Indice de Defensa de la Hispanidad

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DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu

Evocación, por Eugenio Vega Latapie

"¡Vosotros no sabéis por qué me matáis! ¡Yo si sé por qué muero: por que vuestros hijos sean mejores que vosotros!", se cuenta dijo Maeztu momentos antes de ser fusilado, dirigiéndose a quienes se disponían a matarle. Ramiro de Maeztu no murió increpando a sus asesinos ni lamentándose de su mala suerte, sino ofrendando su sangre para que fecundara la tierra española y para obtener del Señor que bendijera y llevase al recto camino a los hijos de sus verdugos.

Preso arbitrariamente al iniciarse el Alzamiento Nacional en julio de 1936, Maeztu fue sacado de la cárcel de las Ventas en la madrugada del 29 de octubre, y, en el momento de salir, se postró a los pies de un sacerdote, también cautivo, y le dijo: "Padre, absuélvame", recibiendo viril y piadosamente esa absolución que recuerda la de los antiguos cruzados antes de entrar en combate o, más propiamente, la de los mártires antes de salir a la arena del circo a ser destrozados por las fieras.

"Amad a vuestros enemigos. Haced bien a los que os aborrecen y maldicen", decretó, con caracteres de orden imprescriptible y eterna, quien ofrendó su vida por la salvación de todos los hombres, sin exceptuar a los que le daban muerte inhumana. Y Maeztu, empapado de espíritu cristiano, supo ser discípulo del Maestro divino y morir sin rencores y sin odios, bendiciendo a los hijos de sus matadores.

Maeztu murió amando y no odiando. Su muerte es la más bella página que jamás escribió en su vida. Con contarse éstas por millares, es aquella cuya meditación mayor bien puede hacernos.

Un misionero de nuestros días refiere que en sus trabajos de evangelización en el Japón, tuvo como catecúmeno a un militar de elevada categoría, que deseaba hacerse cristiano. Paulatinamente iba explicando el misionero a su discípulo las bases fundamentales de nuestra Fe; pero, al llegar a la explicación del "Padre nuestro", el militar japonés le dijo que desistía de hacerse católico, pues había algo que en modo alguno podía admitir, y ese abismo infranqueable lo constituían las palabras "así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". El misionero insistió, le explicó la belleza y primacía de la virtud del Amor, pero el japonés, triste y abatido, tras varios días de luchas íntimas, le comunicó que le era imposible perdonar a determinados enemigos y se despidió del misionero, con despedida que él creía definitiva. Pero el germen vivificador había caído en un alma noble, y años más tarde, el militar japonés buscó de nuevo al misionero y le pidió le bautizara, pues ya podía perdonar. En su elemental teología el pagano había puesto el dedo en la llaga: por encima de la Fe, por encima de la Esperanza, se encuentra la virtud del Amor. Verdad ésta que hace decir a San Pablo que si no tenemos Caridad, de nada nos sirve tener una fe que mueva las montañas, ni entregar todos nuestros bienes a los pobres, ni nuestro cuerpo al fuego.

Se puede afirmar que Maeztu, en sus últimos años, vivió con la obsesión de que moriría mártir de su Religión y de su Patria, y en frecuente oración para cumplir noblemente su destino. Cuántas veces no le oímos, los habituales de la tertulia de "Acción Española" exclamar, triste y esperanzado a la vez: "Yo noto que soy cobarde y por eso pido a Dios me conceda morir, al menos con dignidad". En repetidas ocasiones se avergonzó de no haber muerto a los pies de un sagrario o en el atrio de un templo el día 11 de mayo de 1931, cuando un reducido número de extraviados, con la complicidad pasiva del Gobierno provisional de la República y la tolerancia cobarde de los católicos, incendió decenas de iglesias y conventos en Madrid.

En enero de 1934, en uno de aquellos banquetes de "Acción Española" en los que se comía durante una hora y se hablaba o se oía hablar durante tres o cuatro, don Ramiro, con aquella oratoria tan suya de iluminado, después de explicar sus esfuerzos prodigados en vano durante la Dictadura para convencer a los gobernantes de que la revolución se venía encima y que se apercibieran a cerrarle el paso, dijo textualmente: "Esta fue mi lucha durante quince meses, hasta que un día la revolución se echó encima de nosotros. Mis compañeros prefirieron el destierro; yo, no; porque prefiero que me den cuatro tiros contra una pared, pero aquí he de morir. Mis espaldas no las han de ver nunca mis enemigos. Y entonces, un día oímos aquello de uno, dos, tres y las gentes en el Retiro y las multitudes soeces. Se nos ha dicho que ésta ha sido una revolución pacífica: pacífica porque no se ha vertido sangre. Pero si la sangre no vale lo que la hiel, lo que la Injuria soez, lo que el sarcasmo, lo que el griterío de la masa desmandada! ¿No os habéis encontrado con un tropel de doscientas, trescientos o cuatrocientas personas insultando a vuestro jefe hereditario, y no habéis sentido la impotencia de ser uno solo y no poder arremeter con las doscientas, trescientas. cuatrocientas personas, y no habéis experimentado el deseo de que todo aquello os arrollara, porque es preferible que los cerdos pasen por encima de uno, por encima de su cadáver, que no seguir tolerando tantas bajezas, tantas ruindades, tantas cosas soeces, tanta barbarie?"

Un día de marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don Victor Pradera, al regresar a su hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad Cultural "Acción Española", refiere a su esposa, que al encontrarse con Maeztu, éste le había dicho "Don Victor, ¿cuando nos asesinan a usted y a mi ?" Hoy dos mujeres, que en el silencio y el retiro lloran la muerte de estos precursores y maestros de la España Eterna, al encontrarse no podrán por menos de sentir un estremecimiento, al recordar el terrible vaticinio.

La insistencia con que Maeztu repetía que moriría asesinado, llegaba, a veces, a ser tomada en broma por los más asiduos de aquella tertulia de la redacción de "Acción Española", de la que don Ramiro fue uno de los pilares fundamentales desde su fundación. Era tal su cariño a la tertulia que si algún rarísimo día había de faltar, se excusaba de antemano o telefoneaba. Su ingreso en las Academias de Ciencias Morales y de la Lengua, motivó que los martes y jueves, días en que celebraban sesión dichas Corporaciones, llegase a nuestra tertulia a última hora, vestido con chaqueta ribeteada y comentando los temas y noticias de que allí se habían hecho eco. Pradera era otro de los asiduos. Al evocar hoy el recuerdo de aquellas reuniones, de aquellas gentes y de aquellos sueños y temas que nos apasionaban, siento remordimientos por no haber sabido gozar, en su día, de tantos tesoros espirituales allí acumulados y de la compañía de aquellos hombres que con su vida ejemplar, han conseguido incorporar sus nombres a la Historia.

Aquel saloncito en que nos reuníamos, toma ante mi mente la categoría de hogar santo, nueva Covadonga de la España que amanece. Aquel salón viene a presentárseme como una catacumba del siglo XX, en que los futuros mártires se confortaban entre sí para afrontar, fieles a Dios y a España, el trance final; y también como tienda de campaña. en la que reunidos los jefes de la Cruzada en las vísperas de su iniciación, cambiaban consignas y forjaban planes y arengas.

"Contracorriente", había nacido "Acción Española", contracorriente crecían las adhesiones a sus principios, y con esta palabra agresiva y heroica de ir "Contracorriente", tituló genéricamente Maeztu los artículos que, en colaboración regular publicaba en la prensa de provincias. Y al marchar contracorriente Maeztu, y tras de él el grupo de escritores e intelectuales que le consideraban como su maestro, no se les ocultaba en nada, lo terrible de la misión que cumplir y el riesgo probabilísimo de muerte a que se exponían. Fue en los primeros años de la siembra, dos meses antes del histórico 10 de agosto, cuando, en el memorable banquete de la Cuesta de la Perdices, pronunció don Ramiro las siguientes austeras palabras, ayer objeto de retóricos aplausos y que hoy podrían esculpirse en las rocas graníticas de ese Escorial por Maeztu aquel día evocado, con el gotear no interrumpido de lágrimas de madres españolas que lloran desde hace años la pérdida de sus hijos, muertos heroicamente, en el reír de su juventud, por haber seguido el camino de espinas que el Maestro les señalara: "Pero ahora -clamaba- yo digo a los jóvenes de veinte años: venid con nosotros porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor del sacrificio: nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz". Y en efecto. tras cinco años de trabajar contracorriente, al coronar "la cuesta arriba" sin tiempo para otear la tierra de promisión por él descrita. La prisión primero y la muerte después. Consumaron la realización de sus enseñanzas y profecías y el traquido de balas asesinas fue el postrer bélico clamor de aprobación a una vida perfecta de apostolado y amor.

Hombre, de cualquier país que seas, que sientas correr por tus venas sangre española o que a España debas la integridad de tu fe religiosa! ¡Español de la Península, de América, de Filipinas o de cualquier otra región del mundo!: al adentrarte en la lectura de este libro, amor de los amores del autor, concede a cada frase y cada línea el valor y el sentir que a su verdad confiere la autoridad suprema de estar confirmado con sangre de mártir. Con emoción recuerdo la pasión y el amor que Maeztu puso en la obra que hoy se reimprime y que, capítulo a capítulo, fue escribiendo y corrigiendo a nuestra vista. La DEFENSA DE LA HISPANIDAD no es un mero producto de la erudición y del talento de su autor; es algo. muy superior a todo eso; es una obra de amor ardiente, apasionado, que consigue suplir y superar las frías abstracciones de la inteligencia. Yo he visto llorar a Maeztu leyendo la "Salutación del Optimista", de su amigo Rubén. Nunca olvidaré aquellas lágrimas que comenzaron a brotar de los ojos de Maeztu al repetir las palabras proféticas:

"... la alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos"

Lágrimas que habrían de trocarse en cataratas y sollozos, que le obligaron a suspender la lectura al llegar a la invectiva:

"¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida?"

El amor, la pasión, la decisión, el ímpetu, fueron las cualidades más destacadas en Maeztu. En su juventud amó y sostuvo algunos principios falsos, aunque nunca sufrió extravío en su amor entrañable a España. Si durante algún tiempo fue frío en alguna de sus condiciones, cuando recorrió su camino de Damasco, ese frío circunstancial se trocó en una pasión y un fuego inextinguibles. En sus amores e Ideales jamás fue de aquellos tibios, que el Señor, en frase del Apocalipsis, vomitará de su boca. Un día del bienio republicano-moderado se presentó Maeztu en la habitual tertulia de "Acción Española", visiblemente excitado, refiriéndonos que, en el portal de su casa. se había encontrado con su antiguo amigo Pérez de Ayala, el durante largo tiempo embajador de la República en Londres, y al saludarle éste y decirle que a ver si se veían para recordar tiempos pasados, él le había contestado: "Mire usted, Pérez de Ayala, mientras usted crea que los que rezamos el Padrenuestro somos unos idiotas, yo no tengo nada que decirle".

Quede para otros escritores la tarea ilustre de hacer una biografía de Maeztu desde su nacimiento en Vitoria, de madre inglesa, hasta su asesinato, en octubre de 1936, pasando por su ida a Cuba, como soldado; a impedir la pérdida del último florón de nuestra corona imperial, sus quince años de estancia en Inglaterra, Su matrimonio con inglesa, su regreso a la Patria para impedir el horror de que su hijo pronunciara el español con acento inglés; su embajada en Buenos Aires durante la Dictadura del general Primo de Rivera; su encarcelamiento en Madrid con ocasión del 10 de agosto, como presidente de "Acción Española", y su detención y prisión en julio de 1936, con la referencia de las gestiones hechas inútilmente por las Embajadas inglesa y argentina para arrancarle de las garras asesinas. Maeztu, como Calvo Sotelo, como Pradera, eran demasiado buenas presas para que los enemigos de Dios y de España permitieran su canje.

¡Uno de los últimos recuerdos que conservo de Maeztu es la felicitación calurosa que me expresó con ocasión del prólogo que, en junio de 1936, puse a la novela, de ambiente mejicano, titulada Héctor, prólogo en que hacía un llamamiento y apología del sacrificio y del combate en defensa de los ideales supremos. "Juan Manuel lo ha leído —me dijo don Ramiro— y se ha entusiasmado". Y este Juan Manuel, que por primera y única vez sale citado como autoridad de labios de Maeztu, era su propio hijo único, de dieciocho años. Y es que, en materias de honor, de virilidad y de dignidad nacional tenían, muy acertadamente, a los ojos de Maeztu, más autoridad los mozos que aún no contaban veinte años, que los miembros de las Academias por él frecuentadas.

Un domingo de finales de junio de 1936 fuimos el marqués de las Marismas, Jorge Vigón y yo, a acompañar al matrimonio Maeztu desde Madrid a la Granja, donde se proponían alquilar una casa en que pasar el verano. Apenas llegados al Real Sitio don Ramiro encomendó a su esposa la tarea de elegir casa y decidirse, mientras que él se iba con nosotros a dar un paseo por el magnífico parque. Fue el último día que paseé con éI y nunca podré olvidar la interpretación revolucionaria que daba a fuentes y estatuas, así como a la ornamentación de los jardines. "¡No está aquí el Escorial! —decía—; esto es el siglo XVIII francés. Versalles. Ninfos. Pastores. Fratos. Naturalismo. Pero aquí nada habla de Dios. Esta ornamentación revela la mentalidad que se refleja en Rousseau y concluye en las matanzas de la Convención y el Terror. Desde la Granja seguimos al secularizado monasterio cartujo de El Paular, y después regresamos a la capital. Indecisiones providenciales de última hora, hicieron que la familia Maeztu no tomase casa en la Granja y que el 19 de julio les sorprendiese en Madrid.

La última noticia que respecto a mí tengo de Maeztu consiste en una frase proferida en la casa en que se encontraba oculto durante los primeros días del Movimiento y en la que fue detenido, reprochándome el que yo no le hubiese avisado pues su sitio no era estar escondido, sino en una trinchera, defendiendo su Fe y su Patria, luchando por una España mejor. No temía las persecuciones ni la muerte, pero soñaba con tomar parte personal y directa en la Cruzada, ni lo suspiraba por puestos, mercedes o prebendas, sino por el honor máximo de estar con un fusil en la trinchera. Maeztu daba al valor físico y personal un elevadísimo puesto en la jerarquía de los valores. Su desprecio a los cobardes rayaba en lo superlativo. En el discurso del Banquete de enero de 1934 dirigiéndose a las mujeres allí presentes, les dijo: Despreciad al hombre que no sea valiente; despreciad al hombre que no esté dispuesto a arriesgar su Vida por la Santa Causa; despreciadlo, y ya veréis cómo los corderos se convierten en leones. Tengo la seguridad que, de haber estado don Ramiro en la zona nacional, no hubiera sido empresa fácil convencerle de que con sus sesenta años cumplidos no tenía puesto en el frente.

La visión de Maeztu, profeta y maestro de la Nueva España, no puede borrársenos a los que cultivemos su intimidad. No hay ceremonia, desfile, victoria o sesión conmemorativa a que asistimos o en la que tomemos parte, en que no echemos de menos su presencia.

Fue en Salamanca, un día de marzo de 1937, en que la primavera, anticipada, llenó de sol y aromas su Plaza Mayor maravillosa, cuando un poeta, compañero de luchas y de sueños de Maeztu, a la vista de aquella perfecta geometría de la representación de las fuerzas armadas que hicieron posible el milagro del Alzamiento Nacional, Ejército, Requetés, falangistas, Acción Popular, Renovación, tropas Moras; al oír con ecos resurrección y nostalgia los acordes de un himno proscrito desde hacia años; al contemplar la llegada del primer embajador extranjero que reconocía al nuevo Estado, nacido de la Cruzada, buscó con insistencia vana, entre la masa que colmaba balcones y plaza, a Ramiro de Maeztu. En aquella jornada de ilusión y de gloria, apenas oscurecida por algunos jirones de nubes en los cielos y una larvada estridencia en el suelo, José María Pemán sintió cantar su musa en versos sentidísimos, cuyo final transcribe como áureo remate de estas páginas de evocación:

"Ramiro de Maeztu, Señor y Capitán de la Cruzada: ¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo, que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?, ¡para haberte traído de la mano, a las doce del día, bajo el cielo de viento y nubes altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud, tu Verdad hecha ya Vida en la Plaza Mayor de Salamanca!"

Eugenio Vegas Latapie
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