|
La conquista del Estado
Todo lo que hemos dicho, en
efecto, induce a pensar que se está alejando el peligro de una
extranjerización definitiva de los pueblos hispánicos. Ese
peligro no se desvanecerá nunca del todo, porque sus tierras son
tentadoras, por lo grandes y ricas, pero no hay duda de que
disminuye con las crisis de las grandes naciones de Occidente,
que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los
principios ideales que las guiaban, con su consiguiente
desprestigio, que las ha hecho perder el poder de fascinación
que ejercían sobre el resto del mundo, y, en particular, sobre
nuestros países, y, en el caso de los Estados Unidos, con la
necesidad de dedicar buena parte de sus energías a defender su
tradición puritana frente a los pueblos extranjeros que habitan
su territorio, al mismo tiempo que el crecimiento de población
de nuestras naciones aumenta su capacidad de resistencia contra
cualquier propósito invasor. También se fortalece la posición
de los países hispánicos con la rehabilitación de nuestros
valores históricos, que de consuno efectúan en estas décadas
la curiosidad extranjera y nuestras propias investigaciones. Pero
la Hispanidad no habrá salido definitivamente de su crisis, sino
cuando afronte triunfalmente el mayor de los peligros que la
acechan, que es el naturalismo, la negación radical de los
valores del espíritu. Nuestra rehabilitación histórica no
puede influir directamente sino en la gente culta, en la
aristocracia, en la "élite". Al pueblo se le ha dicho
demasiado que los obreros carecen de patria, para que sea empresa
fácil que vuelva a emocionarse con las glorias de la Hispanidad,
aparte de que en España hay vastas zonas populares que nunca
compartieron las ilusiones y esperanzas de nuestras clases
educadas, y en América ha de descontarse la tentación, que en
las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida
por el período de evangelización, de dejarse vivir a la buena
de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra. Para salvar a
nuestros pueblos de la caída en el naturalismo, habría que
reconstruir el orden social, colocando a su cabeza una jerarquía
secular, saturada de principios hispánicos, encendida en
nuestros viejos ideales, resuelta a dedicar la vida al progreso y
educación del pueblo, hasta hacer que prenda entre los más
humildes la fe en la libertad espiritual y el ansia infinita de
perfeccionamiento.
En los pueblos hispánicos hay de todo: minoría cultas,
aristocracias de la sangre y de las maneras, masas manejables y
perfectibles, ansias populares de progreso interior y un inmenso
abandono, no sólo entre las masas populares, sino entre las
clases que debieran velar por el mantenimiento y depuración de
su sentido aristocrático. Hay pueblos que tratan de constituirse
democráticamente; otros que han renunciado a ese empeño en
vista de no haberlo podido realizar; algunos que han hallado en
el caudillismo y en el mando único la posibilidad de la paz y
del progreso; otros en que luchan la idea democrática con la
aristocrática, a falta de un mando único y justo que otorguen a
cada clase su derecho. Este es un momento de crisis, porque ya ha
desaparecido entre las clases educadas la fe que alimentaban en
poder constituirse en regímenes como los de Francia y los
Estados Unidos, ahora también en crisis, que conciliasen la
democracia y los respetos sociales, el sentido jurídico y la
cultura general. Las democracias de ahora no se contentan ya con
esta clase de regímenes: quieren ser niveladoras en lo
económico, y naturalistas, es decir, negadoras de todos los
valores del espíritu, en el orden moral.
Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto.
Ha de haber en él unidad y continuidad en el mando, aristocracia
directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno. También
me parece indiscutible que ni la unidad de mando ni la
aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su
conciencia y en la de la nación la idea de que los cargos
directores son servicios penosos y no privilegios de fácil
disfrute. Lo que se pleitea es si ha de prevalecer en las
sociedades un espíritu de servicio y de emulación, o si han de
dejarse llevar por la ley de menor resistencia, para no hacer
sino lo que menos trabajo les cueste, en un sentido general de
abandono, lo que dependerá, sobre todo, de que se considere el
Estado como un servicio o como el botín del vencedor.
Nada ha sido más funesto a los pueblos de la Hispanidad que su
concepto del Estado como un derecho a recaudar contribuciones y a
repartir destinos. Desde luego, puede decirse que se debe a ese
concepto la división de la Hispanidad en una veintena de
Estados. De esa manera se dispone de otras tantas Presidencias,
Ministerios, Cuerpos Legisladores y "funcionarios de toda
clase", que es la definición que ha dado el humorismo de la
nueva República española. Cuando Cuba era colonia nuestra, su
presupuesto total era de unos veintitrés millones de pesos, diez
de los cuales se los llevaban los intereses de su especial deuda,
y otros diez el ejército y marina, quedando apenas tres para los
servicios civiles de la isla. Al hacerse independiente, cargó la
Metrópoli con el servicio de la Deuda y con los gastos
militares. El presupuesto de tres millones no tardó en rebasar
la centena. Después ha bajado, a causa de la crisis, pero hubo
momento en que todos los cubanos parecían nacer con su
credencial debajo del sobaco. Las dictaduras surgen en América
por la necesidad de poner coto al incremento de los gastos
públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos
imperiosa, de dar a todo el mundo empleos del Gobierno.
Don Antonio Maura dijo de los presupuestos del Estado, que eran
la lista civil de las clases medias. En su tiempo, apenas se
conocían las reformas sociales, y aún no se soñaba con dar
pensiones a los trabajadores sin empleo. El Estado contemporáneo
es la lista civil del sufragio universal, lo que quiere decir que
su bancarrota es infalible, hipótesis que la realidad confirma
con la desvalorización de libras y liras, marcos y francos, que
no ha impedido que el ulterior incremento de los gastos públicos
vuelva a poner a los Estados en trance de nueva bancarrota. Es
posible que este tipo de Estado esté destinado a prevalecer
temporalmente en el mundo. Ello querría decir que todos los
países habrían de pasar por una experiencia parecida a la de
Rusia, y por tristezas análogas a la de su pueblo esclavizado y
a la de su burocracia comunista, que le hace trabajar. De lo que
no cabe duda es de que ese tipo de Estado absorbente tiene que
conducir en todas partes a la miseria general.
Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta
tiranía del Estado antes de dejar que los aplaste. No sé cómo
lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a
los gobernantes repartir destinos a capricho entre sus amigos y
electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos y
neutrales, no es muy probable que los pueblos hispánicos
disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la
Hispanidad llegue a dotarse de su órgano jurídico, porque cada
uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la soberanía
con uñas y con dientes. Es seguro que mientras no se encuentre
la manera de cambiar de un modo radical la situación, se irá
acentuando la tiranía y el coste del Estado, y a medida que
disminuyen los estímulos que retienen a parte de las clases
directoras en el comercio o en la industria, llegará momento en
que no habrá más aspiración que la de ser empleado público.
Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que
en Europa, no sólo porque los pueblos no pueden soportarlo, sino
porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador,
más que rector. Antes de sucumbir a su imperio, preferirán los
pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por algún
golpe de autoridad que arrebate a los electores influyentes su
botín de empleos públicos.
Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un
sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en
que ninguno de los empleos públicos valga la pena de ser
desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces
hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en
que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público,
que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los
premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se
resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más
espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al
descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos
sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el
Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá
desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo
de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de
emulación, que no será ya obstáculo para que se entienda y
reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para
que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese
ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor
a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos,
y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para
convertirse en una obligación. Pero, por supuesto, el
Estado-botín no es sino la expresión política de un sentido
naturalista de la vida, como el Estado-servicio la de un sentido
espiritual o religioso.
En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de
sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal
conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el
Poder público. Pero no es muy probable que pueblos cristianos se
dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos
sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí
mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus
ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse
las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión
favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones
del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los
intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz,
el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque
ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor
de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde
ahora.
*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.