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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

Resumen Final del asunto

Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre. El de los que dicen que ellos son los buenos, por estarles vinculadas la bondad en alguna forma de la divina gracia; y es el de los pueblos o individuos que se atribuyen misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Esta es la posición aristocrática y particularista. Hay, también, la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni malos, porque no existe moral absoluta y lo bueno para el burgués es malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las diferencias de clases y fronteras para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista, pero desvalorizadora. Y hay, por último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos y no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. Esta fue la idea española del siglo XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y que peleábamos por ella en toda Europa, las naves españolas daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a los hombres del Asia, del Africa y de América.

Y así puede decirse que la misión histórica de los pueblos hispánicos consiste en enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su fe y su voluntad.

Ello explica también nuestros descuidos. El hombre que se dice que si quiere una cosa, la realizará, cae también fácilmente en la debilidad de no quererla, en la esperanza de que se le antoje cualquier día. Esta es la perenne tentación que han de vencer los pueblos nuestros. No parecemos darnos cuenta de que el tiempo perdido es irreparable, por lo menos en este mundo nuestro, en que la vida del hombre ésta medida con tan estrecho compás. Solemos dejar pasar los años, como si dispusiéramos de siglos para arrepentirnos y enmendarnos. Y a fuerza de querer matar el tiempo nos quedamos atrás y el tiempo es quién nos mata.

Porque el mundo, entonces, se nos echa encima. Nadie nos cree cuando decimos que podemos, pero que no queremos. El poder se demuestra en el hacer. La potencialidad que no se actualiza no convence a nadie. La rechifla de los demás se nos entra en el alma y los más sensitivos de entre nosotros mismos, que por esencial convencimiento nunca nos creímos superiores, acabamos por creernos inferiores al compartir las críticas de los demás respecto de nosotros. Esta es nuestra historia de los dos siglos últimos. Si logramos salir de este período de depresión del ánimo será, en primer término, porque nuestro pueblo no compartió nunca el escepticismo de los intelectuales, y, además, porque la misma cultura nos revela que nuestra labor en lo pasado no en inferior a la de ningún otro pueblo de la tierra.

En estos años nos está descubriendo el estudio del siglo XVI un espíritu ecuménico que no se sospechaba entre las gentes cultas. Nada es más revelador a este respecto que el entusiasmo con que un hombre de cultura moderna, como el profesor Barcia Trelles, encuentra en el Padre Vitoria y en Francisco Suárez las verdaderas fuentes del Derecho Internacional contemporáneo. Estamos descubriendo la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro. Podemos ya definirla como nuestra creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. De ella nacía el impetuoso anhelo de ir a comunicársela. En esa creencia vemos también ahora la piedra fundamental del progreso humano, porque los hombres no alzarán los pies del polvo si no empiezan por creerlo posible.

Esta creencia es el tesoro que llevan al mundo los pueblos hispánicos. Sólo que ella se funda en otra creencia antecedente y fundamental, sobre la cual ha de entenderse previamente las inteligencias directoras de los pueblos hispánicos, y de ella se deriva una consecuencia: la de que el mundo no creerá en el valor de nuestro tesoro si no lo demostramos con nuestras obras. De la creencia antecedente y de la consecuencia práctica hemos de tratar, pero estoy persuadido de que el descubrimiento de la creencia nuestra en las posibilidades superiores de todos los hombres, ha de empujarnos a realizarlas en nosotros mismos, para ejemplo probatorio de la verdad de nuestra fe, y que la lección, que dimos ya en nuestro gran siglo, volveremos a darla para gloria de Dios y satisfacción de nuestros históricos anhelos. *


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