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El humanismo español
Y, sin embargo, no se engañaba
Ganivet al afirmar que la constitución ideal de España, tal
como en la historia se revela, hay una fuerza madre, un eje
diamantino, algo poderoso, si no indestructible, que imprime
carácter a todo español. En vano nos diremos que la vida es
sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de
lo que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra
los ojos el budista a la vida circundante, para sentarse en
cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el
sueño del Nirvana. El español, por el contrario desearía que
la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía
atribuir a la materia. Y hasta cuando dice, con Calderón:
¿Que es la vida? Un frenesí.
¿Que es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Que el mayor bien es pequeño
Y toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son...
no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida,
sino condoliéndose desesperadamente de que la vida y sus glorias
no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este
anhelo inagotable de eternidad y de poder, hemos de encontrar una
de las categorías de esa fuerza madre de que nos habla Ganivet,
pero no como un tesoro, que guardáramos avaramente dentro de
nuestras arcas, sino como un imán que desde fuera nos atrae.
Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queremos:
las amistades, los amores, las honras y los placeres, sean
pasajeras e insustanciales. Las rosas se marchitan: la roca, en
cambio, que es perenne, sólo nos ofrece su dureza e
insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema
insoportable: lo que vale no dura; lo que no vale se eterniza.
Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión,
buscamos una eternidad que nos sea propicia, una roca amorosa, un
"eje diamantino". En los grandes momentos de nuestra
historia nos lanzamos a realizar el bien en la tierra, buscando
la realidad perenne en la verdad y en la virtud. Otras veces,
cuando a los períodos épicos siguen los de cansancio, nos
recogemos en nuestra fe, y, como Segismundo, nos decimos:
Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.
Pero no siempre logramos mantener nuestra creencia de que son
eternos la verdad y el bien, porque no somos ángeles. A veces,
el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que nos inspira
la transitoriedad de nuestros bienes, nos hace negar que haya
otra eternidad, si acaso, que la de la materia. Y entonces, como
en un último reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse
algún día, "el humanismo español",y que sentimos
igualmente cuando los sucesos nos son prósperos, que en la
adversidad.
Este humanismo es una fe profunda en la igualdad esencial de los
hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas
posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y lo
característico de los españoles es que afirmamos esa igualdad
esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para
mantener su desigualdad y que ello lo hacemos sin negar el valor
de su diferencia, y aún al tiempo mismo de reconocerlo y
ponderarlo. A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera
su posición social, su saber, su carácter, su nación o su
raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre el Rey de la
Creación; por alto que se halle una criatura pecadora y débil.
No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no este al
borde del abismo. Si hay en el alma española un "eje
diamantino" es por la capacidad que tiene, y de que nos
damos plena cuenta, de convertirse y dar la vuelta, como Raimundo
Lulio o Don Juan de Mañara. Pero el español se santigua
espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su
nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son
los que comete el engreído, que se cree incapaz de pecado y de
error.
Este humanismo español es de origen religioso. Es la doctrina
del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha penetrado
tan profundamente en las conciencias españolas que la aceptan,
con ligeras variantes, hasta las menos religiosas. No hay nación
más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos
pueblos sobre los otros o de unas clases sociales sobre otras.
Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer
él. Ramón y Cajal se sintió molesto, de estudiante, al ver que
no había nombres españoles en los textos de medicina. Y, sin
encomendarse a Dios ni al diablo, se agarró a un microscopio y
no lo soltó de la mano hasta que los textos tuvieron que
contarle entre los grandes investigadores. Y el caso de Cajal es
representativo, porque en el momento mismo de la humillación y
la derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a España
entre las naciones moribundas, los españoles se proclamaron unos
a otros el Evangelio de la regeneración. En vez de parafrasear a
San Agustín y decirse que la verdad habita en el interior de
España, se fueron por los países extranjeros para averiguar en
qué consiste su superioridad, y ya no cabe duda, de que el
convencimiento de que podemos hacer lo que otros pueblos, no
tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional,
abyecta, de todo lo extranjero no sobrevivirá al fracaso, ya
casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y
políticos, contrarios ha nuestra tradición, ha tremolado el
mundo en estos siglos.
Esto lo venían haciendo los españoles, sin que les estimulara,
por el momento, gran exaltación de religiosidad, y al solo
propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que
otros hombres. Pero al profundizar en la historia y preguntarse
por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que
interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza
pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los
de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles
evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su
máxima religiosidad. Y lo curioso es que en aquella hora de la
suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se
halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios
que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre
sí el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios
los llama y de que a todos los hombres se dirigen las palabras
solemnes: "Ecce sto ostium et pulso; si quis...aperuit mihi
januam intrabo at illum..." (Estoy en el umbral y llamo; si
alguien me abriese la puerta, entraré), por lo que, también, la
religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los
españoles. *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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