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IDEA DE HISPANIDAD, Manuel García Morente

¿Qué es el Estilo?

Pero ¿qué es estilo? Permitidme que, para resolver este difícil problema, recuerde ahora algo de lo que hace pocos instantes decíamos al hablar de la libertad humana. Decíamos que el hombre es, a diferencia del animal, el inventor y autor de su propia vida -y el responsable de ella-. Esto quiere decir que, cuando hacemos algo -y vivir es siempre hacer algo-, imprimimos a todo lo que hacemos, a nuestros actos y a las cosas que nuestros actos producen, una determinada modalidad peculiar que la naturaleza misma no nos enseña, sino que se deriva de nuestra personal participación en el espíritu de la inmortalidad. Así, cada uno de nuestros actos y cada una de nuestras obras puede considerarse desde dos puntos de vista: como medio para conseguir y obtener un determinado fin y como expresión de un conjunto personal de preferencias absolutas. La estructura general de cada acto y de cada obra viene primeramente determinada por el fin propuesto -si es que se propone un fin-. Toda casa-habitación ha de tener un tejado y unos muros o paredes. Hay, pues, estructuras de los actos y de los productos humanos que encuentran su explicación y razón de ser en el principio de finalidad. Pero la aplicación del principio de finalidad no puede llegar a lo infinito. Hacemos un acto para lograr un fin; el cual, a su vez, lo deseamos para el logro de otro fin; el cual, a su vez, nos lo hemos propuesto como medio para la obtención de otro fin. ¿Seguiremos así indefinidamente? No. No es posible. Tenemos que detenernos. ¿Dónde nos detendremos? Nos detendremos en cierta imagen, en cierto pensamiento, que cada uno de nosotros lleva en el fondo de su corazón acerca de lo que es absolutamerlte preferible. Ahora bien, este conjunto de pensamientos o imagenes de lo absolutamente preferible adopta en cada uno de nosotros la forma de una personalidad humana; es la imagen ideal del ser humano, que quisiéramos ser; es la imagen del hombre absolutamente valioso, infinitamente «bueno», del hombre perfecto. Esa imagen transcendente e inmanente al mismo tiempo, esa imagen invisible, pero presente en todos los momentos de nuestra vida, ese nuestro «mejor yo», que acompaña de continuo a nuestro yo real y material, está siempie a nuestro lado, en todo acto nuestro, en todo esfuerzo, en toda obra; e imprime la huella de su ser ideal a todo lo que hacemos y producimos. Esa huella indeleble es el estilo. Y así, en todo acto y en todo producto humano hay, además de las formas o estructuras, determinadas por el nexo objetivo de la finalidad, otras formas o estructuras o modalidades, por decirlo así, libres, que vienen determinadas por las preferencias absolutas residentes en el corazón del que hace el acto y produce la obra. Estas modalidades, que expresan la íntima personalidad del agente y no la realidad objetiva del acto o hecho, son las que constituyen el estilo.

Por eso decía muy razonabemente Buffon, que el estilo es el hombre. Pero esta fórmula necesita aclaración. Porque «hombre» puede tomarse en dos sentidos: en el sentido real o natural del hombre que efectivamente y naturalmente somos, con todas las limitaciones de la carne, del pecado, de la «naturaleza» humana; y en el sentido ideal, estimativo o moral del hombre que quisiéramos ser, de la imagen o modelo en que nuestra mente cifra todo el conjunto de lo que nuestro corazón considera como absolutamente preferible. Este otro «mejor yo», que en nuestro yo real reside, es el que inconscientemente se abre paso a cada instante en nuestro obrar -o sea en nuestro vivir- y pone su firma en todo cuanto hacemos. Esa rúbrica de nuestro más íntimo y auténtico ser moral es el estilo. Por eso, todo lo que el hombre hace tiene estilo. Tiene estilo, porque, además de estar determinado por aquello para que sirve, está configurado por la invisible presencia y actuación de ese «mejor yo», que condensa en una persona humana ideal -invisible y presente- nuestras más profundas y auténticas preferencias. En cada hombre individual podemos, pues, descubrir siempre un estilo propio, el sello de ese auténtico aunque oculto ser, que se refleja en todo lo que el hombre real hace y produce, desde el gesto, el ademán y el porte del cuerpo, hasta la obra artística del poeta, el pintor o el escultor.

Ahora bien, cuando conviven juntos en intimidad de vida muchos hombres, durante mucho tiempo, y entre ellos cuaja una como coincidencia esencial en las preferencias absolutas, puede suceder que los ideales humanos de todos y cada uno concuerden en ciertos rasgos generales; que un determinado tipo o modo de «ser hombre» se repita en cada uno de los ideales individuales; que en el fondo de cada estilo individual esté latente y actuante un estilo colectivo. He aquí, entonces, la nación. Esos hombres constituirán una unidad nacional, mientras en efecto posean y conserven ese estilo colectivo común, por debajo de los estilos individuales. Las vidas de esos hombres formarán un haz, tendrán la unidad de un mismo modo de ser, de sentir, de preferir, de actuar y de querer, la unidad colectiva de un mismo estilo, la unidad de una nacionalidad propia. Esos hombres formarán una nación.

La nación, pues, es un estilo. De no ser esto, habría que sucumbir nuevamente a las teorías naturalistas. Porque el error fundamental de Renan y de José Ortega y Gasset es creer que escapan al naturalismo definiendo la nación como el acto espiritual de «adherir» -a una realidad histórica pasada o a un proyecto de historia futura-. Tan «natural», empero, es el acto de adhesión, como otro fenómeno psíquico cualquiera, o como la constitución fisiológica o anatómica, o la raza, o el territorio, o la lengua. En cambio, lo que radicalmente no es «natural», lo que incluso se contrapone a todo naturalismo, es eso que hemos llamado estilo, la huella que sobre nuestro hacer real deja siempre el propósito ideal, el sesgo que a toda realidad imprime nuestro íntimo sistema de preferencias absolutas.

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