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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

La extranjerización

De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado, España misma es la originadora, cuando no la responsable. El agua de las fuentes suele venir de lejos y las inepcias de los periodistas españoles que no hace mucho tiempo califican de capciosos los gritos de ¡Viva España!, tienen también remoto origen. No sé si ello servirá de consuelo a nuestros compatriotas de América cuando se angustien por algún ataque antiespañol, pero yo lo sentí cuando me enteró Basterra, en Los Navíos de la Ilustración, de que el ambiente espiritual en que se formó Simón Bolívar fue el que habrían creado en Caracas los mismos españoles y ello porque me dije que lo que nosotros habíamos destruido: el prestigio de nuestra tradición, nosotros mismos podríamos rehacerlo, al menos si la Divina Providencia nos quiere devolver el buen sentido.

En su libro sobre Libertad y Despotismo en Hispanoamérica, Mr. Cecil Jane ha dicho que "Carlos III fue el verdadero autor de la Guerra de la Independencia", y ello porque: "Al tratar de organizar sus dominios sobre base nueva destruyó en su sistema de gobierno los caracteres mismos que habían permitido que el régimen español durase tanto tiempo en el Nuevo Mundo". Es demasiada culpa para un hombre solo. Alguna cabría a sus antecesores y a los virreyes, gobernantes, magistrados y militares, muchos de ellos masones, que España enviaba a América en el siglo XVIII, llenos de lo que se creía un espíritu nuevo. La responsabilidad fue, en suma, de la España gobernante en general, que renegaba de sí misma, en la esperanza de agradar a las naciones enemigas y sobre todo a Francia, porque, como escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio de 1776: "Rousseau me dice que, continuando España así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún doctor de la Iglesia, debe tenérsele por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su juicio"; cosa que no pudiéramos decir nosotros de estas apreciaciones.

Aún no se ha escrito el libro de la historia que nos cuente el proceso de nuestra extranjerización. No faltan los documentos para ello, sino el historiador: la imaginación, el vuelo filosófico, el valor de pensar por cuenta propia. Para todo ello fue Menéndez Pelayo nuestro libertador, pero aún espera continuadores de su empuje. Quizás se entienda brevemente lo que aconteció a los españoles con el ejemplo de lo que está ocurriendo en Francia. Desde que declinó el Sacro Imperio Romano Alemán, apenas se han preocupado los franceses más que de impedir que los pueblos germánicos constituyan un gran Estado nacional, temerosos de que entonces sea suyo el poderío máximo de Europa. Aún no han logrado los alemanes realizar totalmente su empeño. Aún es posible, aunque improbable, que Francia lo evite. Ahora bien; si se observa que ya en la actualidad, y desde hace bastante tiempo, Francia no respeta y admira a más nación extranjera que a Alemania; que, en el pecho de sus grandes intelectuales Francia está germanizada desde el tiempo de madame Stãel; y que sólo ahora, desde la última guerra y pocos años antes, se esfuerzan algunos franceses por desgermanizarse el alma, no sería disparatado suponer que si los alemanes acabasen por realizar su aspiración, cosa que no podría acontecer sin que Francia sufriera un gran desastre o una serie progresiva de fracasos, quedarían tan persuadidos los franceses de la superioridad de Alemania que no pensarían ya en lo sucesivo sino en imitarla y emularla.

También los españoles tuvimos a Francia bloqueada durante siglos: por el Norte, con la posesión de Flandes y de Arras; por el Este, con la del Franco-Condado; por el Sudeste, con la de Milán, y más al Sur los reyes de Aragón habían arrebatado Nápoles y Sicilia a la Casa de Anjou. D. Gabriel Maura (Carlos II y su Corte, vol.II, pág. 420) califica de "error casi secular" el de España al empeñarse en mantener, aliada de Alemania, la hegemonía en Europa. M. Bertrand, en su Historia de España, dice que aquélla fue una: "lucha por seguir siendo gran potencia europea". Y en ello hay parte de verdad, pero no peleábamos tan sólo por un ansia de hegemonía, sino por el empeño religioso de la Contrarreforma y por el anhelo de ayudar al Sacro Imperio Romano Alemán, como la espada temporal de la Iglesia. Más que el deseo de poder eran la fe y la honra quienes nos detenían en la Europa central. Y lo importante para nuestro razonamiento es que sentíamos todo el tiempo que la empresa era superior a nuestras fuerzas y que Francia consolidaba su posición frente al Imperio y frente a España, y a veces, como en los tiempos de Carlos II, frente a Confederaciones poderosas, en que entraban también Holanda, Suecia e Inglaterra.

En las décadas últimas del siglo XVII Francia tuvo que aparecerse a los ojos de nuestros gobernantes como la potencia irresistible. Nuestros ojos quedaban fascinados mirándola crecer. Carlos II y sus consejeros llegaron al convencimiento de que el Imperio español sólo podría conservarse asegurándose la amistad de Francia, y la procuraron con el testamento que otorgaba a Felipe de Anjou el cetro de las Españas. Las lises borbónicas, es decir, el sentido terrestre y positivo, habían vencido a las bicéfalas águilas austriacas: por águilas, emblema de la inmortalidad y por sus dos cabezas, Oriente y Occidente, cíngulos del orbe. Y entonces surgió el ideal de convertir España en otra Francia. Los franceses no eran contrarios. Luis XIV escribía en sus instrucciones secretas al Delfín, cuando ya ocupaba Felipe V el trono de Madrid, que no debía olvidarse nunca de que las Monarquías española y francesa se condicionaban de tal modo que no podía prosperar la una sin detrimento de la otra. Pero el auge de Francia nos hizo perder el equilibrio espiritual. Dejamos de tener lo que para un país civilizado es tan importante como el ser, a saber, la conciencia clara de nuestro ser y de su sentido. Generaciones sucesivas de españoles se fueron educando en la persuasión de que la vida verdadera era la de Francia o en todo caso la de algún otro pueblo y en la más completa ignorancia del espíritu que anima nuestra historia. Donoso Cortés cuenta que: "En la Exposición de Londres (1851) hubo días en que el número de los españoles fue allí mayor que en Madrid". Y comenta, entristecido: "Tornáronse curiosos y sin asiento los que nunca se movían sino para conquistar la tierra o visitar los países conquistados".

Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como desterrados, leyendo todo el tiempo libros extranjeros. Y no es que busquen, como escribía "Fígaro" en La polémica literaria: "un buen original francés de donde poder robar aquellas ideas que buenamente no suelen ocurrírseme", pero sí que los de más talento estaban persuadidos de que sus compatriotas no podían decirles nada de interés. Con ello nos cerrábamos al entendimiento de lo nuestro, con lo que cegábamos de paso nuestras propias fuentes creadoras, pero es que hemos estado secularmente persuadidos no tan sólo de que "no fue por estas tierras el bíblico jardín", sino de que nunca fuimos una potencia civilizadora de primera categoría. El propio Donoso Cortés, cuando escribía su libro sobre La diplomacia, en 1833, colocaba sin reparos a Francia al frente de la civilización universal, y cuando un crítico le reprochaba los galicismos de su estilo respondía desenfadadamente que: "Nadie se puede elevar a la altura de la Metafísica con los auxilios de una lengua que no ha sido domada por ningún filósofo". Entretanto Balmes, a quien no quiso el Cielo darle el menor talento para la poesía, cincelaba la prosa admirable con que escribió la Filosofía fundamental, y el mismo Donoso, unos años después, cuando se le cayeron las vendas de los ojos, escribía su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, no ya con don de lenguas, sino con lo que vale mucho más, según San Pablo, con espíritu de profecía: "Porque mayor es el que profetiza que el que habla lenguas" (Nam major est qui prophetat, quam qui loquitur linguis, I Cor. XIV, 5).

La nación entera ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar. Patriotas tan insignes como Cánovas dejaban caer la terrible sentencia: "Son españoles... los que no pueden ser otra cosa". Magníficos temperamentos nacionales como el de la Emperatriz Eugenia se educaban sin tener en la cabeza la menor idea de que España era algo más que un país de vinos, flores y cantares. Todavía ahora mismo se oye decir a gentes que llevan en los apellidos media historia de España que es una desgracia ser español y no sueñan sino en huir a la realidad desagradable, en vez de concertar los ánimos contra las calamidades y "destruirlas combatiéndolas", como hubiera hecho Hamlet, de no haber sido Hamlet.

Parece como que nos poseyera algún espíritu que nos excitara todo el tiempo a ser otros, a no ser quienes somos. Y menos mal aún, porque con ese empeño de imitar y emular al extranjero aún conseguiríamos hacer algunas cosas de provecho, si nos tomáramos el trabajo necesario para adquirir las virtudes en que descuellan otros pueblos: Francia, en el ahorro; Inglaterra, en la iniciativa; Alemania, en la organización. Claro que así no se producen los genios, que han de vivir, nos dice Weininger, "en correspondencia consciente con el universo", lo que quiere decir, en primer término, que los genios han de ser genios de su raza, pero tipos como el de Jovellanos, que al anhelo de emular al extranjero, juntasen fuerte patriotismo territorial y popular, hombría de bien y positiva religión, los hemos producido y aún los seguiríamos produciendo, según todas las probabilidades, en número bastante, si al escepticismo respecto de sí misma, que es la extranjerización de España, no se hubiera unido el escepticismo respecto de toda la civilización, que es en lo que consiste esencialmente el espíritu revolucionario*


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