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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

Nuestro humanismo en las constumbres

Entre estos dos sentidos del hombre: el exclusivista del orgullo y el fisiológico de la nivelación, el español tiende su vía media. No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los inferiores, porque le parecen indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer que Dios ha dividido a los hombres de toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la herejía, la secta: la división o seccionamiento del género humano.

El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: "Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro sino hace más que otro". Es un dicho que viene del lenguaje popular. En gallego reza: "Un home non e mais que outro, si non fai mais que outro". Los catalanes expresan lo mismo con su proverbio: "Les obres fan els mestres". Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que unos hombres hacen más que otros, que unos se encuentran en posición de hacer más que otros y que hay obras maestras y otras que no lo son; hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros; y así se acepta la desigualdad en las posiciones sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización. Yo puedo ser duque, y tú, criado. Aquí hay una diferencia de posición. Pero en lo que se dice "ser", en lo que afecta a la esencia, nadie es más que otro sino hace más que otro más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades, lo que quiere decir, en el fondo, que no se es más que otro, porque son las obras las que son mejores o peores, y el que hoy las hace buenas, mañana puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez del otro excepto Dios. Los hombres hemos de contentarnos con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú, criado; pero yo puedo ser mal duque, y tú, buen criado. En lo esencial somos iguales, y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí, que por encima de las diferencias de las clases sociales, están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.

Este espíritu de esencial igualdad, no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad, aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor organizados, en que el espíritu de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que nosotros. Pero hay algo anterior al amor al prójimo, y es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como próximo. Una caridad que le considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate generosamente. Es preciso que el pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo que han hecho los españoles como ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más humilde que entre hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales. Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia. Es característico el aire señoril del mendigo español. El hidalgo podrá no serlo en sus negocios. Es seguro, en cambio, que en un presidio español no se apelará en vano a la caballerosidad de sus inquilinos.

Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se habían alistado, respondían muchos de ellos: " We follow our betters".(Seguimos a los que son mejores que nosotros.) Reconozco toda la magnífica disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla. Menéndez y Pelayo dice que hemos sido una democracia frailuna. En los conventos, en efecto, se reúnen en pie de igualdad hombres de distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano, uno rico, otro pobre, aquel ignorante, este letrado. Todos han de seguir la misma regla. En la vida española las diferencias de clase solían expresarse en los distintos trajes: la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la regla de igualdad está en las almas. Por eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos hacen de emperadores y otros de pontífices y otros de sirvientes, pero al llegar al fin se igualan todos, mientras que Sancho nos asimila a las distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la partida.

Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.

Se dirá que todo esto no es sino catolicismo. Pero lo curioso es que en España es lo mismo la persuasión de los descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser seleccionistas, es decir, partidarios de penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aun lo son menos que los creyentes. Están más lejos que la España católica y popular del aristocratismo protestante. Y así como los pueblos que se creen de selección, se alzan sobre un bajo fondo social de ex hombres, incapaces de redención, en España no hay ese mundo de gentes caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les dirían: "¡Arriba, hermanos, que sois como nosotros!"*


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