la sintonía entre el deber
moral del poder público y el sentir
hondo de los ciudadanos. Según la
enseñanza de la Iglesia, la misión del
poder y de las leyes no es sólo
registrar lo que se hace sino estimular
lo que debe hacerse. Si, por el
contrario, los dirigentes se desinteresan
y si a la desidia se une la complicidad
ante la siembra de incitaciones
disolventes, entonces no cabrá
extrañarse de que se acelere el proceso
de erosión moral, y de que crezcan a la
par la contradicción y la impotencia de
los responsables.
Porque en cada momento histórico la
responsabilidad se concentra en unos
pocos. No se diluye en un pueblo. De una
manera o de otra siempre es decisivo el
protagonismo de algún
"Recaredo". En la oportunidad
reciente de España unos pocos, desde una
posición de "poder ocupado"
tuvieron en sus manos muchas
posibilidades; colocaron al pueblo ante
una situación como pudieron hacerlo ante
otras. Habrá que lamentar que a España
le hayan fallado los guías y que no haya
contado, en el mundo civil o en el
eclesiástico, con personas lúcidas
dispuestas a esforzarse por intentar una
construcción de verdad salvaguardando el
depósito recibido, en lugar de limitarse
a poner un solar tras el derribo a
disposición de cualquier proyectista.
Unas personas que no se aviniesen a
confundir las posibles ventajas de una
cierta ambigüedad o indeterminación
política en la Constitución con el
cáncer de la indeterminación moral.
¿Acaso los custodios del depósito
estaban tan aplastados por presiones
incoercibles, o les era tan difícil
sintonizar oportunamente con las
"aspiraciones profundas" del
pueblo, como para tener que empezar desde
cero? Puestos a cambiar el agua de la
bañera del niño ¿era necesario tirar
por la ventana también al niño? En todo
caso la historia sigue y lo que es
necesario hacer está ahí como tarea
pendiente para los ciudadanos católicos.
15. Epilogo
El epilogo es una pregunta: promover lo
indicado sobre el compromiso moral del
régimen político y sobre la misión
positiva del poder civil respecto a la
vida religiosa ¿no llevará de nuevo a
la Confesionalidad?
Como disponemos de poquísimas líneas,
mejor será no enredarnos ahora en
palabras que actúan como fantasmas e ir
derechamente a los significados Pongamos
de pie la escala de valores en la
predicación de la Iglesia sobre la
comunidad político:
Primero.- lo indicado lleva a reconocer
como constitutivo interno de la sociedad
civil su subordinación a la ley moral y
su dimensión religiosa. En una sociedad
de católicos, en virtud de la unidad de
conciencia del ciudadano eso importa ya
una referencia a la Doctrina de la
Iglesia. Los ciudadanos están obligados
en conciencia a trabajar para que la
sociedad asuma su deber. Si lo que es su
deber la sociedad lo inscribe como
compromiso en su ley fundamental (según
corresponde a un estado de derecho) ya
tenemos el núcleo de lo que se llama
"confesionalidad".
Segundo.-En relación con la Iglesia, la
sociedad civil ha de respetar su libertad
y ayudarla. Para ello tiene que haber
unas relaciones adecuadas.
Tercero.-Pero las formas de dichas
relaciones son variables. No incluyen
necesariamente una interdependencia
jurídica o institucional. Pueden incluir
compromisos jurídicos bilaterales. No se
identifican sólo con las llamadas
relaciones diplomáticas.
Cuarto.-la subordinación a los valores
morales, aunque esté iluminada por la
doctrina de la Iglesia, deja intacta la
autonomía que corresponde propiamente a
la acción político. Es la misma con
"confesionalidad" o sin ella.
Autonomía incluso moral, por cuanto la
elección prudente de vías y medios
contingentes, dentro de lo macho
opinable, es atribución del poder civil,
el cual verá cómo aprovecha otras
apreciaciones o consejos. Sin que se le
puedan proponer autoritativamente, salvo
el derecho de la Jerarquía a emitir
juicio sobre la transgresión del orden
moral.
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