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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

Filipinas y el Oriente

Más suerte tuvieron los misioneros españoles en las Filipinas. Allí fue posible que continuara la obra de las Ordenes Religiosas todo el siglo XVII y hasta el término del siglo XIX. Es penoso, en parte, recordarlo, porque nosotros, los hombres de mi tiempo, llegamos a la mayoría de edad cuando acontecieron aquellas malandanzas de las sublevaciones coloniales. Nos familiarizamos y simpatizamos con aquella figura heroica del pobre Rizal que, arrepentido, decía pocas horas antes de ser fusilado: "Es la soberbia, Padre, la que me ha conducido a este trance". Rizal era un artista bastante completo: poeta, novelista, pintor, escultor y, también, músico. Pensador no lo era. De haberlo sido se habría preguntado de dónde había venido a su espíritu la justificación de su deseo y pretensión de que su país, Filipinas, figuraba en el concierto de las naciones libres y soberanas de la tierra, y de que su raza, la tagala, fuera también una de las razas gobernantes.

Hace poco, Aguinaldo, que peleó por las ideas de Rizal, empezó a revelar el secreto, cuando escribió al solemnizar en Manila el "Día de España", el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, de 1924 en el periódico "La Defensa", de Manila, periódico de los españoles, que España había dado a los filipinos todas sus propias esencias espirituales, y después de recordar que en su juventud había peleado con el general Primo de Rivera, también joven, terminaba diciendo: "¡España! ¡España! ¡Querida madre de Filipinas!..."

En realidad, si Diego Laínez no hubiera hecho triunfar en Trento la tesis que afirma la capacidad de los hombres para obrar bien, y si no existiera un dogma que nos dice que todo el género humano proviene de Adán y Eva, no habría el menor derecho para creer que los tagalos pudiera ser un pueblo gobernante como los demás pueblos de la tierra. Entre las gentes de Oriente y las gentes de Occidente, entre los asiáticos y los europeos (si vamos al terreno puramente natural y científico), hay una especie de antipatía habitual. El japonés es un hombre que sierra al recoger la herramienta; nosotros, serramos cuando la empujamos. El japonés pega su golpe al retirar el sable; nosotros cuando lo adelantamos. Si nosotros herimos a un japonés en lo profundo de su amor propio, sonríe como si le hubiéramos dicho un cumplimiento. Un cuento inglés de niños dice que un gato sentenció gravemente su opinión sobre los perros con las siguientes palabras: "Entre los perros y nosotros no cabe inteligencia. Cuando un perro gruñe, es que está enfadado; cuando el perro mueve el rabo, es porque está contento; pero nosotros, los gatos, cuando gruñimos es porque estamos contentos, y cuando movemos el rabo, por el contrario, estamos enfadados". ¡Insuperable diferencia!

Y es que si se suprimen los dogmas de la Religión Católica, si se acaba con la creencia de que todos descendemos de Adán y Eva, y si se borra la idea de la posibilidad de que todos los hombres se salven, porque la Providencia ha dispensado una gracia suficiente, de un modo próximo o remoto, para su salud, no quedará razón alguna para que las distintas razas puedan creerse dotadas de los mismos derechos, para que los tagalos no sean nuestros esclavos, para que los hombres no nos odiemos como perros y gatos. La fraternidad de los hombres sólo puede fundarse en la paternidad de Dios.

La civilización filipina es obra de nuestras Ordenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus 3.500 alumnos, sus siete u ocho Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros. Gracias a esta obra de cultura superior, ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como los holandeses a los malayos, o los ingleses a los hindús, o los franceses a los árabes o a los moros. Los norteamericanos se han encontrado con un pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y que del pensamiento de que un hombre puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo que también podrá equivocarse, rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes de la tierra. Y como los norteamericanos se resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia o justificación especial, en que se basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras los filipinos se hayen protegidos por la bandera de la Unión, no pueden cerrarles las puertas de California, ni evitar que sus estudiantes se conviertan frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste -cosa que repugna a los norteamericanos, pero que nunca nos repugnó a nosotros, los españoles católicos- parece que prefieren concederles la independencia, para no verse obligados a codearse con ellos.
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