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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

Fraternidad y hermandad

La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios. Inesperadamente acaba de echar Bergson el peso de su prestigio en favor de esta idea. En su libro sobre Las dos fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo de La Evolución creadora que la fraternidad que los filósofos quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de una misma esencia razonable, no puede ser muy apasionada, ni ir muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a Dios, dejan prenderse su alma del amor hacia todos los hombres: "A través de Dios y por Dios, aman a toda la humanidad con un amor divino". Añade que los místicos desearían: "Con ayuda de Dios, completar la creación de la especie humana, y hacer de la humanidad lo que habría sido desde el principio, de haber podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre mismo". De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice, como los grandes místicos, que: "el hombre es la razón de ser de la vida sobre nuestro planeta", y que: "Dios necesita de nosotros como nosotros de Dios". ¿Y para qué necesita Dios de nosotros? Naturalmente, para poder amarnos. El Padre Arintero hubiera dicho que para poder convertir en amor de complacencia el amor de misericordia que nos tiene.

Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en Bergson el pensamiento de que lo fundamental en la religión es el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la vulgarización es a la ciencia. El origen histórico de la hermandad humana es exclusivamente místico. Es Jeremías el primer hombre que habla de la posibilidad de que los hijos de otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y adoren al Dios universal, con lo que viene a decirnos que cada hombre ha nacido para ser hijo de Dios. Jeremías fue un profeta, pero los profetas son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la fuente de la vida, sacan de ella un amor que puede extenderse a todos los hombres. Frente a los falsos profetas, descritos de una vez para siempre, al decir de ellos: "que muerden con sus dientes y predican paz", Miqueas dice (3,8): "Más yo lleno estoy de fortaleza del Espíritu del Señor, de juicio y de virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su pecado". De la sucesión de los profetas surgen los apóstoles y los misioneros. Y como la España de los grandes siglos es, eminentemente, un pueblo misionero, su pueblo es el que más profundamente se persuade de la capacidad de conversión de todos los hombres de la Tierra. Al principio no es este sino el convencimiento de teólogos y de las almas superiores. Pero ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el Nuevo Mundo al Cristianismo, la creencia se hace, en España, universal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden perderse. Por eso son hermanos; hermanos de incertidumbre respecto al destino, naúfragos en la misma lancha, sin saber si serán recogidos y llegarán a puerto. No serían hermanos si algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o de su pérdida. La certidumbre de una o de otra les colocaría espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben de tratarse como hermanos.

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El incrédulo que predica fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque, si no viene de la religión, ¿de dónde la saca? El príncipe Kropotkin se planteó la cuestión, en vista de que los sabios de Inglaterra interpretaban el darvinismo como la doctrina de una lucha general e inexorable por la vida, en la que no quedaba a las almas compasivas más consuelo que el de apiadarse al resonar el ¡ay de los vencidos! Kropotkin necesitaba que los hombres se quisieran como hermanos, para que fuera posible constituir sociedades anárquicas, en que reinase la armonía sin que la impusieran las autoridades. Esa necesidad le hizo buscar en la historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo mutuo en las sociedades animales y humanas. Pero no pudo persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera la ley fundamental de la naturaleza. Los sabios ingleses le objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades animales y humanas sino como defensa contra algún enemigo común. Lejos de estar regida la naturaleza animal y vegetal por una ley de simpatía, lo que parece dominar en ella es el principio de que el pez grande se come al chico y por lo que hace a los hombres, entre las gentes de raza diferentes, hay una antipatía habitual, muy semejante a la que reina entre los perros y los gatos. La que divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los Estados Unidos llegan a conceder la independencia a Filipinas, antes será para poder cerrar a los filipinos el acceso a California que por reconocimiento de su derecho.

También los utilitarios quisieron, como Kropotkin, descubrir en la naturaleza el principio de la moralidad. Jeremías Bentham fundamenta su sistema en el hecho de que: "La naturaleza a colocado al hombre bajo el imperio de dos maestros soberanos: la pena y el placer." Las acciones públicas o privadas han de ser aprobadas o desaprobadas según que tienden a aumentar o disminuir la felicidad. De ahí el principio de la mayor felicidad del mayor número, que a Bentham le pareció tan evidente que no necesitaba prueba: "porque lo que se usa para probar todo lo demás no puede ser ello mismo probado: una cadena de pruebas a de empezar en alguna parte". Actualmente ya no se habla de los utilitarios sino por la gran influencia que ejercieron en la política y costumbres de los pueblos del Norte. Los filósofos de ahora despachan en pocas líneas su principio. A Mr. G. E. Moore no le entusiasma el ideal de la felicidad. Una vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores oportunidades de hacer bien, le parece más deseable que una vida dichosa, pero egoísta y estúpida. Hartmann recuerda que la utilidad no es un fin, sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un hombre esclavo de la utilidad tendrá que preguntarse ridículamente quién se aprovechará de sus utilidades. En España no ha producido el utilitarismo pensadores de valía. No habría podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos habrían exclamado, como el poeta: ("¡Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor!") Los cínicos habrían dicho que no les hacía gracia sacrificar su felicidad personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas, que es el mayor número.

Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral kantiana que de la utilitaria. Se ha probado que, en la práctica, el Imperativo Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que debemos obrar de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda convertirse en ley universal de naturaleza, no nos decimos realmente nada, como no sepamos lo que es el bien y que debemos hacerlo. El voluptuoso quiere que se difundan sus placeres y vicios entre todos los hombres. El borracho pasa fácilmente de ese deseo a la propaganda activa. Lo mismo el morfinómano. No tiene sentido el Imperativo Categórico sino cuando se identifica la ley universal con la voluntad de Dios. Si Dios desaparece, si se nos borra una intuición previa del bien, somos niños perdidos en el bosque. Los filósofos advirtieron, casi desde el principio, que si el Imperativo Categórico se entiende como ley de nuestra naturaleza racional, es decir, como de origen subjetivo, nos sería imposible conculcarlo. Y ahora Scheler y Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle carácter subjetivo para que fuese autónomo y universal: bastaba con que fuera apriorístico. Para poder hacerlo apriorístico incurrió Kant en el error de hacerlo subjetivo, como si fuera una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es apriorística, sin ser subjetiva, sino objetiva. Y así es la ley moral. Precisamente porque no es subjetiva podemos cumplirla o vulnerarla, salvarnos o perdernos, como podemos equivocarnos, y nos equivocamos a menudo, al resolver un problema matemático.*


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